Durante esos días aciagos, Pedro de Valdivia recorría Roma con la espada en la mano, furioso, procurando inútilmente evitar el pillaje y la matanza e imponer algo de orden entre la soldadesca, pero los quince mil lansquenetes no reconocían jefe ni ley y estaban dispuestos a liquidar a quien intentara detenerlos. A Valdivia le tocó hallarse por casualidad ante las puertas de un convento cuando éste fue atacado por una docena de los mercenarios alemanes. Las monjas, sabiendo que ninguna mujer escapaba a las violaciones, se habían reunido en el patio formando un círculo en torno a una cruz, en el centro del cual estaban las jóvenes novicias, inmóviles, tomadas de las manos, con las cabezas bajas y rezando en un murmullo. De lejos parecían palomas. Pedían que el Señor las librara de ser mancilladas, que se apiadara de ellas enviándoles una muerte rápida.
– ¡Atrás! ¡Quien se atreva a cruzar este umbral tendrá que vérselas conmigo! -rugió Pedro de Valdivia blandiendo su espada en la diestra y un sable corto en la siniestra.
Varios de los lansquenetes se detuvieron sorprendidos, calculando acaso si valía la pena enfrentarse a ese imponente y determinado oficial español o era más conveniente pasar a la casa de al lado, pero otros se lanzaron en tropel al ataque. Valdivia tenía a su favor que era el único soldado sobrio y de cuatro estocadas certeras puso fuera de combate a otros tantos alemanes, pero para entonces los demás del grupo se habían repuesto del desconcierto inicial y también se le fueron encima. Aunque tenían la mente nublada por el alcohol, los alemanes eran guerreros tan formidables como Valdivia y pronto lo rodearon. Tal vez ése habría sido el último día del oficial extremeño si no hubiera aparecido por azar Francisco de Aguirre y se le hubiera puesto al lado.
– ¡A mí, teutones hijos de puta! -gritaba aquel vasco tremendo, rojo de ira, enorme, blandiendo la espada como un garrote.
La trifulca atrajo la atención de otros españoles que pasaban por allí y vieron a sus compatriotas en grave peligro. En menos que demoro en contarlo, se armó una batalla campal frente al edificio. Media hora después los asaltantes se retiraron, dejando a varios desangrándose en la calle, y los oficiales pudieron atrancar las puertas del convento. La madre superiora pidió a las monjas de más carácter que recogieran a las que se habían desmayado y se colocaran a las órdenes de Francisco de Aguirre, quien se había ofrecido para organizar la defensa fortificando los muros.
– Nadie está seguro en Roma. Por el momento los mercenarios se han retirado, pero sin duda regresarán, y entonces más vale que os encuentren preparadas -les advirtió Aguirre.
– Conseguiré unos arcabuces y Francisco os enseñará a usarlos -decidió Valdivia, a quien no se le escapó el brillo picaresco en la mirada de su amigo al imaginarse solo con una veintena de virginales novicias y un puñado de monjas maduras pero agradecidas y aún apetecibles.
Sesenta días más tarde terminó por fin el horroroso saqueo de Roma, que puso fin a una época -el papado renacentista en Italia- y quedaría para la Historia como una mancha infame en la vida de nuestro emperador Carlos V, aunque él se encontraba muy lejos de allí.
Su santidad el Papa pudo abandonar su refugio en el castillo de Sant Angelo, pero fue arrestado y recibió el maltrato de los presos comunes, incluso le arrebataron el anillo pontificio y le dieron una patada en el trasero que lo lanzó de bruces en el suelo entre las carcajadas de los soldados.
A Benvenuto Cellini se le podía acusar de muchos defectos, pero no era de los que olvidan devolver favores, por eso cuando la madre superiora del convento lo visitó para contarle cómo un joven oficial español había salvado a su congregación y se había quedado durante semanas en el edificio para defenderlas, quiso conocerlo. Horas después la monja acompañó a Francisco de Aguirre al palacio. Cellini lo recibió en uno de los salones del Vaticano, entre cascotes y muebles despanzurrados por los asaltantes. Los dos hombres intercambiaron cortesías muy breves.
