Apenas los capitanes se fueron, Pedro me explicó que la suya era una astuta maniobra para protegerse, ya que en el futuro podían acusarlo de haber traicionado al marqués, pero estaba seguro de que sus amigos volverían a la carga. En efecto, los miembros del cabildo regresaron con una petición escrita y firmada por todos los vecinos de Santiago. Alegaron que estábamos muy lejos del Perú y mucho más lejos aún de España, sin comunicación, aislados en el fin del mundo, por eso le suplicaban a Valdivia que fuera nuestro gobernador. Muerto o no Pizarro, igual querían que él ocupara ese cargo. Tres veces debieron insistir, hasta que le soplé a Pedro que bastaba de hacerse de rogar, porque sus amigos podían fastidiarse y acabar nombrando a otro; había varios honorables capitanes que estarían felices de ser gobernadores, como me constaba por los chismes de las indias. Entonces se dignó aceptar: ya que todos lo pedían, él no podía oponerse, la voz del pueblo es la voz de Dios, acataba humildemente la voluntad general para servir mejor a su majestad, etcétera. Se extendió el documento pertinente, que lo ponía a salvo de cualquier acusación en el futuro, y así fue como se nombró al primer gobernador de Chile por decisión popular y no por cédula real. Valdivia designó a Monroy su teniente gobernador y yo pasé a ser la Gobernadora, así con mayúscula, porque es el cargo que la gente me ha dado durante cuarenta años. Para los efectos prácticos, más que un honor esto ha sido una grave responsabilidad. Me convertí en madre de nuestro pequeño poblado, debía velar por el bienestar de cada uno de sus habitantes, desde Pedro de Valdivia hasta la última gallina del corral. No había descanso para mí, vivía pendiente de los detalles cotidianos: comida, ropa, siembras, animales. Por suerte, nunca he necesitado más de tres o cuatro horas de sueño, de modo que disponía de más tiempo que otros para hacer mi trabajo. Me propuse conocer a cada soldado y yanacona por su nombre y les hice saber que mi puerta siempre estaba abierta para recibirles y escuchar sus cuitas. Me ocupé de que no hubiese castigos injustos ni desproporcionados, en especial a los indios; Pedro confiaba en mi buen criterio y por lo general me escuchaba antes de decidir una sentencia. Creo que para entonces la mayoría de los soldados me había perdonado el trágico episodio de Escobar y me tenía respeto, porque había curado a muchos de sus heridas y fiebres, les había alimentado en la mesa común y ayudado a acomodar sus viviendas.
La noticia de que Pizarro había muerto no resultó cierta, pero fue profética. En ese momento el Perú estaba en calma, pero un mes más tarde un pequeño grupo de «rotos chilenos», es decir, antiguos soldados de la expedición de Almagro, irrumpieron en el palacio del marqués gobernador y le dieron muerte a cuchilladas. Un par de criados salieron en su defensa, mientras sus cortesanos y centinelas escapaban por los balcones. La población de la Ciudad de los Reyes no lamentó lo ocurrido, estaba hasta la coronilla de los excesos de los hermanos Pizarro, y en menos de dos horas el marqués gobernador fue reemplazado por el hijo de Diego de Almagro, un mozo inexperto, quien el día anterior no tenía un maravedí para comer y de la noche a la mañana era dueño de un imperio fabuloso. Cuando la noticia se confirmó en Chile, meses más tarde, Valdivia ya tenía seguro su cargo de gobernador.
– En verdad eres bruja, Inés… -murmuró Pedro, asustado, cuando lo supo.
Durante el invierno fue evidente la hostilidad de los indios del valle. Pedro dio orden de que nadie abandonara la ciudad sin un motivo justificado y sin protección. Se terminaron mis visitas a las machis y a los mercados, pero creo que Catalina mantuvo contacto con las aldeas, porque continuaron sus sigilosas desapariciones nocturnas. Cecilia averiguó que Michimalonko estaba preparándose para atacamos y que para incentivar a sus guerreros les había ofrecido los caballos y las mujeres de Santiago. Sus huestes se iban engrosando y ya había seis toquis con sus gentes acampados en uno de sus fuertes o pucara esperando el momento propicio para iniciar la guerra.
