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Valdivia dividió a su gente en grupos, encabezados por los soldados a caballo y seguidos por los yanaconas, y les mandó descender la colina. No pudo lanzar la caballería al galope, como era lo usual, porque comprendió que ésta se ensartaría en las lanzas de los mapuche, que por lo visto habían aprendido tácticas europeas. Antes debía desarmar a los lanceros. En el primer encontronazo, los españoles y los yanaconas llevaron ventaja, y al cabo de un rato de lucha intensa y despiadada, pero breve, los mapuche se replegaron en dirección al río. Un alarido de triunfo celebró su retirada y Valdivia ordenó volver al fuerte. Sus soldados se creían seguros de la victoria, pero él quedó muy inquieto, porque los mapuche habían actuado en perfecto orden. Desde la cima de la colina los vio bebiendo y lavándose las heridas en el río, alivio que sus hombres no tenían. En ese momento se escuchó el chivateo y del bosque emergieron nuevas tropas indígenas, frescas y disciplinadas, tal como había ocurrido en Purén contra la gente de Juan Gómez, cosa que Valdivia ignoraba. Por primera vez el capitán general tomó el peso de la situación; hasta ese momento se había creído el amo de la Araucanía.

Durante el resto del día la batalla continuó de la misma manera. Los españoles, heridos, sedientos y agotados, enfrentaban en cada ronda una hueste mapuche descansada y bien comida, mientras los que se habían replegado se refrescaban en el río. Pasaban las horas, los españoles y yanaconas iban cayendo, y los ansiados refuerzos de Juan Gómez no llegaban.

Nadie en Chile desconoce los hechos de aquella trágica Navidad de 1553, pero hay varias versiones y yo voy a contarlos tal como los oí de labios de Cecilia. Mientras Valdivia y su reducida tropa se defendían a duras penas en Tucapel, Juan Gómez estaba detenido en Purén, donde los mapuche lo mantuvieron sitiado hasta el tercer día, en que no dieron señales de vida. Transcurrió la mañana y parte de la tarde en una espera ansiosa, hasta que por fin Gómez no soportó más y salió con una partida a revisar el bosque. Nada. Ni un solo indio a la vista. Entonces sospechó que el sitio del fuerte había sido una estratagema para distraerlos e impedirles reunirse con Pedro de Valdivia, como éste había ordenado. Así, mientras ellos estaban ociosos en Purén, el gobernador los aguardaba en Tucapel, y si había sido atacado, como era de temer, su situación debía de ser desesperada. Sin vacilar, Juan Gómez ordenó que los catorce hombres sanos que le quedaban montaran en los mejores caballos y lo siguieran de inmediato hacia Tucapel.

Cabalgaron la noche entera, y a la mañana del día siguiente se encontraron en las cercanías del fuerte. Pudieron ver la colina, el humo del incendio y grupos dispersos de mapuche, ebrios de guerra y muday, blandiendo cabezas y miembros humanos; los restos de los españoles y yanaconas derrotados el día anterior. Horrorizados, los catorce hombres comprendieron que estaban rodeados y correrían la misma suerte que los de Valdivia, pero los intoxicados indígenas estaban celebrando la victoria y no los enfrentaron. Los españoles espolearon sus fatigadas cabalgaduras y subieron por la colina, abriéndose paso a mandobles entre los escasos borrachos que se les pusieron por delante. El fuerte estaba reducido a un montón de leños humeantes. Buscaron a Pedro de Valdivia entre los cadáveres y trozos de cuerpos descuartizados, pero no lo hallaron. Una tinaja con agua sucia les permitió saciar la sed propia y de los caballos, pero no hubo tiempo de nada más, porque en ese momento comenzaban a ascender por la ladera miles y miles de indígenas. No eran los ebrios que vieran antes, éstos habían salido de los árboles sobrios y en orden.

