El choque de los hierros y las macanas duró menos de media hora, los mapuche parecían desanimados, se batían sin la ferocidad de la mañana y antes de lo esperado se retiraron a la llamada de sus cultrunes. Gómez esperó que acudiera la segunda oleada de relevo, como en la mañana, pero no ocurrió y, confundido, ordenó el regreso al fuerte. No había perdido a ninguno de sus hombres. Durante esa noche y el día siguiente, los españoles aguardaron el ataque del enemigo sin dormir, metidos en las armaduras y empuñando sus armas sin que éste diese señales de vida, hasta que por fin se convencieron de que no volverían y, de rodillas en el patio, dieron gracias al apóstol por tan extraña victoria. Los habían derrotado sin saber cómo. Juan Gómez calculó que no podían permanecer incomunicados dentro del fuerte esperando en ascuas el horrible chivateo que anunciaba el regreso de los mapuche. La mejor alternativa era aprovechar la noche, durante la cual los indígenas rara vez actuaban, por temor a los espíritus malignos, para enviar un par de veloces emisarios a Pedro de Valdivia anunciando el inexplicable triunfo pero advirtiéndole de que estaban ante una rebelión total de las tribus y que, si no la aplastaban de inmediato, podrían perder todo el territorio al sur del Bío-Bío. Los emisarios galoparon lo más deprisa que permitían la espesura y la oscuridad, temerosos de que los indios les cayeran encima en cualquier recodo, pero eso no ocurrió; pudieron viajar sin inconvenientes y llegar a su destino al amanecer. Les pareció que durante el trayecto los mapuche les vigilaban escondidos entre los helechos, pero, como no los atacaron, lo atribuyeron a sus propios nervios exaltados. No podían imaginar que Lautaro deseaba que Valdivia recibiera el mensaje y que por eso los dejó pasar, tal como hizo con los mensajeros que llevaban la carta de respuesta del gobernador, en la que indicaba a Gómez que se reuniera con él en las ruinas del fuerte Tucapel el día de Navidad. Así lo había planeado cuidadosamente el ñidoltoqui, quien se enteró, por los espías que tenía en todas partes, del contenido de la carta y sonrió complacido; ya tenía a Valdivia donde quería. Mandó a un escuadrón a sitiar el fuerte de Purén, para encerrar a Juan Gómez e impedir que cumpliera las instrucciones recibidas, mientras él terminaba de cerrar la trampa para el Taita en Tucapel.
Valdivia había pasado los perezosos meses de invierno en Concepción, viendo llover y entretenido con juegos de cartas, bien cuidado por Juana Jiménez. Tenía cincuenta y tres años, pero la cojera y el exceso de peso lo habían envejecido antes de tiempo. Era hábil con los naipes y le acompañaba la suerte en el juego, ganaba casi siempre. Los envidiosos aseguraban que al oro de las minas se sumaba el que arrebataba a otros jugadores y el conjunto iba a dar a esos baúles misteriosos de Juana, que no se han encontrado hasta hoy. La primavera ya había estallado en brotes y pájaros, cuando llegaron las confusas noticias de una sublevación indígena que a él le pareció una exageración. Más por cumplir con su deber que por convencimiento, juntó unos cincuenta soldados y partió de mala gana a reunirse con Juan Gómez en Tucapel, dispuesto a aplastar a los atrevidos mapuche, como había hecho antes.
Hizo el viaje de quince leguas, con su medio centenar de jinetes y mil quinientos yanaconas, a paso lento, pues debía adaptarse al de los cargadores. A poco andar se le espantó la pereza con que había iniciado la marcha, porque su instinto de soldado le advirtió del peligro. Se sentía observado por ojos ocultos en la espesura. Llevaba mas de un año pensando en su propia muerte y tuvo el presentimiento de que podría ocurrirle pronto, pero no quiso inquietar a sus hombres con la sospecha de que eran espiados. Por precaución mandó adelantarse a un grupo de cinco soldados para que tantearan la ruta y siguió cabalgando al paso, mientras procuraba calmar los nervios con la brisa tibia y el intenso aroma de los pinos. Como al cabo de un par de horas los cinco enviados no regresaron, su premonición se agudizó. Una legua más adelante un jinete señaló con una exclamación de horror algo que colgaba de una rama. Era un brazo, todavía dentro de la manga del jubón. Valdivia ordenó proseguir con las armas prontas. Unas varas más lejos vieron una pierna con la bota puesta, también suspendida de un árbol, y más allá otros trofeos, piernas, brazos y cabezas, sangrientos frutos del bosque. «¡A vengarlos!», gritaban los furiosos soldados, dispuestos a lanzarse al galope en busca de los asesinos, pero Valdivia los obligó a mascar el freno. Lo peor que podían hacer era separarse, debían permanecer juntos hasta Tucapel, decidió.
