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Rodrigo de Quiroga, como los demás, creyó que yo había enloquecido sin vuelta durante la batalla. Me llevó en brazos hasta las ruinas de mi casa, donde todavía funcionaba la improvisada enfermería, y me dejó con cuidado en el suelo. Tenía una expresión de tristeza e infinita fatiga cuando se despidió de mí con un beso ligero en la frente y volvió a la plaza. Catalina y otra mujer me quitaron la coraza, la cota de malla y el vestido ensopado en sangre buscando las heridas que yo no tenía. Me lavaron como pudieron con agua y un puñado de crines de caballo a modo de esponja, porque ya no quedaban trapos, y me obligaron a beber media taza de licor. Vomité un líquido rojizo, como si también hubiera tragado sangre ajena.

El estruendo de las muchas horas de batalla fue reemplazado por un silencio espectral. Los hombres no podían moverse, cayeron donde estaban y allí se quedaron, ensangrentados, cubiertos de hollín, polvo y ceniza, hasta que las mujeres salieron a darles agua, quitarles las armaduras, ayudarlos a levantarse. El capellán recorrió la plaza para hacer la señal de la cruz sobre la frente de los muertos y cerrarles los ojos, luego se echó al hombro a los heridos uno a uno y los llevó a la enfermería. El noble caballo de Francisco de Aguirre, herido fatalmente, se mantuvo en sus temblorosas patas por pura voluntad, hasta que entre varias mujeres pudieron bajar al jinete; entonces agachó la cerviz y murió antes de caer al suelo. Aguirre tenía varias heridas superficiales y estaba tan rígido y acalambrado que no pudieron quitarle la armadura ni las armas, hubo que dejarlo en un rincón durante más de media hora, hasta que pudo recuperar el movimiento. Después el herrero cortó con una sierra la lanza por ambos extremos para quitársela de la mano agarrotada y entre varias mujeres lo desvestimos, tarea difícil, porque era enorme y seguía tieso como una estatua de bronce. Monroy y Villagra, en mejores condiciones que otros capitanes y enardecidos por la contienda, tuvieron la peregrina idea de perseguir con algunos soldados a los indígenas que huían en desorden, pero no hallaron un solo caballo que pudiera dar un paso y ni un solo hombre que no estuviese herido.

Juan Gómez había luchado como un león pensando durante todo el día en Cecilia y su hijo, sepultados en mi solar, y apenas terminó la batahola corrió a abrir la cueva. Desesperado, quitó la tierra a mano, porque no pudo hallar una pala, los atacantes se habían llevado cuanto había. Arrancó las tablas a tirones, abrió la tumba y se asomó a un hoyo negro y silencioso.

– ¡Cecilia, Cecilia! -gritó, aterrado.

Y entonces la voz clara de su mujer le respondió desde el fondo.

– Por fin vienes, Juan, ya empezaba a aburrirme.

Las tres mujeres y los niños habían sobrevivido más de doce horas bajo tierra, en total oscuridad, con muy poco aire, sin agua y sin saber qué sucedía afuera. Cecilia asignó a las nodrizas la tarea de ponerse los críos al pezón por turnos durante el día entero, mientras ella, hacha en mano, se dispuso a defenderlas. La caverna no se llenó de humo por obra y gracia de Nuestra Señora del Socorro, o tal vez porque fue sellada por las paletadas de tierra con que Juan Gómez intentó disimular la entrada.

Monroy y Villagra decidieron mandar esa misma noche un mensajero a dar cuenta del desastre a Pedro de Valdivia, pero Cecilia, quien había emergido del subterráneo tan digna y hermosa como siempre, opinó que ningún mensajero saldría con vida de semejante misión, el valle era un hormiguero de indios hostiles. Los capitanes, poco acostumbrados a prestar oído a voces femeninas, hicieron caso omiso.

– Ruego a vuestras mercedes que escuchéis a mi mujer. Su red de información nos ha sido siempre útil -intervino Juan Gómez.

– ¿Qué proponéis, doña Cecilia? -preguntó Rodrigo de Quiroga, a quien le habíamos cauterizado dos heridas y estaba demacrado por el cansancio y la pérdida de sangre.

– Un hombre no puede cruzar las líneas enemigas…

– ¿Sugerís que mandemos una paloma mensajera? -interrumpió Villagra, burlón.