Valdivia escuchó de labios de Cecilia los detalles, conferenció con sus capitanes y decidió tomar la iniciativa. Dejó el grueso de sus soldados para proteger Santiago y partió con Alderete, Quiroga y un destacamento de sus mejores soldados a enfrentarse con Michimalonko en su propio terreno. La pucara era una construcción de barro, piedra y madera, rodeada de una empalizada de troncos, que daba la impresión de haber sido levantada a la rápida, como protección temporal. Además, estaba ubicada en un punto vulnerable y mal defendida, de modo que los soldados españoles no tuvieron gran dificultad en aproximarse de noche y prenderle fuego. Esperaron afuera a que los guerreros fueran saliendo, ahogados por el humo, y mataron a un número impresionante de ellos. La derrota de los indígenas fue rápida, y los nuestros capturaron a varios caciques, entre ellos a Michimalonko. Los vimos llegar a pie, atados a las monturas de los capitanes que los arrastraban; magullados y ofendidos, pero soberbios. Corrían al lado de los caballos sin dar muestras de temor ni cansancio. Eran hombres bajos de estatura pero bien formados, delicados de pies y manos, fornidos de espaldas y miembros, levantados de pecho. Llevaban el negro cabello largo y trenzado con tiras de colores y los rostros pintados de amarillo y azul. Supe que el toqui Michimalonko tenía más de setenta años, pero costaba creerlo, porque no le faltaban dientes y era alentado como un muchacho. Los mapuche que no mueren en accidentes o en la guerra pueden vivir en espléndidas condiciones hasta pasados los cien años. Son muy fuertes, valientes y atrevidos, resisten los fríos mortales, el hambre y los calores. El gobernador ordenó dejar a los toquis engrillados en la choza destinada a prisión; sus capitanes planeaban darles tormento para averiguar si había minas de oro en la región, por si el curaca Vitacura hubiese mentido.
– Dice Cecilia que es inútil supliciar a los mapuche, jamás podrán hacerlos hablar. Los incas lo intentaron muchas veces, pero ni las mujeres ni los niños se quiebran en el tormento -le expliqué a Pedro esa noche, mientras le quitaba la armadura y la ropa, pringosa de sangre seca.
– Entonces los toquis sólo nos servirán como rehenes.
– Me dicen que Michimalonko es muy orgulloso.
– De poco le sirve ahora que está encadenado -me contestó.
– Si no habla a la fuerza, tal vez hable por vanidad. Ya sabes cómo son algunos hombres… -sugerí.
Al día siguiente Pedro decidió interrogar al toqui Michimalonko de una manera tan poco usual, que ninguno de sus capitanes comprendió qué demonios pretendía. Comenzó por ordenar que le quitaran las ataduras y lo llevaran a una vivienda separada, lejos de los otros cautivos, donde las tres indias más bellas de mi servicio lo lavaron y vistieron con ropa limpia de buena calidad, le sirvieron una abundante comida y tanto muday como quiso beber. Valdivia lo hizo escoltar por una guardia de honor y lo recibió en la oficina del cabildo embanderada, rodeado de sus capitanes en armaduras relucientes y con penachos de finísimos colores. Yo asistí con mi vestido de terciopelo color amatista, el único que tenía, los demás quedaron tirados en el camino del norte. Michimalonko me dirigió una mirada apreciativa, no sé si reconoció a la sargentona que lo había enfrentado con una espada. Habían dispuesto dos sillas iguales, una para Valdivia y otra para el toqui. Contábamos con un lengua, pero ya sabíamos que el mapudungu no se puede traducir, porque es un idioma poético que se va creando en la medida en que se habla; las palabras cambian, fluyen, se juntan, se deshacen, es puro movimiento, por eso tampoco se puede escribir. Si uno trata de traducirlo palabra por palabra, no se entiende nada. A lo más, el lengua podía transmitir una idea general. Con el mayor respeto y solemnidad, Valdivia manifestó su admiración por el valor de Michimalonko y sus guerreros. El toqui replicó con similares finezas, y así, de una zalamería en otra, Valdivia fue conduciéndolo por el camino de la negociación, mientras sus capitanes observaban la escena perplejos. El viejo estaba orgulloso de discutir mano a mano con ese poderoso enemigo, uno de los barbudos que habían derrotado nada menos que al imperio del Inca. Pronto empezó a jactarse de su posición, su linaje, sus tradiciones, el número de sus huestes y sus mujeres, que eran más de veinte, pero había espacio en su morada para varias más, incluso alguna chiñura española. Valdivia le contó que Atahualpa había llenado una pieza de oro hasta el techo para pagar su rescate; mientras más valioso el prisionero, más alto el rescate, agregó. Michimalonko se quedó pensando por un rato, sin que nadie lo interrumpiera, preguntándose, supongo, por qué a los huincas les gustaba tanto ese metal, que a ellos sólo les había traído problemas; por años tuvieron que dárselo al Inca como tributo. He aquí, sin embargo, que de pronto podía tener buen uso: pagar su propio rescate. Si Atahualpa llenó una pieza de oro, él no podía ser menos. Entonces se puso de pie, erguido como una torre, se golpeó el pecho con los puños y anunció con voz firme que a cambio de su libertad estaba dispuesto a entregar a los huincas la única mina de la región, unos lavaderos de oro llamados de Marga-Marga, y ofreció además mil quinientas personas para trabajar en ellos.
