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Apenas Diego de Almagro se fue con sus bravos a Chile, Pizarro debió enfrentar una insurrección general. Al dividirse las fuerzas de los viracochas, como llamaban a los españoles, los nativos del Perú tomaron la armas contra los invasores. Sin pronta ayuda, la conquista del imperio inca peligraba, así como las vidas de los españoles, obligados a batirse con fuerzas muy superiores. El llamado de socorro de Francisco Pizarro alcanzó a La Española, donde lo oyó Valdivia, quien sin vacilar decidió acudir al Perú.

El solo nombre de ese territorio -Perú- evocaba en Pedro de Valdivia las inconcebibles riquezas y la refinada civilización que su amigo Alderete describía con elocuencia. Admirable, en verdad, pensaba al oír las cosas que se contaban, aunque no todo era digno de encomio. Sabía que los incas eran crueles, controlaban al pueblo con ferocidad. Después de una batalla, si los vencidos no aceptaban incorporarse por completo al imperio, no dejaban a nadie vivo, y ante el menor asomo de descontento trasladaban aldeas completas a mil leguas de distancia. Aplicaban los peores suplicios a sus enemigos, incluso a mujeres y niños. El Inca, quien desposaba a sus hermanas para garantizar la pureza de la sangre real, encarnaba a la divinidad, el alma del imperio, pasado, presente y futuro. De Atahualpa se decía que tenía miles de doncellas en su serrallo y una multitud incalculable de esclavos, que se divertía torturando a los prisioneros y que solía degollar a sus ministros con su propia mano. El pueblo, sin rostro y sin voz, vivía sometido; su destino era trabajar desde la infancia hasta la muerte en beneficio de los orejones -cortesanos, sacerdotes y militares-, que vivían en un fausto babilónico, mientras el hombre común y su familia sobrevivían apenas con el cultivo de un terruño que les era asignado pero no les pertenecía. Contaban los españoles que muchos indios practicaban la sodomía, que en España se paga con la muerte, aunque los incas la habían prohibido. Buena prueba de la lujuria de esa gente eran las cerámicas eróticas que los aventureros mostraban en las tabernas para regocijo de los parroquianos, quienes no sospechaban que se pudiese holgar de tan variadas maneras. Aseguraban que las madres rompían la virginidad de sus hijas con los dedos antes de entregarlas a los hombres.

Nada repudiable hallaba Valdivia en aspirar a la fortuna que podría encontrar en el Perú, pero no era ése su incentivo, sino la obligación de luchar junto a los suyos y alcanzar la gloria, que hasta entonces le había sido escurridiza. Eso lo distinguía de los demás participantes de la expedición de socorro, que iban encandilados por el brillo del oro. Así me lo aseguró él mismo muchas veces, y se lo creo, porque esa conducta era consecuente con las demás decisiones de su vida. Impulsado por su idealismo, abandonó años más tarde la seguridad y la riqueza, que por fin había obtenido, para intentar la conquista de Chile, empresa en la que Diego de Almagro había fracasado. Gloria, siempre gloria, ése fue el único norte de su destino. Nadie amó a Pedro más que yo, nadie lo conoció más que yo, por eso puedo hablar de sus virtudes, tal como más adelante deberé referirme a sus defectos, que no eran leves. Es cierto que me traicionó y conmigo fue cobarde, pero hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres. Y, puedo asegurarlo, Pedro de Valdivia fue uno de los hombres más íntegros y valientes de los que han venido al Nuevo Mundo.

Valdivia se dirigió por tierra a Panamá y allí se embarcó, en 1537, junto a cuatrocientos soldados, rumbo al Perú. El viaje demoró un par de meses, y cuando llegó a su destino la sublevación de los indios ya había sido sofocada por la oportuna intervención de Diego de Almagro, quien regresó de Chile a tiempo para unir sus fuerzas a las de Francisco Pizarro. Almagro había atravesado las cumbres más heladas en su avance hacia el sur, había sobrevivido a increíbles padecimientos y había regresado por el desierto más caliente del planeta, arruinado. Su expedición a Chile alcanzó hasta el Bío-Bío, el mismo río donde los incas habían retrocedido setenta años antes, cuando pretendieron en vano adueñarse del territorio de los indios del sur, los mapuche. También los incas, como Almagro y sus hombres, fueron detenidos por ese pueblo guerrero.

Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche -la palabra no tiene plural en castellano- hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel á los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo.

Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas. Me distraje. Volvamos a lo que estaba contando, porque no me sobra tiempo, tengo el corazón cansado.

Diego de Almagro abandonó la conquista de Chile, forzado por la resistencia invencible de los mapuche, la presión de sus soldados -desencantados por la escasez de oro- y las malas noticias de la rebelión de los indios en el Perú. Emprendió el regreso para ayudar a Francisco Pizarro a sofocar la insurrección y juntos consiguieron derrotar definitivamente a las huestes enemigas. El imperio de los incas, asolado por el hambre, la violencia y el desorden de la guerra, bajó la cerviz. Sin embargo, lejos de agradecer la intervención de Almagro en su favor, Francisco Pizarro y sus hermanos se volvieron contra él para quitarle el Cuzco, ciudad que le correspondía en el reparto territorial hecho por el emperador Carlos V. Para satisfacer la ambición de los Pizarro no alcanzaban esas tierras inmensas con sus incalculables riquezas; querían más, lo querían todo.

Francisco Pizarro y Diego de Almagro terminaron por tomar las armas y se enfrentaron, en el sitio de Abancay, en una corta batalla que culminó con la derrota del primero. Almagro, siempre magnánimo, trató con inusual clemencia a sus prisioneros, también a los hermanos Pizarro, sus implacables enemigos. Admirados de su actitud, muchos soldados vencidos se pasaron a sus filas, mientras sus leales capitanes le rogaban que ejecutara a los Pizarro y aprovechara su ventaja para adueñarse del Perú. Almagro desatendió los consejos y optó por la reconciliación con el ingrato socio que le había agraviado.

Pedro de Valdivia llegó a la Ciudad de los Reyes en aquellos días y se puso a las órdenes de quien le había convocado, Francisco Pizarro. Respetuoso de la legalidad, no cuestionó la autoridad ni las intenciones del gobernador; éste era el representante de Carlos V, y eso le bastó. Sin embargo, lo último que Valdivia deseaba era participar en una guerra civil. Había viajado hasta allí para combatir a indios insurrectos, y nunca se puso en el caso de tener que hacerlo contra otros españoles. Trató de servir de intermediario entre Pizarro y Almagro para llegar a una solución pacífica, y en un momento creyó estar a punto de lograrla. No conocía a Pizarro, quien decía una cosa, pero en la sombra planeaba otra. Mientras el gobernador se daba tiempo con discursos de amistad, preparaba su plan para acabar con Almagro, siempre con la idea fija de gobernar solo y apropiarse del Cuzco. Envidiaba los méritos de Almagro, su eterno optimismo y, sobre todo, la lealtad que provocaba en sus soldados, porque él se sabía detestado.