Santiago fue declarada capital del reino. Había mas población y más seguridad; los indios de Michimalonko se mantenían a la distancia. Eso nos permita, entre otras ventajas, organizar paseos, almuerzos campestres y partidas de caza en las riberas del Mapocho, que antes eran tierra vedada. Designamos días de fiesta para honrar a los santos y otros para divertirnos con música, y en ellos participaban por igual españoles, indios, negros y mestizos. Había peleas de gallos, corridas de perros, juegos de bocha y pelota. Pedro de Valdivia, jugador entusiasta, siguió con la costumbre de organizar partidas de cartas en nuestra casa, sólo que entonces se apostaban ilusiones. Nadie tenía un maravedí, pero las deudas se anotaban en un libro con meticulosidad de usurero, aun a sabiendas que jamás se cobrarían.
Una vez que se estableció el correo con el Perú y España, pudimos mandar y recibir cartas, que demoraban sólo uno o dos años en llegar a destino. Pedro comenzó a escribir largas misivas al emperador Carlos V contándole de Chile, de las necesidades que pasábamos, de sus gastos y deudas, de su forma de hacer justicia, de cómo, muy a su pesar, morían muchos indios y faltaban almas para el trabajo de las minas y la tierra. De paso le pedía prebendas, ya que a los soberanos cabe otorgarlas, pero sus justas demandas quedaban sin respuesta. Quería soldados, gente, barcos, confirmación de su autoridad, reconocimiento de sus trabajos. Me leía las cartas con vozarrón de mando, paseándose por la sala, inflado el pecho de vanidad, y yo nada decía; cómo iba a opinar sobre su correspondencia con el monarca más poderoso de la Tierra, el sacratísimo e invictísimo césar, como Valdivia lo llamaba. Pero empecé a darme cuenta de que mi amante había cambiado, el poder se le subía a la cabeza, se había puesto muy soberbio. En las cartas se refería a fabulosas minas de oro, más fantasía que realidad. Eran el señuelo para tentar a los españoles a que vinieran a poblar, porque sólo él y Rodrigo de Quiroga comprendían que la verdadera riqueza de Chile no es el oro y la plata, sino su clima benigno y su tierra fecunda, que invita a quedarse; los demás colonos todavía acariciaban la idea de enriquecerse apurados y volver a España.
Para asegurar el tránsito expedito al Perú, Valdivia mandó fundar una ciudad al norte, La Serena, y un puerto cerca de Santiago, Valparaíso, y luego volvió los ojos hacia el río Bío-Bío con ánimo de domar a los mapuche. Felipe me explicó que ese río es sagrado, porque ordena el flujo natural de las aguas, tranquiliza con su frescura la ira de los volcanes y a su paso crecen desde los más fornidos árboles hasta los más secretos hongos, invisibles, transparentes. De acuerdo con los documentos que Pizarro le diera a Valdivia, su gobernación lindaba con el estrecho de Magallanes, pero nadie sabía con certeza a qué distancia quedaba el famoso canal que unía el océano de oriente con el de occidente. En esos días llegó un barco enviado del Perú al mando de un joven capitán italiano de apellido Pastene, a quien Valdivia dio el rumboso título de almirante y mandó a explorar el sur. Bordeando la costa, Pastene vislumbró maravillosos paisajes de bosque profundo, archipiélagos y glaciares, pero no encontró el estrecho, que por lo visto queda mucho más al sur de lo supuesto. Entretanto, llegaban muy malas noticias del Perú, donde la situación política se había tornado desastrosa; salían de una guerra civil para caer en otra. Gonzalo Pizarro, uno de los hermanos del fallecido marqués, se había tomado el poder en abierta rebelión contra nuestro rey, y eran tales la corrupción, las traiciones y los perjuicios en el virreinato, que finalmente el emperador Carlos V mandó a La Gasca, un fraile empecinado, a poner orden. No gastaré tinta tratando de explicar los líos en la Ciudad de los Reyes por aquel entonces, porque ni yo misma los entiendo, pero menciono a La Gasca porque ese clérigo con la cara picada de viruela tomó una decisión que habría de cambiar mi destino.
