– Fundar una ciudad en este punto. Tiene todas las ventajas: una bahía sana, un río ancho, madera, pesquería.
– Y miles de salvajes también -apuntó Alderete.
– Primero construiremos un fuerte. Pondremos a todos, menos los heridos y centinelas, a cortar árboles y construir barracones y una muralla con foso, como es debido. Veremos si estos bárbaros se atreven con nosotros.
Se atrevieron, por supuesto. Apenas los españoles terminaron de construir la muralla, Lautaro se presentó con un ejército tan enorme, que los aterrados centinelas calcularon en cien mil hombres. «No son ni la mitad y podemos con ellos. ¡Santiago y cierra España!», arengó Valdivia a su gente; estaba impresionado ante la audacia y la actitud del enemigo, más que por su número. Los mapuche marchaban con perfecta disciplina, en cuatro divisiones al mando de sus toquis de guerra. El chivateo terrible con que asustaban al enemigo estaba ahora reforzado por flautas hechas con los huesos de los españoles caídos en la batalla anterior.
– No podrán atravesar el foso y la muralla. Vamos a detenerlos con los arcabuceros -sugirió Alderete.
– Si nos encerráramos en el fuerte, podrían sitiarnos hasta matarnos de hambre -explicó Valdivia.
– ¿Sitiarnos? No creo que se les ocurra, no es una táctica que conozcan los salvajes.
– Me temo que han aprendido mucho de nosotros. Debemos ir a su encuentro.
– Son demasiado numerosos, no podremos con ellos.
– Podremos con el favor de Dios -replicó Valdivia.
Ordenó que Jerónimo de Alderete saliera con cincuenta jinetes para enfrentar al primer escuadrón mapuche, que avanzaba a paso firme hacia la puerta, a pesar de la primera descarga de pólvora, que dejó a muchos tendidos. El capitán y sus soldados se dispusieron a obedecerle sin chistar, aunque estaban convencidos de que iban a una muerte segura. Valdivia se despidió de su amigo con un abrazo emocionado. Se conocían desde hacía muchos años y juntos habían sobrevivido a incontables peligros.
Existen los milagros, sin duda. Ese día ocurrió un milagro, no hay otra explicación, así lo repetirán por los siglos de los siglos los descendientes de los españoles que presenciaron el hecho, y seguramente también los mapuche en las generaciones venideras.
Jerónimo de Alderete se puso a la cabeza de sus cincuenta jinetes formados y a una señal suya abrieron las puertas de par en par. El monstruoso chivateo de los indígenas recibió a la caballería, que salió al galope. En pocos minutos una masa inmensa de guerreros rodeó a los españoles y Alderete comprendió al instante que continuar sería un acto suicida. Dio orden a sus hombres de reagruparse, pero las boleadoras impuestas por Lautaro se enredaban en las patas de los animales y les impedían maniobrar. Desde la muralla, los arcabuceros mandaron la segunda andanada de tiros, que no logró desanimar el avance de los asaltantes. Valdivia se dispuso a salir para reforzar a la caballería, aunque eso significaba dejar el fuerte indefenso frente a las otras tres divisiones indígenas que lo rodeaban, pues no podía permitir que acabaran con cincuenta de sus hombres sin prestarles auxilio. Por primera vez en su carrera militar temió haber cometido un error táctico irreparable. El héroe del Perú, que poco antes había derrotado magistralmente al ejército de Gonzalo Pizarro, estaba confundido ante esos salvajes. El griterío era horroroso, las órdenes no se escuchaban y en la confusión uno de los jinetes españoles cayó muerto por un tiro de arcabuz que dio en el blanco equivocado. De pronto, cuando los mapuche del primer escuadrón tenían el terreno ganado, empezaron a retroceder en tropel, seguidos casi de inmediato por las otras tres divisiones. En pocos minutos los atacantes abandonaron el campo y huyeron a los bosques como liebres.
