Pedro de Valdivia hizo su entrada triunfal en Santiago bajo arcos de ramas y flores, ovacionado por el cabildo y la población en masa. Rodrigo de Quiroga, sus capitanes y soldados, con armaduras bruñidas y yelmos empenachados, formaron en la plaza de Armas. María de Encio, en la puerta de la casa que antes fuera mía, aguardaba a su amo retorciéndose en risitas coquetas y remilgos. ¡Qué mujer tan odiosa! Yo me abstuve de aparecer, observé el espectáculo de lejos, atisbando por una ventana. Me pareció que a Pedro le habían caído de súbito los años encima, estaba más pesado y se movía con solemnidad, no sé si por arrogancia, gordura o fatiga del viaje.
Esa noche el gobernador descansó en brazos de sus dos mancebas, supongo, y al día siguiente se puso a trabajar con el ahínco que le era propio. Recibió el informe completo y detallado del estado de la colonia y la ciudad por parte de Rodrigo, revisó las cuentas del tesorero, escuchó los reclamos del cabildo, atendió uno por uno a los vecinos que llegaron con peticiones o en busca de justicia. Se había transformado en un hombre pomposo, impaciente, altanero y tiránico, no soportaba la menor contradicción sin estallar en amenazas. Ya no pedía consejo ni compartía sus decisiones, actuaba como un soberano. Llevaba demasiado tiempo en guerra, se había acostumbrado a ser obedecido sin chistar por la tropa. Parece que así trataba también a sus capitanes y amigos, pero fue amable con Rodrigo de Quiroga; seguramente adivinó que éste no soportaría una falta de respeto. Según Cecilia, a quien nada escapaba, sus concubinas y la servidumbre le tenían terror, porque en ellas descargaba Valdivia sus frustraciones, desde el dolor de huesos hasta el silencio obstinado del rey, quien no respondía a sus cartas.
El banquete en honor al gobernador fue uno de los más espectaculares que me ha tocado ofrecer en mi larga vida. Nada más que hacer la lista de comensales fue una tarea, porque no podíamos incluir a los quinientos vecinos de la capital con sus familias. Muchas personas principales se quedaron esperando la esquela de invitación. Santiago hervía de comentarios, todos querían acudir a la fiesta, me llegaban regalos inesperados y profusos mensajes de amistad de personas que el día anterior apenas me miraban, pero debimos limitar la lista a los antiguos capitanes que llegaron con nosotros a Chile en 1540, los funcionarios reales y del cabildo. Trajimos indios auxiliares de las chacras y los vestimos con impecables uniformes, pero no pudimos ponerles calzado porque no lo soportaban. Alumbramos con centenares de bujías, lámparas de sebo y antorchas con resina de pino, que perfumaban el aire. La casa lucía espléndida, llena de flores, grandes fuentes con frutas de la estación y jaulas de pájaros. Servimos vino peruano de buena cepa y un vino chileno, que Rodrigo y yo empezábamos a producir. Sentamos a treinta invitados en la mesa principal y a cien mas en otras salas y en los patios. Decidí que esa noche las mujeres se sentarían a la mesa con los hombres, como había oído que se hace en Francia, en vez de que lo hicieran en cojines en el suelo, como en España. Sacrificamos cochinillos y corderos, para ofrecer una variedad de platos, además de aves rellenas y pescados de la costa, que trajimos vivos en agua de mar. Había una mesa sólo para los postres, tortas, hojaldres, merengues, yemas quemadas, dulce de leche, fruta. La brisa paseaba por la ciudad los olores del banquete, ajo, carne asada, caramelo. Los invitados acudieron con sus mejores galas, rara vez había ocasión de sacar los trapos de lujo del fondo de los baúles. La mujer más bella de la fiesta fue Cecilia, por supuesto, con un vestido azulino ceñido por un cinturón de oro y adornada con sus joyas de princesa inca. Trajo a un negrito, que se instaló detrás de su silla a abanicarla con un plumero, finísimo detalle que nos dejó a todos los demás, gente ruda, atónitos. Valdivia apareció con María de Encio, quien no se veía mal, debo reconocerlo, pero no trajo a la otra porque presentarse con dos concubinas habría sido un bofetón a la cara de nuestra pequeña pero orgullosa sociedad. Me besó la mano y me halagó con las galanterías propias de estos casos. Me pareció percibir en su mirada una mezcla de tristeza y celos, pero pueden ser ideas mías. Cuando nos sentamos a la mesa, levantó su copa para brindar por Rodrigo y por mí, sus anfitriones, e hizo un sentido discurso comparando la dura época de la hambruna en Santiago, sólo diez años antes, con la abundancia actual.
