Pedro de Valdivia tenía varias llagas leves y magulladuras, pero no quiso que lo curara. Reunió de inmediato a sus capitanes para sacar la cuenta de nuestras pérdidas.
– ¿Cuántos muertos y heridos? -preguntó.
– Don Benito sufrió un flechazo muy feo. Tenemos un soldado muerto, trece heridos y uno de gravedad. Calculo que robaron más de veinte caballos y mataron a varios yanaconas -anunció Francisco de Aguirre, que no era bueno en aritmética.
– Hay cuatro negros y sesenta y tres yanaconas heridos, varios de gravedad -le corregí-. Murieron un negro y treinta y un indios. Creo que dos hombres no pasarán la noche. Habrá que transportar a los heridos a caballo, no podemos dejarlos atrás. Los más graves tendrán que ser llevados en hamacas.
– Montaremos el campamento por unos días. Capitán Quiroga, por el momento reemplazaréis a don Benito como maestre de campo -ordenó Valdivia-. Capitán Villagra, haced un cálculo de los salvajes que quedaron en el campo de batalla. Seréis responsable de la seguridad, supongo que el enemigo regresará más temprano que tarde. Capellán, haceos cargo de los entierros y las misas. Partiremos tan pronto doña Inés lo considere posible.
A pesar de las precauciones de Villagra, el campamento era muy vulnerable, porque estábamos en un valle desprotegido. Los indios chilenos ocupaban los cerros, pero no dieron señales de vida durante los dos días que permanecimos en el lugar. Don Benito explicó que después de cada batalla se emborrachaban hasta quedar sin sentido y no volvían a atacar hasta que se reponían, varios días más tarde. En buena hora. Espero que nunca les falte chicha.
Capítulo cuatro. Santiago de la Nueva Extremadura, 1511-1513
Desde la improvisada angarilla en que lo acarreábamos, don Benito reconoció de lejos el cerro Huelén donde él mismo había plantado una cruz en su viaje anterior con Diego de Almagro.
– ¡Allí! ¡Ése es el Jardín del Edén que por años he anhelado! -gritaba el viejo, ardiendo de fiebre por el flechazo recibido, que ni las yerbas y hechicerías de Catalina ni las oraciones del capellán habían logrado sanar.
Habíamos descendido sobre un valle muy dulce, lleno de robles y otros árboles desconocidos en España, quillayes, peumos, maitenes, coigües, canelos. Era pleno verano, pero las altísimas montañas del horizonte estaban coronadas de nieve. Cerros y más cerros, dorados y suaves, rodeaban el valle. A Pedro le bastó una mirada para comprender que don Benito tenía razón: un cielo azul intenso, un aire luminoso, un bosque exuberante y en tierra fecunda, bañada por arroyos y por un río copioso, el Mapocho; ése era el sitio asignado por Dios para establecer nuestro primer poblado, porque, además de su belleza y bondad, se ajustaba a los sabios reglamentos dictados por el emperador Carlos V para fundar ciudades en las Indias: «No elijan sitios para poblar en lugares muy altos, por la molestia de los vientos y dificultades del servicio y acarreo, ni en lugares muy bajos, porque suelen ser enfermos; fúndense en los medianamente levantados que gocen descubiertos los vientos del norte y mediodía; y si hubiere de tener sierras o cuestas, sean por la parte de levante y poniente; y en caso de edificar en la ribera de un río, dispongan la población de forma que saliendo el sol dé primero al pueblo que en el agua». Por lo visto los naturales del lugar estaban de pleno acuerdo con Carlos V, porque había numerosa población, vimos varias aldeas, muchos plantíos, canales de riego, acequias y caminos. No éramos los primeros en descubrirlas ventajas del valle.
Los capitanes Villagra y Aguirre se adelantaron con un destacamento para tantear la reacción de los indígenas, mientras los demás esperábamos a buen resguardo. Regresaron con la agradable noticia de que los indios, aunque desconfiados, no habían dado muestras de hostilidad. Averiguaron que también allí había llegado el imperio del Inca y que su representante, el curaca Vitacura, quien controlaba la zona, estaba dispuesto a cooperar con nosotros, según había asegurado, porque sabía que los barbudos viracochas mandaban en el Perú. «No confíen en ellos, son traidores y belicosos», insistió don Benito, pero ya estaba tomada la decisión de establecernos en el valle, aunque tuviésemos que someter a los naturales a la fuerza. El hecho de que ellos hubiesen instalado allí sus viviendas y sembradíos durante generaciones era un incentivo para los briosos conquistadores: significaba que la tierra y el clima eran muy placenteros. Villagra calculó al ojo que, sumando los rancheríos que podíamos ver o adivinar, debía de haber unos diez mil pobladores, la mayoría mujeres y niños. No era como para preocuparse, dijo, a menos que se presentaran de nuevo las huestes de Michimalonko. ¿Qué sentirían los habitantes cuando nos vieron llegar y, después, cuando comprendieron que pretendíamos quedarnos?
Trece meses después de haber partido del Cuzco, en febrero de 1541, Valdivia plantó el estandarte de Castilla a los pies del cerro Huelén, que bautizó Santa Lucía porque era el día de esa mártir, y tomó posesión en nombre de su majestad. Allí se dispuso a fundar la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura. Después de oír misa y comulgar, se procedió al antiguo rito latino de marcar el perímetro de la ciudad. Como no disponíamos de una yunta de bueyes y un arado, lo hicimos con caballos. Caminamos lentamente en procesión, llevando delante la imagen de la Virgen. Valdivia estaba tan conmovido, que le corrían lágrimas por las mejillas, pero no era el único, la mitad de aquellos bravos soldados lloraba.
