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Al otro día, cuando volvió de su reunión con el cabildo, Pedro me preguntó quién era el pequeño salvaje. Le expliqué que me lo había endosado el capellán, que suponíamos que era huérfano. Pedro lo llamó, lo examinó de pies a cabeza y le gustó, tal vez le recordaba cómo era él mismo a esa edad, igual de intenso y altivo. Se dio cuenta de que el niño no hablaba castellano y mandó a buscar a un lengua.

– Dile que puede quedarse con nosotros siempre que se haga cristiano. Se llamará Felipe. Me gusta ese nombre, si tuviera un hijo, así lo llamaría. ¿De acuerdo? -anunció Valdivia.

El chico asintió. Pedro agregó que si era sorprendido robando lo haría azotar primero y lo echaría de la ciudad enseguida; podía darse por afortunado, porque otro vecino le cortaría la mano derecha de un hachazo. ¿Entendido? Asintió de nuevo, mudo, con una expresión más irónica que asustada. Le pedí al lengua que le propusiera un trato: si él me enseñaba su idioma, yo le enseñaría castellano. A Felipe no le interesó para nada. Entonces Pedro mejoró la oferta: si me enseñaba mapudungu tendría permiso para cuidar los caballos. De inmediato se iluminó la cara del mocoso y desde ese instante demostró adoración por Pedro, a quien llamaba Taita. A mí me decía formalmente chiñura, por señora, supongo. En eso quedamos. Felipe resultó buen maestro, y yo, una alumna aventajada; así es como gracias a él me convertí en la única huinca capaz de entenderse directamente con los mapuche, pero eso habría de tomar casi un año. Dije «entenderse con los mapuche» pero eso es una fantasía, nunca nos entenderemos, hay demasiados rencores acumulados.

Estábamos todavía en la mitad del invierno cuando llegaron a galope desenfrenado dos de los soldados que Pedro había dejado en Marga-Marga. Venían extenuados, malheridos, chorreados de lluvia y sangre, con las cabalgaduras a punto de reventar, a comunicarnos que en la mina se habían alzado los indios de Michimalonko y habían asesinado a muchos yanaconas, a los negros y a casi todos los soldados españoles; sólo ellos habían logrado escapar con vida. Del oro recogido no quedaba una sola pepita. En la playa de Concón también habían matado a nuestra gente; los cuerpos hechos pedazos yacían desparramados sobre la arena, y el barco en construcción estaba reducido a un montón de palos quemados. En total habíamos perdido a veintitrés soldados y a un número indeterminado de yanaconas.

– ¡Maldito Michimalonko, indio de mierda! ¡Cuando lo agarre lo haré empalar vivo! -rugió Pedro de Valdivia.

No había alcanzado a absorber el impacto de la noticia cuando llegaron Villagra y Aguirre a confirmar lo que las espías de Cecilia habían advertido semanas antes: miles de indígenas iban llegando al valle. Venían en grupos pequeños, hombres armados y pintados para la guerra. Se escondían en los bosques, en los cerros, bajo la tierra y en las mismísimas nubes. Pedro decidió, como siempre, que la mejor defensa era el ataque; seleccionó a cuarenta soldados de probado valor y partió a matacaballo al amanecer del día siguiente a dar un escarmiento en Marga-Marga y Concón.

En Santiago quedamos con una sensación de absoluto desamparo. Las palabras de Francisco de Aguirre definían nuestra situación: estábamos en el culo del mundo y rodeados de salvajes en cueros. No había oro ni barco, el desastre era total. El capellán González de Marmolejo nos reunió en misa y nos dio una exaltada arenga sobre la fe y el coraje, pero no logró levantar los ánimos de la población asustada. Sancho de la Hoz aprovechó la revoltura para culpar a Valdivia de nuestros padecimientos y así consiguió aumentar a cinco el número de sus adeptos, entre ellos el infeliz Chinchilla, uno de los veinte que se sumaron a la expedición en Copiapó. Nunca me gustó ese hombre, por simulador y cobarde, pero no imaginé que además fuera tonto de capirote. La idea no era original -asesinar a Valdivia-, aunque esta vez los conspiradores no contaban con los cinco puñales idénticos, que se hallaban bien guardados en el fondo de uno de mis baúles. Tan seguro estaba Chinchilla de la genialidad del plan, que se tomó unos tragos de más, se vistió de payaso, con campanitas y cascabeles, y salió a la plaza a hacer cabriolas imitando al gobernador. Por supuesto que Juan Gómez lo arrestó de inmediato, y apenas le mostró unos torniquetes y le explicó en qué parte del cuerpo se los aplicaría, Chinchilla se orinó de miedo y delató a sus compinches.

Pedro de Valdivia regresó más apurado de lo que salió, porque sus cuarenta bravos no alcanzaban ni remotamente para enfrentarse al inesperado número de guerreros que habían ido llegando al valle. Logró rescatar a los pobres yanaconas que habían sobrevivido a la matanza de Marga-Marga y Concón y estaban ocultos en la vegetación, desfallecientes de hambre, frío y terror. Se enfrentó con grupos enemigos, que pudo dispersar, y gracias a la suerte, que hasta entonces no le había fallado, cogió prisioneros a tres caciques y los trajo a Santiago. Con ellos teníamos siete rehenes.

