Con su habitual tenacidad y optimismo, que nunca aflojaron, el gobernador obligaba a la gente, agotada y enferma, a labrar la tierra, hacer adobes, construir el muro fortificado y el foso en tomo a la ciudad, entrenarse para la guerra y mil otras ocupaciones, porque sostenía que el ocio desmoraliza más que el hambre. Era cierto. Nadie habría sobrevivido al desaliento si hubiera tenido tiempo de pensar en su suerte, pero no lo había, ya que desde el amanecer hasta bien entrada la noche se trabajaba. Y si sobraban horas, rezábamos, que nunca está de más. Adobe a adobe creció un murallón de la altura de dos hombres en torno a Santiago; tabla a tabla surgieron la iglesia y las casas. Puntada a puntada las mujeres y yo zurcíamos los andrajos, que no se lavaban para que no se deshicieran en hilachas en el agua. Sólo usábamos ropa más o menos decente para ocasiones muy especiales, que también las había, no todo era lamento; celebrábamos las fiestas religiosas, las bodas, a veces un bautizo. Daba pena ver los rostros demacrados de la población, las cuencas hundidas, las manos convertidas en garras, el desaliento. Me adelgacé tanto, que cuando me tendía de espaldas en el lecho se me salían los huesos de las caderas, las costillas, las clavículas, podía palparme los órganos internos, apenas cubiertos por la piel. Me endurecí por fuera, el cuerpo se me secó, pero se me ablandó el corazón. Sentía un amor de madre por esa desventurada gente, soñaba que tenía los pechos llenos de leche para alimentarlos a todos. Llegó un día en que se me olvidó la hambruna, me acostumbré a esa sensación de vacío y liviandad que a veces me hacía alucinar. No se me aparecían cerdos asados con una manzana en la boca y una zanahoria en el culo, como les ocurría a ciertos soldados, que no hablaban de otra cosa, sino paisajes borrados por la niebla, donde paseaban los muertos. Se me ocurrió disimular la miseria esmerándome en la limpieza, en vista de que agua había en abundancia. Inicié una lucha contra piojos, pulgas y mugre, pero dio por resultado que empezaron a desaparecer ratones, cucarachas y otros bichos que servían para la sopa; entonces dejamos de enjabonar y fregar.
El hambre es cosa rara, acaba con la energía, nos hace lentos y tristes, pero despeja la mente y azuza la lujuria. Los hombres, patéticos esqueletos casi desnudos, seguían persiguiendo a las mujeres, y ellas, famélicas, quedaban preñadas. En medio de la hambruna nacieron algunos infantes en la colonia, aunque la mayoría no sobrevivió. De los que teníamos al principio, murieron varios en esos dos inviernos y los demás tenían los huesos al aire, vientres hinchados y ojos de anciano. Preparar la magra sopa común para españoles e indios llegó a ser un desafío mucho mayor que el de los sorpresivos ataques de Michimalonko. En grandes calderos hervíamos agua con las yerbas disponibles en el valle -romero, laurel, boldo, maitén- y luego agregábamos lo que hubiese: unos puñados de maíz o frijoles de nuestras reservas, que disminuían muy rápido, papas o tubérculos del bosque, pasto de cualquier clase, raíces, ratones, lagartijas, grillos, gusanos. Por orden de Juan Gómez, alguacil de nuestra diminuta ciudad, yo disponía de dos soldados armados de día y de noche para evitar que se robaran lo poco que teníamos en la bodega y la cocina, pero igual desaparecían puñados de maíz o unas papas. Me quedaba muda ante esas raterías de lástima, porque Gómez habría tenido que azotar a los criados en castigo y eso sólo habría empeorado nuestra situación. Había bastante sufrimiento, no podíamos agregar más. Engañábamos el estómago con tisanas de menta, tilo y matico. Si morían animales domésticos, se utilizaba el cadáver completo: con la piel nos cubríamos, la grasa se empleaba en bujías, hacíamos charqui con la carne, las vísceras se destinaban al guiso y las pezuñas a herramientas. Los huesos servían para dar sabor a la sopa y se hervían una y otra vez, hasta que se disolvían en el caldo, como ceniza. Hervíamos pedazos de cuero seco para que los chuparan los niños, engañando así el hambre. Los cachorros que nacieron ese año fueron a dar a la olla apenas se destetaron, porque no podíamos alimentar más perros, pero hicimos lo posible por mantener vivos a los demás, ya que eran la primera línea de ataque contra los indígenas, por eso se salvó mi fiel Baltasar.
Felipe tenía una puntería natural, donde ponía el ojo ponía la flecha, y siempre estaba dispuesto a salir de caza. El herrero le hizo flechas con puntas de hierro, más efectivas que sus piedras afiladas, y el chico regresaba de sus excursiones con liebres y pájaros, a veces incluso con un gato de montaña. Era el único que se atrevía a salir solo por los alrededores, mimetizado con el bosque, invisible para el enemigo; los soldados andaban en grupos y así no podían cazar ni un elefante, en caso de que los hubiera en el Nuevo Mundo. De igual forma, desafiando el peligro, traía brazadas de pasto para los animales y gracias a él los caballos se mantenían de pie, aunque flacos.
Me avergüenza contarlo, pero sospecho que en ocasiones hubo canibalismo entre los yanaconas y también entre algunos de nuestros hombres desesperados, tal como trece años más tarde lo hubo entre los mapuche, cuando el hambre se extendió por el resto del territorio chileno. Los españoles se sirvieron de eso para justificar la necesidad de someterlos, civilizarlos y cristianizarlos, ya que no existía mayor prueba de barbarie que el canibalismo; pero los mapuche nunca habían caído en eso antes de nuestra llegada. En ciertos casos, muy raros, devoraban el corazón de un enemigo para adquirir su poder, pero era rito y no costumbre. La guerra de la Araucanía causó hambruna. Nadie podía cultivar el suelo, porque lo primero que hacían tanto indios como españoles era quemar las siembras y matar el ganado del otro bando, después vino una sequía y el chivalongo o tifus, que causó terrible mortandad. Para mayor castigo, cayó una plaga de ranas que infestaron el suelo con una baba pestilente. En esa época terrible, los españoles, que eran pocos, se alimentaban de lo que arrebataban a los mapuche, pero éstos, que eran miles y miles, vagaban desfallecientes por los campos yermos. La falta de alimento les indujo a comer la carne de sus semejantes. Dios ha de tener en cuenta que esa desdichada gente no lo hizo por pecar, sino por necesidad. Un cronista, que hizo las campañas del sur en 1555, escribió que los indios acudían a comprar cuartos de hombre como quien compra cuartos de llama. El hambre… quien no la ha sufrido no tiene derecho a pasar juicio. Me contó Rodrigo de Quiroga que en el infierno de la selva caliente de los Chunchos los indios devoraban a sus propios compañeros. Si la necesidad forzó a los españoles a participar en ese pecado, se abstuvo de mencionarlo. Catalina, sin embargo, me aseguró que los viracochas no son diferentes de cualquier otro mortal, algunos desenterraban a los muertos para asar los muslos y salían a cazar indios en el valle con el mismo fin. Cuando se lo dije a Pedro me hizo callar, temblando de indignación, pues le parecía imposible que un cristiano cometiera semejante infamia; entonces debí recordarle que, gracias a mí, él comía un poco mejor que los demás en la colonia, y por lo mismo debía callarse. Bastaba ver la alegría demente de quien lograba cazar una rata en la ribera del Mapocho para comprender que incluso el canibalismo podía suceder.