Sorprendidos, los españoles no supieron qué diablos sucedía y temieron que fuese una nueva táctica del enemigo, ya que no había otra explicación para tan súbita retirada que dio por terminada la batalla que apenas comenzaba. Valdivia hizo aquello que le dictaba su experiencia de soldado: ordenó perseguirlos. Así se lo describió al rey en una de sus cartas: «Y apenas habían llegado los de a caballo, cuando los indios nos dieron las espaldas, y los otros tres escuadrones hicieron lo mismo. Se mataron hasta mil quinientos o dos mil indios, se lancearon otros muchos y prendimos algunos».
Aseguran quienes se hallaban presentes que el milagro fue visible para todos, que una figura angélica, brillante como el relámpago, descendió sobre el campo, alumbrando el día con una luz sobrenatural. Unos creyeron reconocer al apóstol Santiago en persona, cabalgando sobre un corcel blanco, quien enfrentó a los salvajes, les endilgó un elocuente sermón y les ordenó rendirse ante los cristianos. Otros percibieron la figura de Nuestra Señora del Socorro, una dama hermosísima vestida de oro y plata, flotando en las alturas. Los indios prisioneros confesaron haber visto una llamarada que trazó un amplio arco en el firmamento y explotó con estruendo, dejando en el aire una cola de estrellas. En los años posteriores los bachilleres han ofrecido otras versiones, dicen que fue un bólido celestial, algo así como una enorme roca desprendida del Sol y que cayó sobre la Tierra. Nunca he visto uno de esos bólidos, pero me maravilla que tengan forma de apóstol o de Virgen y que ése cayera justo a la hora y en el lugar apropiado para favorecer a los españoles. Milagro o bólido, no lo sé, pero el hecho concreto es que los indios huyeron despavoridos y los cristianos quedaron dueños del campo, celebrando una inmerecida victoria.
Según las noticias que llegaron a Santiago, Valdivia tomó alrededor de trescientos prisioneros -aunque él, ante el rey, admitió sólo doscientos- y mandó darles castigo: les cortaron la mano derecha de un hachazo y la nariz a cuchillo. Mientras unos soldados forzaban a los prisioneros a colocar el brazo sobre un tronco, para que los verdugos negros descargaran el filo del hacha, otros cauterizaban los muñones sumergiéndolos en sebo hirviente, así las víctimas no se desangraban y podían llevar el escarmiento a su tribu. Más allá, unos terceros mutilaban las caras de los infelices mapuche. Se llenaron canastos de manos y narices y la sangre empapaba la tierra. En su carta al rey, dijo Valdivia que, una vez se había hecho justicia, juntó a los cautivos y les habló, porque había entre ellos algunos caciques e indios principales. Declaró que «hacía aquello porque les había enviado a llamar muchas veces con requerimientos de paz y ellos no cumplieron». De modo que los torturados debieron soportar además una arenga en castellano. Los que aún eran capaces de tenerse en pie se alejaron trastabillando hacia el bosque para ir a enseñar sus muñones a sus compañeros. Muchos amputados caían desmayados, pero luego volvían a levantarse y se iban también, llenos de odio, sin dar a sus victimarios el placer de verlos suplicar o gemir de dolor. Cuando los verdugos ya no pudieron levantar las hachas y los cuchillos de cansancio y náusea, los soldados debieron reemplazarlos. Tiraron al río los canastos de manos y narices, que se fueron flotando hacia el mar, llevados por la corriente ensangrentada.
Cuando supe de lo ocurrido le pregunté a Rodrigo cuál había sido el propósito de aquella carnicería, que a mi juicio traería horribles consecuencias, porque después de un hecho así no podíamos esperar misericordia de los mapuche, sino la peor venganza. Rodrigo me explicó que a veces estas acciones son necesarias para atemorizar al enemigo.
– ¿También tú habrías hecho algo semejante? -quise saber.
– Creo que no, Inés, pero yo no estaba allí y no puedo juzgar las decisiones del capitán general.
– Estuve con Pedro en las buenas y en las malas durante diez años, Rodrigo, y esto no calza con la persona que conozco. Pedro ha cambiado mucho y, déjame decirte, me alegro de que ya no esté en mi vida.
– La guerra es la guerra. Ruego a Dios que termine pronto y podamos fundar esta nación en paz.
– Si la guerra es la guerra, también podemos justificar las matanzas de Francisco de Aguirre en el norte -le dije.