La nave nos trajo soldados, alimento, vino, armas, municiones, vestidos, enseres y animales domésticos, es decir, los tesoros con los que soñábamos. Lo más importante fue el contacto con el mundo civilizado; ya no estábamos solos en el último rincón del planeta. También llegaron a aumentar nuestra colonia cinco mujeres españolas, esposas o parientes de soldados. Por primera vez desde que salí del Cuzco pude compararme con otras mujeres de mi raza y comprobar cuánto había cambiado. Decidí dejar las botas y las ropas de hombre, eliminar las trenzas y hacerme un peinado más elegante, untarme la cara con la crema que me regaló Pedro y, en fin, cultivar las gracias femeninas que hacía años había descartado. Volvió el optimismo a henchir los corazones de nuestra gente, nos sentíamos capaces de enfrentar a Michimalonko y al mismo Diablo, si se presentaban en Santiago. Seguramente así lo percibió de lejos el taimado cacique, porque no volvió a atacar la ciudad, aunque fue necesario combatirlo a menudo en los alrededores y perseguirlo hasta sus pucaras. En cada uno de esos encuentros quedaba tal mortandad de indios, que cabía preguntarse de dónde salían más.
Valdivia hizo valer las encomiendas que me había asignado a mí y a algunos de sus capitanes. Mandó emisarios a rogar a los indígenas pacíficos que volvieran al valle, donde siempre habían vivido antes de nuestra llegada, y les prometió seguridad, tierra y comida a cambio de ayudarnos, ya que las haciendas sin almas eran tierra inútil. Muchos de esos indios, que escaparon por miedo a la guerra y al saqueo de los barbudos, volvieron. Gracias a eso empezamos a prosperar. El gobernador también convenció al curaca Vitacura que nos cediera indios quechuas, más eficaces para el trabajo pesado que los chilenos, y con nuevos yanaconas pudo explotar la mina de Marga-Marga y otras de que tuvo noticia. No había labor más sacrificada que la de las minas. Me tocó ver en ellas a centenares de hombres e igual número de mujeres, algunas preñadas, otras con críos atados a la espalda, sumergidos en agua fría hasta la cintura, lavando arena para sacar oro, desde el amanecer hasta la puesta de sol, expuestos a las enfermedades, el látigo de los capataces y los abusos de los soldados.
Hoy, al salir de la cama, me fallaron las fuerzas por primera vez en mi larga vida. Es extraño sentir que el cuerpo se acaba mientras la mente sigue inventando proyectos. Con ayuda de las criadas me vestí para ir a misa, como hago cada día, ya que me gusta saludar a Nuestra Señora del Socorro, ahora dueña de su propia iglesia y de una corona de oro con esmeraldas; hemos sido amigas por mucho tiempo. Procuro ir a la primera misa de la mañana, la de los pobres y de los soldados, porque a esa hora la luz en la iglesia parece venir directa del cielo. Entra el sol de la mañana por las altas ventanas y sus rayos resplandecientes cruzan la nave como lanzas, iluminando a los santos en sus nichos y a veces también a los espíritus que me rondan, ocultos tras los pilares. Es una hora quieta, propicia a la oración. Nada hay tan misterioso como el momento en que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. He asistido a ese milagro miles de veces durante mi vida, pero todavía me sorprende y conmueve como el día de mi Primera Comunión. No puedo evitarlo, siempre lloro al recibir la hostia. Mientras pueda moverme, seguiré yendo a la iglesia y no dejaré mis obligaciones: el hospital, los pobres, el convento de las agustinas, la construcción de las ermitas, la administración de mis encomiendas y esta crónica, que tal vez se alarga más de lo conveniente.
Todavía no me siento derrotada por la edad, aunque admito que me he puesto torpe y olvidadiza, ya no soy capaz de hacer bien lo que antes hacía sin pensarlo dos veces; las horas no me rinden. Sin embargo, no he abandonado la vieja disciplina de lavarme y vestirme con esmero; pretendo mantenerme vanidosa hasta el final, para que Rodrigo me encuentre limpia y elegante cuando nos reunamos al otro lado. Setenta años no me parece demasiada edad… Si mi corazón aguantara, podría vivir diez más, y en ese caso me desposaría de nuevo, porque se necesita amor para seguir viviendo. Estoy segura de que Rodrigo lo entendería, tal como haría yo a la inversa. Si él estuviese conmigo, gozaríamos juntos hasta el final de nuestra existencia, despacio y sin bulla. Rodrigo temía el momento en que ya no pudiéramos hacer el amor. Creo que temía más que nada hacer el ridículo, los hombres ponen mucho orgullo en ese asunto; pero hay muchas maneras de amarse, y yo habría inventado alguna para que, incluso ancianos, siguiéramos retozando como en los mejores tiempos. Echo de menos sus manos, su olor, sus anchas espaldas, su cabello suave en la nuca, el roce de su barba, el soplo de su aliento en mis orejas cuando estábamos juntos en la oscuridad. Es tanta la necesidad de estrecharlo, de yacer con él, que a veces no puedo contener un grito ahogado. ¿Dónde estás, Rodrigo? ¡Qué falta me haces!
Esta mañana me vestí y salí a la calle, a pesar de que sentía fatiga en los huesos y el corazón, porque es martes y me toca ir donde Marina Ortiz de Gaete. Me llevan los criados en silla de manos porque vive cerca y no vale la pena sacar el coche; la ostentación es muy mal vista en este reino, y me temo que el coche que me regaló Rodrigo peca de vistoso. Marina tiene algunos años menos que yo, pero comparada con ella me siento un pimpollo; se ha convertido en una beata escrupulosa y fea, y que Dios me perdone la mala lengua. «Poned un centinela en vuestros labios, madre», me aconsejas, Isabel, riéndote, cuando me oyes hablar así, aunque sospecho que te divierten mis disparates; además, hija, me he ganado el derecho a decir lo que otros no se atreven. Las arrugas y melindres de Marina me producen cierta satisfacción, pero lucho contra este cicatero sentimiento porque no deseo pasar más días de los necesarios en el purgatorio. Nunca me ha gustado la gente achacosa y débil de carácter, como Marina. Me da lástima, porque hasta los parientes que trajo consigo de España, y ahora son prósperos vecinos de Santiago, la olvidaron. No los culpo demasiado, porque esta buena señora es muy aburrida. Por lo menos no vive en la pobreza, tiene una viudez digna, aunque eso no compensa su mala suerte de esposa abandonada. Cómo estará de sola esa desventurada mujer, que espera mis visitas con ansiedad y si me atraso la encuentro lloriqueando. Bebemos tazas de chocolate mientras disimulo los bostezos y hablamos de lo único que tenemos en común: Pedro de Valdivia.