– En este banquete imperial, bella doña Inés, sólo falta una cosa… -concluyó, con la copa en alto y los ojos húmedos.
– No me diga más, vuestra merced -contesté.
En ese momento entraste tú, Isabel, vestida de organdí y coronada de cintas y flores, con una fuente de plata, cubierta por una servilleta de lino blanco, que contenía una empanada para el gobernador. Un aplauso cerrado celebró la ocurrencia, porque todos recordaban los tiempos de las vacas flacas, cuando hacíamos empanadas de lo que hubiese a mano, incluso de lagartijas.
Después de la cena hubo baile, pero Valdivia, quien fuera un ágil bailarín, con buen oído y gracia natural, no participó, pretextando dolor de huesos. Una vez que los invitados se fueron y los criados terminaron de repartir los restos del banquete entre los pobres, que acudieron a oír la fiesta desde la plaza de Armas, cerrar la casa y apagar las bujías, Rodrigo y yo caímos extenuados a la cama. Apoyé la cabeza en su pecho, como siempre, y me dormí sin sueños durante seis horas, que para mí, siempre insomne, es una eternidad.
El gobernador se quedó en Santiago tres meses. En ese tiempo tomó una decisión que seguramente había pensado mucho: mandó a Jerónimo de Alderete a España a entregar sesenta mil pesos de oro al rey, el quinto correspondiente a la Corona, suma ridícula si se compara con los galeones cargados de ese metal que salían del Perú. Llevaba cartas para el monarca con varias peticiones, entre otras, que le otorgara un marquesado y la Orden de Santiago. También en eso Valdivia había cambiado, ya no era el hombre que se jactaba de despreciar títulos y honores. Además, él, a quien antes repugnaba la esclavitud, solicitaba permiso para encargar dos mil esclavos negros sin pagar impuesto. La segunda parte de la misión de Alderete consistía en visitar a Marina Ortiz de Gaete, quien todavía vivía en el modesto solar de Castuera, darle dinero e invitarla a venir a Chile a ocupar el rango de gobernadora junto a su marido, a quien no había visto durante diecisiete años. Me encantaría saber cómo recibieron esta noticia María y Juana. Lamento que Jerónimo de Alderete no pudiese traer la respuesta positiva del rey. Su ausencia duró casi tres años, según recuerdo, debido a las demoras de navegar por el océano y porque el emperador no era hombre de andar con prisas. A su regreso, cuando cruzaba el istmo de Panamá, el capitán agarró una pestilencia tropical que lo despachó a mejor vida. Era muy buen soldado y leal amigo este Jerónimo de Alderete, espero que la Historia le reserve el sitial que merece. Entretanto, Pedro de Valdivia murió sin enterarse de que por fin había obtenido las prebendas solicitadas.
Al recibir la invitación de su marido para viajar a ese reino, que ella imaginaba como Venecia, vaya una a saber por qué, y los siete mil quinientos pesos de oro para sus gastos, Marina Ortiz de Gaete se compró un trono dorado, un ajuar imperial y se hizo acompañar por un impresionante séquito que incluía a varios miembros de su familia. La pobre mujer llegó a Chile convertida en viuda; aquí descubrió que Pedro la había dejado arruinada y, para colmo de males, antes de seis meses todos sus sobrinos, a quienes adoraba, murieron en la guerra con los indios. No puedo menos que compadecerla.