Dos semanas más tarde, nuestro alarife, un tuerto de apellido Gamboa, hizo el trazado clásico de la ciudad. Primero designó la plaza mayor y el sitio del árbol de la justicia o patíbulo. De allí, a cordel y regla, sacó las rectas calles paralelas y perpendiculares, divididas en cuadras de ciento treinta y ocho varas, formando ochenta manzanas, cada una dividida en cuatro solares. Los primeros palos plantados fueron para la iglesia, en el sitio principal de la plaza. «Un día esta modesta capilla será una catedral», prometió el fraile González de Marmolejo, con la voz temblorosa por la emoción. Pedro reservó para nosotros la manzana del norte de la plaza y distribuyó los demás solares de acuerdo con la categoría y lealtad de sus capitanes y soldados. Con nuestros yanaconas y algunos indios del valle que se presentaron por su propia voluntad, empezamos a construir las casas, de madera, adobe y techos de paja -hasta que pudiéramos hacer tejas-, con muros gruesos y ventanas y puertas angostas, para defendernos en caso de ataque y mantener una temperatura agradable. Podíamos comprobar que el verano era caliente, seco y saludable. Nos dijeron que el invierno sería frío y lluvioso. El tuerto Gamboa y sus ayudantes trazaron las calles, mientras otros dirigían a las cuadrillas de trabajadores para las construcciones. Las fraguas ardían sin cesar produciendo clavos, bisagras, cerraduras, remaches, escuadras; el ruido de los martillos y sierras sólo callaba por las noches y a la hora de misa. La fragancia de la madera recién cortada impregnaba el aire. Aguirre, Villagra, Alderete y Quiroga reorganizaron nuestro zarrapastroso destacamento militar, muy desmejorado por el largo viaje. Valdivia y el aguerrido capitán Monroy, que se jactaba de cierta habilidad diplomática, intentaron parlamentar con los naturales. A mí me tocó reponer la salud de los heridos y enfermos y hacer lo que más me gusta: fundar. No lo había hecho antes, pero apenas clavamos la primera estaca en la plaza descubrí mi vocación y no la he traicionado; desde entonces he creado hospitales, iglesias, conventos, ermitas, santuarios, pueblos enteros, y si me alcanzara la vida haría un orfanato, que mucha falta hace en Santiago, porque es una vergüenza el número de niños miserables que hay en las calles, como había en Extremadura. Esta tierra es fecunda y sus frutos debieran alcanzar para todos. Asumí con porfía el trabajo de fundar, que en el Nuevo Mundo corresponde a las mujeres. Los hombres sólo construyen pueblos provisorios para dejarnos allí con los hijos, mientras ellos continúan sin cesar la guerra contra los indígenas del lugar. Han debido transcurrir cuatro décadas de muertos, sacrificios, tesón y trabajo para que Santiago tenga la pujanza de la que hoy goza. No he olvidado los tiempos en que fue apenas un rancherío que defendíamos con diente y garra. Puse a las mujeres y a los cincuenta yanaconas que me cedió Rodrigo de Quiroga a producir mesas, sillas, camas, colchones, hornos, telares, vajillas de barro cocido, utensilios de cocina, corrales, gallineros, ropa, manteles, mantas y lo indispensable para una vida civilizada. Con el fin de ahorrar esfuerzo y víveres, establecí al principio un sistema para que nadie se quedara sin comer. Se cocinaba una vez al día y se servían las escudillas en mesones en la plaza mayor, que Pedro llamó plaza de Armas, aunque no teníamos un solo cañón para defenderla. Las mujeres hacíamos empanadas, frijoles, papas, guisos de maíz y cazuelas con las aves y liebres que los indios lograban cazar. A veces conseguíamos pescado y marisco traído de la costa por los indígenas del valle, pero olían mal. Cada uno contribuía a la mesa con lo que podía, tal como años antes hice en la nave del maestre Manuel Martín. Este sistema comunitario tuvo también la virtud de unir a la gente y callar a los descontentos, al menos por un tiempo. Dedicábamos gran cuidado a los animales domésticos; sólo en ocasiones especiales sacrificábamos un ave, ya que yo pretendía llenar los corrales en un año. Los cerdos, las gallinas, los gansos y las llamas eran tan importantes como los caballos y, ciertamente, mucho más que los perros. Los animales habían sufrido con el viaje tanto como los humanos y, por lo mismo, cada huevo y cada cría eran motivo de celebración. Hice almácigos para plantar en la primavera, en las chacras asignadas por el alarife Gamboa, trigo, vegetales, frutos y hasta flores, porque no se podía vivir sin flores; eran el único lujo de nuestra ruda existencia. Traté de imitar los sembradíos de los indios del valle y su método de irrigación, en vez de reproducir lo que había visto en los vergeles de Plasencia; sin duda ellos conocían mejor el terreno.
No he mencionado el maíz o trigo indiano, sin el cual no habríamos subsistido. Este cereal se sembraba sin limpiar ni arar el suelo, bastaba desprender las ramas de los árboles vecinos a fin de que el sol calentara libremente; se hacían ligeros rasguños en la tierra con una piedra filuda, en caso de no contar con azadón, se tiraban las semillas y éstas se cuidaban solas. Las mazorcas maduras podían quedar en las plantas durante semanas sin pudrirse, se desprendían del tallo sin romperlo, no había necesidad de trillar ni aventar. Era tan fácil cultivarlo y tan abundante la producción, que de maíz se alimentaban los indios -y también los castellanos- en todo el Nuevo Mundo.