Por encima de la batahola de pólvora, relinchos, ladridos y chivateo de la batalla, escuché claramente las voces de los siete caciques azuzando a sus gentes a grito destemplado. No sé lo que me pasó entonces. A menudo he pensado en ese fatídico 11 de septiembre y he tratado de entender los sucesos, pero creo que nadie puede describir con exactitud cómo fueron, cada uno de los participantes tiene una versión diferente, según lo que le tocó vivir. Era densa la humareda, tremenda la confusión, ensordecedor el ruido. Estábamos trastornados, luchando por nuestras vidas, locos de sangre y violencia. No puedo recordar en detalle mis acciones de ese día, de necesidad debo fiarme en lo que otros han contado. Recuerdo, eso sí, que en ningún momento tuve miedo, porque la ira me ocupaba por completo.
Dirigí la vista hacia la celda, de donde provenían los alaridos de los cautivos, y a pesar del humo de los incendios distinguí con absoluta claridad a mi marido, Juan de Málaga, que me venía penando desde el Cuzco, apoyado en la puerta, mirándome con sus lastimeros ojos de espíritu errante. Me hizo un gesto con la mano, como llamándome. Me abrí paso entre soldados y caballos, evaluando el desastre con una parte de la mente y obedeciendo con otra la orden muda de mi difunto marido. La celda no era más que una habitación improvisada en el primer piso de la casa de Aguirre y la puerta consistía en unas cuantas tablas con una tranca por fuera, vigilada por dos jóvenes centinelas con instrucciones de defender a los cautivos con sus vidas, puesto que representaban nuestra única carta de negociación con el enemigo. No me detuve a pedirles permiso, simplemente los hice a un lado de un empujón y levanté la pesada tranca con una sola mano, ayudada por Juan de Málaga. Los guardias me siguieron adentro, sin ánimo de hacerme frente y sin imaginar mis intenciones. La luz y el humo entraban por las rendijas, sofocando el aire, y un polvo rojizo se levantaba del suelo, de modo que la escena era borrosa, pero pude ver a los siete prisioneros encadenados a gruesos postes, debatiéndose como demonios hasta donde permitían los hierros y aullando a pleno pulmón para llamar a los suyos. Cuando me vieron entrar con el fantasma ensangrentado de Juan de Málaga, se callaron.
– ¡Matadlos a todos! -ordené a los guardias en un tono imposible de reconocer como mi voz.
Tanto los presos como los centinelas quedaron pasmados.
– ¿Que los matemos, señora? ¡Son los rehenes del gobernador!
– ¡Matadlos, he dicho!
– ¿Cómo queréis que lo hagamos? -preguntó uno de los soldados, espantado.
– ¡Así!
Y entonces enarbolé la pesada espada a dos manos y la descargué con la fuerza del odio sobre el cacique que tenía más cerca, cercenándole el cuello de un solo tajo. El impulso del golpe me lanzó de rodillas al suelo, donde un chorro de sangre me saltó a la cara, mientras la cabeza rodaba a mis pies. El resto no lo recuerdo bien. Uno de los guardias aseguró después que decapité de igual forma a los otros seis prisioneros, pero el segundo dijo que no fue así, que ellos terminaron la tarea. No importa. El hecho es que en cuestión de minutos había siete cabezas por tierra. Que Dios me perdone. Cogí una por los pelos, salí a la plaza a trancos de gigante, me subí en los sacos de arena de la barricada y lancé mi horrendo trofeo por los aires con una fuerza descomunal, y un pavoroso grito de triunfo, que subió desde el fondo de la tierra, me atravesó entera y escapó vibrando como un trueno de mi pecho. La cabeza voló, dio varias vueltas y aterrizó en medio de la indiada. No me detuve a ver el efecto, regresé a la celda, cogí otras dos y las lancé en el costado opuesto de la plaza. Me parece que los guardias me trajeron las cuatro restantes, pero tampoco de eso estoy segura, tal vez yo misma fui a buscarlas. Sólo sé que no me fallaron los brazos para enviar las cabezas por los aires. Antes de que hubiese lanzado la última, una extraña quietud cayó sobre la plaza, el tiempo se detuvo, el humo se despejó y vimos que los indios, mudos, despavoridos, empezaban a retroceder, uno, dos, tres pasos, luego empujándose, salían a la carrera y se alejaban por las mismas calles que ya tenían tomadas.
Transcurrió un tiempo infinito, o tal vez sólo un instante. El agobio me vino de golpe y los huesos se me deshicieron en espuma, entonces desperté de la pesadilla y pude darme cuenta del horror cometido. Me vi como me veía la gente a mi alrededor: un demonio desgreñado, cubierto de sangre, ya sin voz de tanto gritar. Se me doblaron las rodillas, sentí un brazo en la cintura y Rodrigo de Quiroga me levantó en vilo, me apretó contra la dureza de su armadura y me condujo a través de la plaza en medio del más profundo estupor.
Santiago de la Nueva Extremadura se salvó, aunque ya no era más que palos quemados y estropicio. De la iglesia sólo quedaban unos pilares; de mi casa, cuatro paredes renegridas; la de Aguirre estaba mas o menos en pie y el resto era sólo ceniza. Habíamos perdido a cuatro soldados, los demás estaban heridos, varios de gravedad. La mitad de los yanaconas murieron en el combate y cinco más perecieron en los días siguientes de infección y desangramiento. Las mujeres y los niños salieron indemnes porque los atacantes no descubrieron la cueva de Cecilia. No conté los caballos ni los perros, pero de los animales domésticos sólo quedaron el gallo, dos gallinas y la pareja de cerdos que salvamos con Catalina. Semillas casi no quedaron, sólo teníamos cuatro puñados de trigo.