El fuerte quedaba en la cima de una colina despejada, porque los españoles habían cortado los árboles para construirlo, pero la base del cerro estaba rodeada de vegetación. Desde arriba se podía ver un río copioso. La caballería ascendió por la colina y llegó antes a las ruinas envueltas en humo, seguida por las lentas filas de yanaconas con los pertrechos. De acuerdo con las instrucciones recibidas de Lautaro, los mapuche aguardaron hasta que el último hombre llegó arriba para anunciarse con el sonido escalofriante de las flautas de huesos humanos.
El gobernador, quien apenas tuvo tiempo de descender del caballo, se asomó entre los troncos quemados de la muralla y vio a los guerreros formados en escuadrones compactos, protegidos por escudos y con las lanzas en tierra. Los toquis de guerra estaban al frente, protegidos por una guardia formada por los mejores hombres. Asombrado, pensó que los bárbaros habían descubierto por instinto la forma de luchar de los antiguos ejércitos romanos, la misma que empleaban los tercios españoles. El cabecilla no podía ser otro que ese toqui del cual tanto había oído durante el invierno: Lautaro. Sintió que lo sacudía una oleada de ira y se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado de sudor. «¡Le daré la muerte más atroz a ese maldito!», exclamó.
Una muerte atroz. Hay tantas de ésas en nuestro reino, que nos pesarán para siempre en la conciencia. Debo hacer una pausa para explicar que Valdivia no pudo cumplir su amenaza contra Lautaro, quien murió luchando junto a Guacolda unos años más tarde. En corto tiempo este genio militar sembró el pánico en las ciudades españolas del sur, que debieron ser evacuadas, y logró llegar con sus huestes a las cercanías de Santiago. Para entonces la población mapuche estaba diezmada por el hambre y la peste, pero Lautaro seguía luchando con un pequeño ejército, muy disciplinado, que incluía a mujeres y niños. Dirigió la guerra con magistral astucia y soberbio coraje durante muy pocos años, pero suficientes para inflamar la insurrección mapuche que dura hasta ahora. Según me decía Rodrigo de Quiroga, muy pocos generales de la historia universal pueden compararse a este joven, que convirtió a un montón de tribus desnudas en el ejército más temible de América. Después de su muerte lo reemplazó el toqui Caupolicán, tan valiente como él pero menos sagaz, quien fue hecho prisionero y condenado a morir empalado. Aseguran que cuando su mujer, Fresia, lo vio arrastrado en cadenas, le lanzó a los pies a su hijo de pocos meses y exclamó que no quería amamantar al vástago de un vencido. Pero esta historia parece otra leyenda de la guerra, como la de la Virgen que se apareció en el cielo durante una batalla. Caupolicán soportó sin un quejido el espantoso suplicio del palo afilado atravesándole lentamente las entrañas, como lo relata en sus versos el joven Zurita, ¿o era Zúñiga? Por Dios, se me van los nombres, quién sabe cuántos errores hay en este relato. Menos mal que yo no estaba presente cuando dieron tormento a Caupolicán, tal como no me ha tocado ver el frecuente castigo de «desgobernación», en que cercenan de un machetazo medio pie derecho de los indígenas rebeldes. Eso no logra desalentarlos; cojos, siguen luchando. Y cuando a otro cacique, Galvarino, le cortaron las dos manos, se hizo amarrar las armas a los brazos para volver a la batalla. Después de tales horrores, no podemos esperar clemencia de los indígenas. La crueldad engendra más crueldad en un ciclo eterno.