– Este hombre no sirve de mucho -me advirtió mi madre un día que fue a visitarnos.
– Con tal que me dé hijos, lo demás no me importa.
– ¿Y quién va a mantener a los chiquillos? -insistió ella.
– Yo misma, que para eso tengo hilo y aguja -repliqué, desafiante.
Estaba acostumbrada a trabajar de sol a sol y no faltaban clientas para mis costuras y bordados. Además, preparaba pasteles de masa, rellenos de carne y cebolla, los cocinaba en los hornos públicos del molino y los vendía al amanecer en la plaza Mayor. De tanto experimentar, descubrí la proporción perfecta de grasa y harina para obtener una masa firme, flexible y delgada. Mis pasteles -o empanadas- se hicieron muy populares, y al poco tiempo ganaba más cocinando que cosiendo.
Mi madre me regaló una estatuilla tallada en madera de Nuestra Señora del Socorro, muy milagrosa, para que bendijera mi vientre, pero la Virgen seguramente tenía otros asuntos más importantes entre manos, porque desatendió mis súplicas. Hacía un par de años que no usaba la esponja con vinagre, pero de hijos, nada. La pasión que compartía con Juan fue transformándose en disgusto para ambas partes. En la medida en que yo le exigía más y le perdonaba menos, se fue alejando. Al final, casi no le hablaba, y él lo hacía sólo a gritos, pero no se atrevía a golpearme, porque en la única ocasión en que me levantó el puño le di con una sartén de hierro en la cabeza, tal como había hecho mi abuela con mi abuelo y después mi madre con mi padre. Dicen que por ese sartenazo mi padre se fue de nuestro lado y nunca más le vimos. Al menos en este respecto mi familia era diferente: los hombres no pegaban a sus mujeres, sólo a los hijos. A Juan le propiné apenas un papirotazo de nada, pero el hierro estaba caliente y le dejó una marca en la frente. Para un hombre tan presumido como él, esa insignificante quemadura resultó una tragedia, pero sirvió para que me respetara. El sartenazo puso término a sus amenazas, pero admito que no contribuyó a mejorar nuestra relación; cada vez que se palpaba la cicatriz, un brillo criminal aparecía en sus pupilas. Me castigó negándome el placer que antes me daba con magnanimidad. Mi vida cambió, las semanas y los meses se arrastraban como una condena a las galeras, puro trabajo y más trabajo, siempre afligida por mi esterilidad y la pobreza. Los caprichos y las deudas de mi marido se convirtieron en una carga pesada que yo asumía para evitar la vergüenza de enfrentar a sus acreedores. Se nos terminaron las noches largas de besos y las mañanas perezosas en el lecho; nuestros abrazos se distanciaron y se volvieron breves y brutales, como violaciones. Los soporté sólo por la esperanza de un hijo. Ahora, cuando puedo observar mi vida completa desde la serenidad de la vejez, comprendo que la verdadera bendición de la Virgen fue negarme la maternidad y así permitirme cumplir un destino excepcional. Con hijos habría estado atada, como siempre lo están las hembras; con hijos habría quedado abandonada por Juan de Málaga, cosiendo y haciendo empanadas; con hijos no habría conquistado este Reino de Chile.
Mi marido seguía ataviado como un chulo y gastando como un hidalgo, seguro de que yo acometería lo imposible por pagar sus deudas. Bebía demasiado y visitaba la calle de las meretrices, donde solía perderse por varios días, hasta que yo pagaba a unos gañanes para que fuesen a buscarlo. Me lo traían cubierto de piojos y lleno de vergüenza; yo le quitaba los piojos y le alimentaba la vergüenza. Dejé de admirar su torso y su perfil de estatua y empecé a envidiar a mi hermana Asunción, casada con un hombre con aspecto de jabalí pero trabajador y buen padre de sus hijos. Juan se aburría y yo desesperaba, por eso no intenté detenerlo cuando al fin decidió partir a las Indias en busca de El Dorado, una ciudad de oro puro, donde los niños jugaban con topacios y esmeraldas. Pocas semanas más tarde partió sin despedirse, entre gallos y medianoche, con un atado de ropa y mis últimos maravedíes, que sustrajo del escondite detrás del fogón.