Para que un pueblo sea pueblo se requieren nacimientos y muertes, pero por lo visto en los pueblos españoles se precisan también ejecuciones. Tuvimos las primeras de Santiago esa misma semana, después de un breve juicio -esta vez con tormento- en el que se condenó a los conspiradores a muerte inmediata. Chinchilla y otros dos fueron ahorcados y sus cuerpos quedaron expuestos al viento y a los enormes buitres chilenos durante varios días, en la cumbre del cerro Santa Lucía. A un cuarto lo decapitaron en la prisión, porque hizo valer sus títulos de nobleza para no morir por soga, como un villano. Ante la sorpresa general, Valdivia perdonó de nuevo a Sancho de la Hoz, el principal instigador de la revuelta. En esta ocasión me opuse en privado a su decisión, porque ya no existían las cédulas reales, De la Hoz había firmado un documento renunciando a la conquista y Pedro era el legítimo gobernador de Chile. Ese fanfarrón ya nos había dado demasiadas molestias. Nunca sabré por qué salvó la cabeza una vez mas. Pedro se negó a darme explicaciones, y para entonces yo había aprendido que ante un hombre como él es mejor no insistir. Ese año de vicisitudes le agrió el carácter y perdía el control con facilidad. Tuve que cerrar la boca.

En la naturaleza más espléndida del mundo, en lo profundo de la selva fría del sur de Chile, en el silencio de raíces, cortezas y ramajes fragantes, ante la presencia altiva de los volcanes y las cumbres de la cordillera, junto a lagos color esmeralda y espumosos ríos de nieve derretida, se reunieron las tribus mapuche en una ceremonia especial, un cónclave de ancianos, cabezas de linaje, toquis, loncos, machis, guerreros, mujeres y niños.

Las tribus fueron llegando de a poco al claro del bosque, inmenso anfiteatro en lo alto de una colina que los hombres ya habían delimitado con ramas de araucaria y canelo, árboles sagrados. Algunas familias habían viajado durante semanas bajo la lluvia para acudir a la cita. Los grupos que llegaron con anticipación levantaron sus rucas o chozas mimetizadas de tal modo con la naturaleza, que a pocas varas de distancia no se veían. Los que llegaron más tarde improvisaron ramadas, techos de hojas, y tendieron sus mantas de lana. En la noche prepararon comida para intercambiar con otros, bebieron chicha y muday, pero con moderación, para no cansarse. Se visitaron para ponerse al día de las noticias con largas narraciones en tono poético y solemne, repitiendo las historias de sus clanes memorizadas de generación en generación. Hablar y hablar, eso era lo más importante. Frente a cada vivienda mantenían una fogata encendida y el humo se diluía en la neblina que se desprendía de la tierra al amanecer. Las pequeñas fogatas ardían en la niebla, iluminando el paisaje lechoso del alba. Los jóvenes volvieron del río, donde habían nadado en aguas heladas, y se pintaron las caras y los cuerpos con los colores rituales, amarillo y azul. Los caciques se colocaron sus mantos de lana bordada, celestes, negros, blancos, se colgaron al pecho las toquicuras, hachas de piedra, signo de su poder, se coronaron de plumas de garza, ñandú y cóndor, mientras las machis quemaban yerbas aromáticas y preparaban el rewe, escalera espiritual para hablar con Ngenechén.

– Te ofrecemos un chorrito de muday, es la costumbre, para alimentar al espíritu de la Tierra, que nos anda siguiendo. Ngenechén hizo el muday, hizo la Tierra, hizo el canelo, hizo el cabrito y el cóndor.

Las mujeres se trenzaron el cabello con lanas de colores, celeste las solteras, rojo las casadas, se adornaron con sus mantos más finos y sus joyas de plata, mientras los niños, también vestidos de fiesta, callados, serios, se sentaron en semicírculo. Los hombres se formaron como un solo cuerpo de madera, soberbios, puro músculo; las cabelleras negras sujetas por cintillos tejidos, las armas en las manos.

Con los primeros rayos del sol comenzó la ceremonia. Los guerreros corrieron por el anfiteatro dando alaridos y blandiendo sus armas, mientras sonaban los instrumentos musicales para espantar a las fuerzas del mal. Las machis sacrificaron varios guanacos, después de pedirles permiso para ofrecer sus vidas al Señor Dios. Vertieron un poco de sangre en el suelo, arrancaron los corazones, los ahumaron con tabaco, luego los partieron en trocitos y los repartieron entre los toquis y loncos; así comulgaron entre ellos y con la Tierra.

– Señor Ngenechén, ésta es la pura sangre de los animales, sangre tuya, sangre que nos das para que tengamos vida y podamos movernos, Padre Dios, por eso con esta sangre estamos rogándote que nos bendigas.

Las mujeres comenzaron un canto melancólico y profundo, mientras los hombres salieron al centro del anfiteatro y danzaron, lento y pesado, golpeando el suelo con los pies desnudos al son de cultrunes y trutucas.