– Mujeres. No una sola, sino varias. Conozco a muchas mujeres quechuas en el valle, ellas llevarán la noticia de boca en boca al gobernador, más rápido que cien palomas volando -aseguró la princesa inca.

Como no había tiempo para largas discusiones, decidieron enviar el mensaje por dos vías, la que ofrecía Cecilia y un yanacona, ágil como liebre, quien intentaría cruzar el valle de noche y alcanzar a Valdivia. Lamento decir que ese fiel servidor fue sorprendido al amanecer y muerto de un mazazo. Mejor no pensar en su suerte si hubiese caído vivo en manos de Michimalonko. El cacique debía de estar enfurecido por el fracaso de sus huestes; no tendría cómo explicar a los indómitos mapuche del sur que un puñado de barbudos había atajado a ocho mil de sus guerreros. Mucho menos podía mencionar a una bruja que lanzaba cabezas de caciques por los aires como si fuesen melones. Le llamarían cobarde, lo peor que puede decirse de un guerrero, y su nombre no formaría parte de la épica tradición oral de las tribus, sino de burlas maliciosas. El sistema de Cecilia, sin embargo, sirvió para hacer llegar el mensaje al gobernador en el plazo de veintiséis horas. La noticia voló de un caserío a otro a lo largo y ancho del valle, atravesó bosques y montes y alcanzó a Valdivia, quien andaba de un lado a otro con sus hombres buscando en vano a Michimalonko, sin comprender aún que había sido engañado.

Después de que Rodrigo de Quiroga recorrió las ruinas de Santiago y le entregó a Monroy el cálculo de las pérdidas, vino a verme. En vez del basilisco demente que había depositado en la enfermería poco antes, me encontró más o menos limpia y tan cuerda como siempre, atendiendo a los muchos heridos.

– Doña Inés… gracias al Altísimo… -murmuró a punto de echarse a llorar de extenuación.

– Quitaos la armadura, don Rodrigo, para que os curemos -repliqué.

– Pensé que… ¡Dios mío! Vos salvasteis la ciudad, doña Inés. Vos pusisteis en fuga a los salvajes…

– No digáis eso, porque es injusto con estos hombres, que combatieron como valientes, y con las mujeres que los secundaron.

– Las cabezas… dicen que las cabezas cayeron todas mirando hacia los indios y éstos creyeron que era un mal augurio, por eso retrocedieron.

– No sé de qué cabezas me habláis, don Rodrigo. Estáis muy confundido. ¡Catalina! ¡Ayúdalo a quitarse la armadura, mujer!

Durante esas horas pude pesar mis acciones. Trabajé sin pausa ni respiro durante la primera noche y la mañana siguiente atendiendo a los heridos y tratando de salvar lo posible de las casas quemadas, pero una parte de mi mente sostenía un constante diálogo con la Virgen, para pedirle que intercediera en mi favor por el crimen cometido, y con Pedro. Prefería no imaginar su reacción al ver la destrucción de Santiago y saber que ya no contaba con sus siete rehenes, estábamos a merced de los salvajes sin nada para negociar con ellos. ¿Cómo explicarle lo que había hecho, si yo misma no lo entendía? Decirle que había enloquecido y ni siquiera recordaba bien lo ocurrido era una excusa absurda; además, estaba avergonzada del espectáculo grotesco que di frente a sus capitanes y soldados. Por fin, a eso de las dos de la tarde del 12 de septiembre, me venció la fatiga y pude dormir unas horas tirada en el suelo junto a Baltasar, que había vuelto arrastrándose al amanecer, con las fauces ensangrentadas y una pata quebrada. Los tres días siguientes se me fueron en un soplo, trabajando con los demás para despejar escombros, apagar incendios y fortalecer la plaza, único sitio donde podríamos defendernos de otro ataque, que suponíamos inminente. Además, Catalina y yo escarbábamos los surcos quemados y las cenizas de los solares en busca de cualquier comestible para echar a la sopa. Una vez que dimos cuenta del caballo de Aguirre, nos quedó muy poco alimento; habíamos vuelto a los tiempos de la olla común, sólo que entonces ésta consistía en agua con yerbas y los tubérculos que pudiésemos desenterrar.