Los españoles, que no podían defenderse en el fuerte en ruinas, donde habrían quedado atrapados, volvieron a montar en las sufridas bestias y se lanzaron cerro abajo, dispuestos a abrirse paso entre el enemigo. En un instante se vieron envueltos por los mapuche y comenzó una contienda sin cuartel que habría de durar el resto del día. Resulta imposible creer que los hombres y caballos, que habían galopado desde Purén durante la noche entera, resistieran hora tras hora de lucha durante todo ese fatídico día, pero yo he visto batallar a los españoles y he luchado junto a ellos, sé de lo que somos capaces. Por fin los soldados de Gómez pudieron agruparse y huir, seguidos de cerca por las huestes de Lautaro. Los caballos no daban más de sí y el bosque estaba sembrado de troncos caídos y otros obstáculos que impedían correr a las bestias, pero no así a los indios, que surgían de entre los árboles e interceptaban a los jinetes.

Estos catorce hombres, los más bravos de los bravos, decidieron entonces ir sacrificándose uno a uno para detener al enemigo, mientras sus compañeros intentaban avanzar. No lo discutieron, no echaron suertes, nadie se lo mandó. El primero gritó adiós a los demás, detuvo su cabalgadura y se volvió para enfrentar a los perseguidores. Arremetió desprendiendo centellas con la espada, decidido a luchar hasta el último suspiro, ya que ser apresado vivo era una suerte mil veces peor. En pocos minutos cien manos lo bajaron del animal y lo atacaron con las mismas espadas y cuchillos que les habían quitado a los españoles vencidos de Valdivia.

Los escasos minutos que aquel héroe regaló a sus amigos, permitieron a éstos adelantarse un trecho, pero pronto los mapuche los alcanzaron de nuevo. Un segundo soldado decidió inmolarse, también gritó un último adiós y se detuvo cara a la masa de indios, ávidos de sangre. Y enseguida lo hizo un tercero. Y así, uno a uno cayeron seis soldados. Los ocho restantes, varios de ellos malheridos, continuaron la desesperada carrera hasta llegar a una angostura, donde otro debió sacrificarse para que pasaran los demás. También a él lo despacharon en pocos minutos. En ese punto el caballo de Juan Gómez, sangrando de varios flechazos en las ijadas y exhausto, cayó de bruces al suelo. Para entonces ya era noche cerrada en el bosque y el avance resultaba casi imposible.

– ¡Subid a mi grupa, capitán! -le ofreció uno de los soldados.

– ¡No! ¡Seguid adelante y no os retraséis por mí! -les ordenó Gómez, sabiéndose malherido y calculando que el caballo no resistiría el peso de dos hombres.

Los soldados debieron obedecerle, continuaron adelante, tanteando en la oscuridad, perdidos, mientras él se internaba mas en la espesura. Al cabo de muchas y muy terribles horas, los seis sobrevivientes lograron llegar al fuerte de Purén y dar aviso a sus camaradas antes de caer desplomados de fatiga. Allí aguardaron apenas lo necesario para restañar la sangre de sus heridas y dar alivio a las cabalgaduras, antes de emprender marcha forzada hacia La Imperial, que entonces era sólo una aldea. Los yanaconas cargaban en hamacas a los heridos con esperanza de vida, pero a los moribundos les dieron un fin rápido y honroso para que los mapuche no los hallasen vivos.

Entretanto, a Juan Gómez se le hundían los pies, porque las lluvias del invierno reciente habían convertido la zona en una espesa ciénaga. A pesar de estar sangrando de varios flechazos, extenuado, sediento, sin haber comido en dos días, no se sometió a la muerte. La visibilidad era casi nula, debía avanzar penosamente, tanteando entre los árboles y los matorrales. No podía aguardar el amanecer, la noche era su única aliada. Escuchó claramente los alaridos de triunfo de los mapuche cuando encontraron su caballo caído y rezó para que el noble animal, que lo había acompañado en tantas batallas, estuviese muerto. Los indios solían torturar a las bestias heridas para vengarse de los amos. El olor a humo le indicó que sus perseguidores habían encendido antorchas y lo buscaban en la vegetación, seguros de que el jinete no podía estar lejos. Se quitó la armadura y la ropa y las hizo desaparecer en el barro y, desnudo, se adentró en la ciénaga. Los mapuche estaban ya muy cerca, podía oír sus voces y vislumbrar la luz de las antorchas.