A las dos indias jóvenes que me asignó el ayuntamiento les enseñé a zurcir, lavar y planchar la ropa, como se hacía en Plasencia, servicio muy apreciado en aquel tiempo en el Cuzco. Hice construir un horno de barro en el patio y con Catalina nos dedicamos a cocinar empanadas. La harina de trigo era costosa, pero aprendimos a hacerlas con harina de maíz. No alcanzaban a enfriarse al salir del horno; el olor las anunciaba por el barrio y los clientes acudían en tropel. Siempre dejábamos algunas para los mendigos y ensimismados, que se alimentaban de la caridad pública. Ese aroma denso de carne, cebolla frita, comino y masa horneada se me metió bajo la piel de tal manera, que todavía lo tengo. Me moriré con olor a empanada.
Pude sostener mi casa, pero en esa ciudad, tan cara y corrupta, una viuda se hallaba en duros aprietos para salir de la pobreza. Podría haberme casado, ya que no faltaban hombres solos y desesperados, algunos bastante atractivos, pero Catalina siempre me advertía contra ellos. Solía leerme la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar y siempre me anunciaba lo mismo: yo viviría muy largo y llegaría a ser reina, pero mi futuro dependía del hombre de sus visiones. Según ella, no era ninguno de quienes golpeaban mi puerta o me asediaban en la calle. «Paciencia, mamitay, ya estará viniendo tu viracocha», me prometía.
Entre mis pretendientes se contaba el orgulloso alférez Núñez, quien no renunciaba a su afán de echarme el guante, como él mismo decía con poca delicadeza. No entendía por qué yo rechazaba sus requerimientos, ya que mi excusa anterior no servía. Se había demostrado que era viuda, como él me había asegurado desde el comienzo. Imaginaba que mis negativas eran una forma de coquetería, y así, cuanto más tercos eran mis desaires, más se encaprichaba él. Debí prohibirle que irrumpiera con sus mastines en mi casa, porque aterrorizaban a mis sirvientas. Los animales, entrenados para someter a los indios, al olerlas comenzaban a tironear de sus cadenas y gruñían y ladraban con los colmillos a la vista. Nada divertía tanto al alférez como azuzar a sus fieras contra los indios, por lo mismo desatendía mis súplicas e invadía mi casa con sus perros, tal como lo hacía en otras partes. Un día los dos animales amanecieron con el hocico lleno de espuma verde y pocas horas después estaban tiesos. Su dueño, indignado, amenazó con matar a quien se los hubiese envenenado, pero el médico alemán lo convenció de que habían muerto de peste y que debía quemar los restos de inmediato para evitar el contagio. Así lo hizo, temiendo que el primero en caer con la enfermedad fuera él mismo.
Las visitas del alférez se hicieron cada vez más frecuentes y, como también me molestaba en la calle, me hizo la vida un infierno. «Este blanco no entiende con palabras, pues, señoray. Yo bien digo que puede irse muriendo, como los perros de él», me anunció Catalina. Preferí no indagar qué quería decir. En una ocasión Núñez llegó como siempre, con su olor a macho y sus regalos, que yo no deseaba, llenando mi casa con su ruidosa presencia.
– ¿Por qué me atormentáis, hermosa Inés? -me preguntó por enésima vez, cogiéndome por la cintura.
– No me agraviéis, señor. No os he autorizado para que me tratéis con familiaridad -repliqué, desprendiéndome de sus zarpas.
– Bien, entonces, distinguida Inés, ¿cuándo nos casamos?
– Nunca. Aquí tenéis vuestras camisas y calzas, remendadas y limpias. Buscad otra lavandera, porque no os quiero en mi casa. Adiós. -Y lo empujé hacia la puerta.
– ¿Adiós, decís, Inés? ¡No me conocéis, mujer! ¡A mí nadie me insulta, y menos una ramera! -me gritó desde la calle.
Era la hora suave del atardecer, cuando los parroquianos se juntaban a esperar que salieran las últimas empanadas del horno, pero no tuve ánimo para atenderlos; temblaba de ira y vergüenza. Me limité a repartir algunas empanadas entre los pobres, para que no se quedaran sin comer, y luego cerré mi puerta, que habitualmente mantenía abierta hasta que caía el frío de la noche.
– Maldito es, pues, mamitay, pero no te asoroches. Este Núñez ha de estar trayendo buena suerte -me consoló Catalina.
– ¡Sólo puede traerme desgracia, Catalina! Un hombre fanfarrón y despechado es siempre peligroso.
Catalina tenía razón. Gracias al nefasto alférez, que se instaló en una taberna a beber y jactarse de lo que pensaba hacer conmigo, conocí esa noche al hombre de mi destino, aquel que Catalina no se cansaba de anunciarme.