– Decidme, señor, ¿qué deseáis a cambio de vuestra valiente intervención? -preguntó a boca de jarro Cellini, quien no se andaba con rodeos.
Rojo de ira, Aguirre se llevó instintivamente la mano a la empuñadura de la espada.
– ¡Me insultáis! -exclamó.
La madre superiora se colocó entre ellos con el peso de su autoridad y los apartó con un gesto despectivo, no tenía tiempo para bravuconadas. Pertenecía a la familia del condotiero genovés Andrea Doria, era una mujer de fortuna y linaje, acostumbrada a mandar.
– ¡Basta! Os ruego que disculpéis esta ofensa involuntaria, don Francisco de Aguirre. Vivimos malos tiempos, ha corrido mucha sangre, se han cometido espantosos pecados, no es raro que hasta los correctos modales queden relegados a segundo término. El señor Cellini sabe que no defendisteis nuestro convento por interés de una recompensa, sino por rectitud de corazón. Lo último que desea el señor Cellini es injuriaros. Sería un privilegio para nosotros que aceptarais una muestra de aprecio y gratitud…
La madre superiora hizo un gesto al escultor para que aguardara, luego tomó a Aguirre por una manga y lo arrastró al otro extremo del salón. Cellini los oyó cuchichear por largo tiempo. Cuando ya se terminaba su escasa paciencia, los dos regresaron y la madre superiora expuso la petición del joven oficial, mientras éste, con los ojos fijos en las puntas de sus botas, sudaba.
Y así es como Benvenuto Cellini obtuvo autorización del papa Clemente VII, antes de que éste fuese conducido al destierro, para que Francisco de Aguirre se casara con su prima hermana. El joven vasco corrió alborozado donde su amigo Pedro de Valdivia para contarle lo ocurrido. Tenía los ojos húmedos y le temblaba su vozarrón de gigante, incrédulo ante semejante prodigio.
– No sé si ésta es una buena noticia, Francisco. Tú coleccionas conquistas como nuestro sacro emperador colecciona relojes. No te imagino convertido en esposo -apuntó Valdivia.
– ¡Mi prima es la única mujer a la que he amado! Las otras son seres sin rostro, sólo existen por un momento para satisfacer el apetito que el Diablo puso en mí.
– El Diablo pone en nosotros muchos y muy variados apetitos, pero Dios nos da claridad moral para controlarlos. Eso nos diferencia de los animales.
– Has sido soldado por muchos años, Pedro, y todavía crees que nos diferenciamos de los animales… -se burló Aguirre.
– Sin duda. El destino del hombre es elevarse por encima de la bestialidad, conducir su vida según los más nobles ideales y salvar su alma.
– Me asustas, Pedro, hablas como un fraile. Si no conociera tu hombría como la conozco, pensaría que careces del instinto primordial que anima a los machos.
– No carezco de ese instinto, te lo aseguro, pero no permito que determine mi conducta.
– No soy tan noble como tú, pero me redime el amor casto y puro que siento por mi prima.
– Menudo problema se te presenta ahora que vas a casarte con esa joven idealizada. ¿Cómo reconciliarás ese amor con tus hábitos rijosos? -sonrió Valdivia, socarrón.
– No habrá problema, Pedro. Bajaré a mi prima a besos de su altar de santa y la amaré con inmensa pasión -replicó Aguirre, muerto de risa.
– ¿Y la fidelidad?
– Mi prima se encargará de que no falte en nuestro matrimonio, pero yo no puedo renunciar a las mujeres, tal como no puedo renunciar al vino ni a la espada.
Francisco de Aguirre viajó deprisa a España a casarse antes de que el indeciso pontífice cambiara de parecer. Seguramente reconcilió el sentimiento platónico por su prima con su indomable sensualidad y ella respondió sin asomo de timidez, porque el ardor de estos esposos llegó a ser legendario. Dicen que los vecinos se juntaban en la calle, frente a la casa de los Aguirre, para deleitarse con el escándalo y cruzar apuestas sobre el número de asaltos amorosos que habría esa noche.