Rodrigo de Quiroga, como los demás, creyó que yo había enloquecido sin vuelta durante la batalla. Me llevó en brazos hasta las ruinas de mi casa, donde todavía funcionaba la improvisada enfermería, y me dejó con cuidado en el suelo. Tenía una expresión de tristeza e infinita fatiga cuando se despidió de mí con un beso ligero en la frente y volvió a la plaza. Catalina y otra mujer me quitaron la coraza, la cota de malla y el vestido ensopado en sangre buscando las heridas que yo no tenía. Me lavaron como pudieron con agua y un puñado de crines de caballo a modo de esponja, porque ya no quedaban trapos, y me obligaron a beber media taza de licor. Vomité un líquido rojizo, como si también hubiera tragado sangre ajena.
El estruendo de las muchas horas de batalla fue reemplazado por un silencio espectral. Los hombres no podían moverse, cayeron donde estaban y allí se quedaron, ensangrentados, cubiertos de hollín, polvo y ceniza, hasta que las mujeres salieron a darles agua, quitarles las armaduras, ayudarlos a levantarse. El capellán recorrió la plaza para hacer la señal de la cruz sobre la frente de los muertos y cerrarles los ojos, luego se echó al hombro a los heridos uno a uno y los llevó a la enfermería. El noble caballo de Francisco de Aguirre, herido fatalmente, se mantuvo en sus temblorosas patas por pura voluntad, hasta que entre varias mujeres pudieron bajar al jinete; entonces agachó la cerviz y murió antes de caer al suelo. Aguirre tenía varias heridas superficiales y estaba tan rígido y acalambrado que no pudieron quitarle la armadura ni las armas, hubo que dejarlo en un rincón durante más de media hora, hasta que pudo recuperar el movimiento. Después el herrero cortó con una sierra la lanza por ambos extremos para quitársela de la mano agarrotada y entre varias mujeres lo desvestimos, tarea difícil, porque era enorme y seguía tieso como una estatua de bronce. Monroy y Villagra, en mejores condiciones que otros capitanes y enardecidos por la contienda, tuvieron la peregrina idea de perseguir con algunos soldados a los indígenas que huían en desorden, pero no hallaron un solo caballo que pudiera dar un paso y ni un solo hombre que no estuviese herido.
Juan Gómez había luchado como un león pensando durante todo el día en Cecilia y su hijo, sepultados en mi solar, y apenas terminó la batahola corrió a abrir la cueva. Desesperado, quitó la tierra a mano, porque no pudo hallar una pala, los atacantes se habían llevado cuanto había. Arrancó las tablas a tirones, abrió la tumba y se asomó a un hoyo negro y silencioso.
– ¡Cecilia, Cecilia! -gritó, aterrado.
Y entonces la voz clara de su mujer le respondió desde el fondo.
– Por fin vienes, Juan, ya empezaba a aburrirme.
Las tres mujeres y los niños habían sobrevivido más de doce horas bajo tierra, en total oscuridad, con muy poco aire, sin agua y sin saber qué sucedía afuera. Cecilia asignó a las nodrizas la tarea de ponerse los críos al pezón por turnos durante el día entero, mientras ella, hacha en mano, se dispuso a defenderlas. La caverna no se llenó de humo por obra y gracia de Nuestra Señora del Socorro, o tal vez porque fue sellada por las paletadas de tierra con que Juan Gómez intentó disimular la entrada.
Monroy y Villagra decidieron mandar esa misma noche un mensajero a dar cuenta del desastre a Pedro de Valdivia, pero Cecilia, quien había emergido del subterráneo tan digna y hermosa como siempre, opinó que ningún mensajero saldría con vida de semejante misión, el valle era un hormiguero de indios hostiles. Los capitanes, poco acostumbrados a prestar oído a voces femeninas, hicieron caso omiso.
– Ruego a vuestras mercedes que escuchéis a mi mujer. Su red de información nos ha sido siempre útil -intervino Juan Gómez.
– ¿Qué proponéis, doña Cecilia? -preguntó Rodrigo de Quiroga, a quien le habíamos cauterizado dos heridas y estaba demacrado por el cansancio y la pérdida de sangre.
– Un hombre no puede cruzar las líneas enemigas…
– ¿Sugerís que mandemos una paloma mensajera? -interrumpió Villagra, burlón.
– Mujeres. No una sola, sino varias. Conozco a muchas mujeres quechuas en el valle, ellas llevarán la noticia de boca en boca al gobernador, más rápido que cien palomas volando -aseguró la princesa inca.
Como no había tiempo para largas discusiones, decidieron enviar el mensaje por dos vías, la que ofrecía Cecilia y un yanacona, ágil como liebre, quien intentaría cruzar el valle de noche y alcanzar a Valdivia. Lamento decir que ese fiel servidor fue sorprendido al amanecer y muerto de un mazazo. Mejor no pensar en su suerte si hubiese caído vivo en manos de Michimalonko. El cacique debía de estar enfurecido por el fracaso de sus huestes; no tendría cómo explicar a los indómitos mapuche del sur que un puñado de barbudos había atajado a ocho mil de sus guerreros. Mucho menos podía mencionar a una bruja que lanzaba cabezas de caciques por los aires como si fuesen melones. Le llamarían cobarde, lo peor que puede decirse de un guerrero, y su nombre no formaría parte de la épica tradición oral de las tribus, sino de burlas maliciosas. El sistema de Cecilia, sin embargo, sirvió para hacer llegar el mensaje al gobernador en el plazo de veintiséis horas. La noticia voló de un caserío a otro a lo largo y ancho del valle, atravesó bosques y montes y alcanzó a Valdivia, quien andaba de un lado a otro con sus hombres buscando en vano a Michimalonko, sin comprender aún que había sido engañado.