La taberna, una sala de techos bajos, con varios ventanucos por donde apenas entraba suficiente aire para respirar, estaba atendida por un andaluz de buen corazón que daba crédito a los soldados cortos de fondos. Por esa razón, y por la música de cuerdas y tambores de un par de negros, el local era muy popular. Contrastaba con el bullicio alegre de los clientes la figura sobria de un hombre que bebía solo en un rincón. Estaba sentado en una banqueta ante una mesita, donde había extendido un trozo de papel amarillento que mantenía estirado con su garrafa de vino. Era Pedro de Valdivia, maestre de campo del gobernador Francisco Pizarro y héroe de la batalla de Las Salinas, entonces convertido en uno de los encomenderos más ricos del Perú. En pago por los servicios prestados, Pizarro le había asignado, por el lapso de su vida, una espléndida mina de plata en Porco, una hacienda en el valle de La Canela, muy fértil y productiva, y centenares de indios para trabajarlas. ¿Y qué hacía en ese momento el afamado Valdivia? No calculaba las arrobas de plata extraídas de su mina, ni el número de sus llamas o sacos de maíz, sino que estudiaba un mapa trazado a la carrera por Diego de Almagro en su prisión, antes de ser ajusticiado. Le atormentaba la idea fija de triunfar allí donde el adelantado Almagro había fracasado, en ese territorio misterioso al sur del hemisferio. Eso faltaba aún por conquistar y poblar, era el único lugar virgen donde un militar como él podía alcanzar la gloria. No deseaba permanecer a la sombra de Francisco Pizarro, envejeciendo cómodamente en el Perú. Tampoco pretendía regresar a España, por muy rico y respetado que fuese. Menos le atraía la idea de reunirse con Marina, quien le aguardaba fielmente desde hacía años y no se cansaba de llamarlo en sus cartas, siempre colmadas de bendiciones y reproches. España era el pasado. Chile era el futuro. El mapa mostraba los caminos recorridos por Almagro en su expedición y los puntos más difíciles: la sierra, el desierto y las zonas donde se concentraban los enemigos. «Del río Bío-Bío al sur no se puede pasar, los mapuche lo impiden», le había repetido varias veces Almagro. Esas palabras perseguían a Valdivia, aguijoneándolo. Yo habría pasado, pensaba, aunque nunca dudó del valor del adelantado.
En eso estaba, cuando distinguió en la ruidosa taberna un vozarrón de ebrio y, sin quererlo, prestó atención. Hablaba de alguien a quien pensaba darle una muy merecida lección, una tal Inés, mujer engreída que se atrevía a desafiar a un honesto alférez del cristianísimo emperador Carlos V. El nombre le pareció conocido y pronto dedujo que se trataba de la joven viuda que lavaba y remendaba ropa en la calle del Templo de las Vírgenes. Él no había recurrido a sus servicios -para eso contaba con las indias de su casa-, pero la había visto algunas veces en la calle o en la iglesia y se había fijado en ella, porque era una de las pocas españolas del Cuzco, y se había preguntado cuánto duraría sola una mujer como ésa. En un par de ocasiones la había seguido unas cuadras a cierta distancia, nada más que para deleitarse con el movimiento de sus caderas -caminaba con firmes trancos de gitana- y el reflejo del sol en sus cabellos cobrizos. Le pareció que ella irradiaba seguridad y fuerza de carácter, condiciones que él exigía de sus capitanes pero que nunca pensó que apreciaría en una mujer. Hasta entonces sólo le habían atraído las muchachas dulces y frágiles que despertaban el deseo de protegerlas, por eso se había casado con Marina. Esa Inés nada tenía de vulnerable o inocente, era más bien intimidante, pura energía, como un ciclón contenido; sin embargo, eso fue lo que más le llamó la atención en ella. Al menos así me lo contó después.
Con los pedazos de las frases que le llegaban ahogadas por el ruido de la taberna, Valdivia pudo deducir el plan del alférez borracho, quien pedía a gritos un par de voluntarios para secuestrar a la mujer por la noche y llevársela a su casa. Un coro de risotadas y bromas obscenas acogió su solicitud, pero nadie se ofreció para ayudarlo, ya que no sólo era una acción cobarde, sino también peligrosa. Una cosa era violar en la guerra y holgar con las indias, que nada valían, y otra agredir a una viuda española que había sido recibida por el gobernador en persona. Más valía sacarse eso de la mente, le advirtieron sus compinches, pero Núñez proclamó que no le faltarían brazos para llevar a cabo su propósito.
Pedro de Valdivia no lo perdió de vista y media hora más tarde lo siguió a la calle. El hombre salió trastabillando, sin darse cuenta de que llevaba a alguien detrás. Se detuvo un rato frente a mi puerta, calculando si podría realizar su cometido solo, pero decidió no correr tal riesgo; por mucho que el alcohol le nublase el entendimiento, sabía que su reputación y su carrera militar estaban en juego. Valdivia lo vio alejarse y se plantó en la esquina, oculto en las sombras. No debió esperar mucho, pronto vio a un par de indios sigilosos que empezaron a rondar la casa tanteando la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la calle. Cuando comprobaron que estaban atrancadas por dentro, decidieron trepar por el cerco de piedra, de sólo cinco pies de altura, que protegía la vivienda por atrás. En pocos minutos cayeron dentro del patio, con tan mala suerte para ellos que voltearon y quebraron una tinaja de barro. Tengo el sueño liviano y desperté con el ruido. Por un momento Pedro los dejó hacer, para ver hasta dónde eran capaces de llegar, y enseguida saltó el muro detrás de ellos. Para entonces yo había encendido una lámpara y había cogido el cuchillo largo de picar la carne para las empanadas. Estaba dispuesta a usarlo, pero rezaba para no tener que hacerlo, ya que Sebastián Romero me pesaba bastante y habría sido una lástima echarme otro cadáver en la conciencia. Salí al patio seguida de cerca por Catalina. Llegamos tarde a lo mejor del espectáculo, porque el caballero ya había acorralado a los asaltantes y se disponía a atarlos con la misma cuerda que ellos traían para mí. Los hechos sucedieron muy rápido, sin mayor esfuerzo por parte de Valdivia, quien lucía más risueño que enojado, como si se tratara de una travesura de muchachos.