Pedro hervía de impaciencia no sólo por conquistar más del territorio chileno, que los mapuche defendían a muerte, sino por participar en los acontecimientos del Perú y ponerse en contacto con la civilización. Llevaba ocho años alejado de los centros de poder y secretamente deseaba viajar al norte para reencontrarse con otros militares, hacer negocios, comprar, lucirse con la conquista de Chile y poner su espada al servicio del rey contra el insubordinado Gonzalo Pizarro. ¿Estaba cansado de mí? Tal vez, pero entonces no lo sospeché, me sentía segura de su amor, que para mí era tan natural como el agua de la lluvia. Si lo percibí inquieto, supuse que se fastidiaba un poco con la vida sedentaria, ya que la excitación de los primeros tiempos en Santiago, que nos mantenía con la espada en la mano de día y de noche, había dado paso a una existencia más ociosa y cómoda.
– Necesitamos soldados para la guerra en el sur y familias para poblar el resto del territorio, pero el Perú ignora a mis emisarios -me comentó Pedro una noche, ocultando sus verdaderas razones.
– ¿Pretendes ir tú mismo, acaso? Te advierto que si te vas por un solo día, aquí quedará el descalabro. Ya sabes en qué anda tu amigo De la Hoz -dije por decir, puesto que, sin saberlo yo, él ya había tomado una decisión.
– Dejaré a Villagra en mi lugar, tiene mano dura.
– ¿Cómo piensas tentar a la gente en el Perú para que venga a Chile? No todos son idealistas como tú, Pedro. Los hombres acuden donde hay riqueza, no sólo gloria.
– Veré la forma de hacerlo.
La idea fue suya, yo nada tuve que ver en ella. Pedro anunció con bombo y platillo que enviaría la nave de Pastene al Perú, y aquellos que desearan partir y llevarse su oro, podían hacerlo. Esto causó un entusiasmo delirante, no se habló de otra cosa en Santiago por semanas. ¡Irse! ¡Volver a España con dinero! Ése era el sueño de cada hombre que salía del viejo continente hacia las Indias: regresar rico. Sin embargo, cuando llegó el momento de inscribir a los viajeros, sólo dieciséis colonos decidieron aprovechar la oportunidad, vendieron sus propiedades a vil precio, embalaron sus pertenencias, juntaron su oro y se dispusieron a partir. Entre los viajeros que iban en la caravana al puerto se contaba mi mentor, González de Marmolejo, quien ya tenía más de sesenta años y de algún modo se las había ingeniado para enriquecerse en serio al servicio de Dios. También iba la señora Díaz, una «dama» española llegada a Chile un par de años antes en uno de los barcos. De dama poco tenía, sabíamos que era varón vestido de mujer. «Bolitas y piripicho está teniendo la doña entre las piernas, pues», me contó Catalina. «¡Las cosas que se te ocurren! ¿Por qué un hombre iba a vestirse de mujer?», le pregunté. «Pues para qué va a ser, señoray, para estar sacando dinerito de otros hombres no más…», me explicó. Basta de chismes.
El día señalado, los viajeros subieron al barco y acomodaron sus baúles cerrados a machote en las cabinas que les asignaron, con el oro adentro, a buen resguardo. En eso aparecieron en la playa Valdivia y otros capitanes, acompañados por numerosos criados, a ofrecerles una comida de despedida, deliciosos pescados y mariscos recién sacados del mar, regados con vinos de la bodega personal del gobernador. Pusieron toldos de lona sobre la arena, almorzaron como príncipes y lloriquearon un poco con los emotivos discursos, sobre todo la dama del piripicho, que era muy sentimental y remilgada. Valdivia insistió en que los colonos dejaran constancia del oro que llevaban, para evitar problemas posteriores, sabia medida que contó con la aprobación general. Mientras el secretario anotaba cuidadosamente en su libro las cifras que los viajeros le daban, Valdivia se trepó al único bote disponible y cinco vigorosos marineros lo condujeron al barco, donde lo esperaban varios de sus más leales capitanes, con quienes pensaba ponerse al servicio de la causa del rey en el Perú. Al darse cuenta de la burla, los incautos vecinos quedaron aullando de ira y algunos se lanzaron a nado en persecución del bote, pero el único que lo alcanzó recibió un golpe de remo que casi lo desnuca. Puedo imaginar la desolación de los esquilmados al ver la nave inflar las velas y enfilar hacia el norte, llevándose sus posesiones terrenales.