Juan había logrado contagiarme sus sueños, a pesar de que nunca me tocó ver de cerca a ningún aventurero que volviese de las Indias enriquecido; regresaban, por el contrario, miserables, enfermos y locos. Los que hacían fortuna, la perdían, y los dueños de inmensas haciendas, como se contaba que allá las había, no podían llevárselas consigo. Sin embargo, estas y otras razones se esfumaban ante la pujante atracción del Nuevo Mundo. ¿Acaso no pasaban por las calles de Madrid carromatos llenos de barras del oro indiano? Yo no creía, como Juan, en la existencia de una ciudad de oro, de aguas encantadas que otorgaban la eterna juventud, o de amazonas que holgaban con los hombres y luego los despedían cargados de joyas, pero sospechaba que allá había algo aún más valioso: libertad. En las Indias cada uno era su propio amo, no había que inclinarse ante nadie, se podían cometer errores y comenzar de nuevo, ser otra persona, vivir otra vida. Allá nadie cargaba con el deshonor por mucho tiempo y hasta el más humilde podía encumbrarse. «Por encima de mi cabeza, sólo mi gorra emplumada», decía Juan. ¿Cómo podía reprochar a mi marido esa aventura, si yo misma, de ser hombre, la hubiese emprendido?
Una vez que Juan se fue, regresé a Plasencia, a vivir con la familia de mi hermana y mi madre, porque para entonces mi abuelo había fallecido. Me había convertido en otra «viuda de Indias», como tantas en Extremadura. De acuerdo con la costumbre, debía vestir de luto con velo tupido en la cara, renunciar a la vida social y someterme a la vigilancia de mi familia, mi confesor y las autoridades. Oración, trabajo y soledad, eso me deparaba el futuro, nada más, pero no tengo carácter de mártir. Si mal lo pasaban los conquistadores en las Indias, mucho peor lo pasaban sus esposas en España. Me arreglé para burlar el control de mi hermana y mi cuñado, que me temían casi tanto como a mi madre y, con tal de no enfrentarme, se abstenían de indagar en mi vida privada; les bastaba con que yo no diera un escándalo. Seguí atendiendo a mis clientes de las costuras, yendo a vender mis empanadas en la plaza Mayor, y hasta me daba el gusto de asistir a fiestas populares. También acudía al hospital a ayudar a las monjas con los enfermos y las víctimas de peste y cuchillo, porque desde joven me interesó el oficio de curar, no sabía que más tarde en la vida me sería indispensable, tal como lo sería el talento para la cocina y para encontrar agua. Como mi madre, nací con el don de ubicar agua subterránea. A menudo, a ella y a mí nos tocaba acompañar a un labriego -y a veces a un señor- al campo para indicarle dónde hacer el pozo. Es fácil, se sostiene con suavidad en las manos una varilla de árbol sano y se camina lentamente por el terreno, hasta que la varilla, al sentir la presencia de agua, se inclina. Allí se debe cavar. La gente decía que con ese talento mi madre y yo podíamos enriquecernos, porque un pozo en Extremadura es un tesoro, pero lo hacíamos siempre gratis, porque si se cobra por ese favor, se pierde el don. Un día ese talento habría de servirme para salvar a un ejército.
Durante varios años recibí muy pocas noticias de mi marido, excepto tres breves mensajes provenientes de Venezuela que el cura de la iglesia me leyó y me ayudó a contestar. Juan decía que estaba pasando muchos trabajos y peligros, que allí iban a parar los hombres más viciosos, que debía andar siempre con las armas prontas, vigilando por encima del hombro, que había oro en abundancia, aunque él todavía no lo había visto, y que regresaría rico a construirme un palacio y darme vida de duquesa. Entretanto mis días transcurrían lentos, tediosos y muy pobres, porque gastaba apenas lo suficiente para mi subsistencia y lo demás lo guardaba en un hoyo en el suelo. Sin decírselo a nadie, para no alimentar chismes, me propuse seguir a Juan en su aventura, costara lo que costase, no por amor, que ya no se lo tenía, ni por lealtad, que él no la merecía, sino por el señuelo de ser libre. Allá, lejos de quienes me conocían, podría mandarme sola.