¡Oro! Hubo regocijo en la ciudad, por fin la aventura de conquistar Chile adquiría sentido para los hombres. Pedro de Valdivia partió con un destacamento bien armado, llevando a Michimalonko a su lado en un hermoso alazán, que le regaló. Llovía a cántaros, iban ensopados y tiritando, pero con muy buen ánimo. Mientras, en Santiago se escuchaban los alaridos de furia de los toquis traicionados por Michimalonko, que todavía estaban encadenados a sus postes. Las trutucas -flautas hechas con largas cañas- respondían desde el bosque a las maldiciones en mapudungu de los jefes.
El jactancioso Michimalonko guió a los huincas por los cerros hacia la desembocadura de un río cerca de la costa, a treinta leguas de Santiago, y de allí hacia un arroyo donde se hallaban los lavaderos que su gente había explotado por muchos años sin otro propósito que satisfacer la codicia del Inca. De acuerdo a lo negociado, puso mil quinientas almas a disposición de Valdivia, más de la mitad de las cuales resultaron ser mujeres, pero no hubo nada que alegar, porque entre los indígenas chilenos ellas realizan el trabajo, los hombres sólo hacen discursos y tareas que requieran músculos, como la guerra, nadar y jugar a la pelota. Los hombres asignados por Michimalonko eran flojísimos, porque no les pareció labor de guerreros pasar el día en el agua con un canastito lavando arena, pero Valdivia supuso que los negros los volverían más complacientes a latigazos. Llevo muchos años en Chile y sé que es inútil esclavizar a los mapuche, se mueren o se escapan. No son vasallos ni entienden la idea del trabajo, menos entienden las razones para lavar oro en el río y dárselo a los huincas. Viven de la pesca, la caza, algunos frutos, como el piñón, las siembras y los animales domésticos. Poseen sólo lo que pueden llevar consigo. ¿Qué razón tendrían para someterse al látigo de los capataces? ¿El temor? No lo conocen. Aprecian primero la valentía y segundo la reciprocidad: tú me das, yo te doy, con justicia. No tienen calabozos, alguaciles ni otras leyes más que las naturales; el castigo también es natural, quien hace algo malo corre el riesgo de que le llegue lo mismo. Así es en la Naturaleza, y no puede ser diferente entre los humanos. Llevan cuarenta años en guerra con nosotros, y aprendieron a torturar, robar, mentir y hacer trampas, pero me han dicho que entre ellos conviven en paz. Las mujeres mantienen una red de relaciones que une a los clanes, incluso aquellos separados por cientos de leguas. Antes de la guerra se visitaban a menudo y, como los viajes eran largos, cada encuentro duraba semanas y servía para fortalecer lazos y la lengua mapudungu, contar historias, bailar, beber, acordar nuevos matrimonios. Una vez al año las tribus se juntaban a campo abierto para un Nguillatún, invocación al Señor de la Gente, Ngenechén, y para honrar a la Tierra, diosa de la abundancia, fecunda y fiel, madre del pueblo mapuche. Consideran una falta de respeto molestar a Dios cada domingo, como nosotros; una vez al año es más que suficiente. Sus toquis poseen una autoridad relativa, porque no hay obligación de obedecerles, sus responsabilidades son más que sus privilegios. Así describe Alonso de Ercilla y Zúñiga la forma en que son elegidos: