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Felipe, o Felipillo, como llamaban al joven mapuche, se convirtió en la sombra de Pedro y llegó a ser una figura familiar en la ciudad, mascota de los soldados, a quienes divertía la forma en que imitaba los modales y la voz del gobernador, sin ánimo de burla, sino por admiración. Pedro fingía no darse cuenta, pero sé que le halagaba la callada atención del muchacho y su prontitud para servirlo: bruñía su armadura con arena, afilaba su espada, ensebaba sus correas si conseguía un poco de grasa, y, sobre todo, cuidaba a Sultán como si fuese su hermano. Pedro lo trataba con esa jovial indiferencia con que se convive con un perro fiel; no necesitaba hablarle, Felipe adivinaba los deseos del Taita. Pedro ordenó a un soldado que enseñara al chico a usar un arcabuz «para que defienda a las mujeres de la casa en mi ausencia», manifestó, lo cual me ofendió, porque siempre era yo quien defendía no sólo a las mujeres, también a los varones. Felipe era un muchacho contemplativo y silencioso, capaz de pasar horas inmóvil, como un monje anciano. «Es flojo, como todos los de su raza», decían de él. Con el pretexto de las clases de mapudungu -una imposición casi intolerable para él, porque me despreciaba por ser mujer-, averigüé buena parte de lo que sé sobre los mapuche. Para ellos la Santa Tierra provee, la gente toma lo necesario y agradece, no toma más y no acumula; el trabajo es incomprensible, puesto que no hay futuro. ¿Para qué sirve el oro? La tierra no es de nadie, el mar no es de nadie; la sola idea de poseerlos o dividirlos producía ataques de risa al habitualmente sombrío Felipe. Las personas tampoco pertenecen a otros. ¿Cómo pueden los huincas comprar y vender gente si no es suya? A veces el muchacho pasaba dos o tres días mudo, huraño, sin comer, y al preguntarle qué le sucedía, la respuesta era siempre la misma: «Hay días contentos y días tristes». Cada uno es dueño de su silencio. Se llevaba mal con Catalina, quien desconfiaba de él, pero se contaban los sueños, porque para ambos la puerta estaba siempre abierta entre las dos mitades de la vida, nocturna y diurna, y a través de los sueños la divinidad se comunicaba con ellos. No hacer caso de los sueños causa grandes desgracias, aseguraban. Felipe nunca permitió que Catalina le echara la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar, por las que sentía un terror supersticioso, tal como se negaba a probar sus yerbas medicinales.

Los criados tenían prohibido montar los caballos, bajo pena de azotes, pero con Felipe se hizo una excepción, ya que él los alimentaba y era capaz de domarlos sin violencia, hablándoles al oído en mapudungu. Aprendió a cabalgar como un gitano y sus proezas causaban sensación en esa aldea triste. Se pegaba sobre la bestia hasta ser parte de ella, iba con su ritmo, sin forzarla jamás. No usaba montura ni espuelas, guiaba con una leve presión de las rodillas y llevaba las riendas en la boca, así las dos manos le quedaban libres para el arco y las flechas. Podía subirse cuando el caballo iba a la carrera, dar vuelta sobre el lomo y quedar mirando hacia la cola o colgarse con brazos y piernas, de modo que galopaba con el pecho contra el vientre del animal. Los hombres le hacían ruedo y, por mucho que lo intentaron, ninguno pudo imitarlo. A veces se perdía por varios días en sus excursiones de caza y, justo cuando ya lo dábamos por muerto en manos de Michimalonko, retornaba sano y salvo con una rastra de pájaros al hombro para enriquecer nuestra desabrida sopa. Valdivia se inquietaba cuando desaparecía; en más de una ocasión lo amenazó con el látigo si volvía a salir sin permiso, pero nunca cumplió, porque dependíamos del producto de sus cacerías. Al centro de la plaza estaba el tronco ensangrentado donde se aplicaban las penas de azote, pero a Felipe no parecía causarle ningún temor. Para entonces se había convertido en un adolescente delgado, alto para alguien de su raza, puro hueso y músculo, de expresión inteligente y ojos sagaces. Era capaz de echarse a las espaldas más peso que cualquier hombre adulto y cultivaba un desprecio absoluto por el dolor y la muerte. Los soldados admiraban su estoicismo y algunos, para entretenerse, lo ponían a prueba. Tuve que prohibirles que lo desafiaran a coger un carbón encendido con la mano o clavarse espinas untadas en ají picante. Invierno y verano se bañaba por horas en las aguas siempre frías del Mapocho. Nos explicó que el agua helada fortalece el corazón, por eso las madres mapuche sumergen a los niños en agua apenas nacen. Los españoles, que huyen del baño como del fuego, se instalaban en lo alto del muro a observarlo nadar y cruzar apuestas sobre su resistencia. A veces se sumergía en las aguas tormentosas del río durante varios padrenuestros y, cuando ya los mirones empezaban a pagar las apuestas a los ganadores, Felipe aparecía ileso.

Lo peor de esos años fue el desamparo y la soledad. Esperábamos socorro sin saber si habría de llegar, todo dependía de la gestión del capitán Monroy. Ni siquiera la infalible red de espías de Cecilia pudo dar razón de él y los otros cinco bravos, pero no nos hacíamos ilusiones. Habría sido un milagro si ese puñado de hombres hubiese pasado entre los indios hostiles, cruzado el desierto y llegado a su destino. Pedro me decía, en la intimidad de nuestras conversaciones en la cama, que el verdadero milagro sería que Monroy consiguiese ayuda en el Perú, donde nadie quería invertir dinero en la conquista de Chile. Los arreos de oro de su caballo lograrían impresionar a los curiosos, pero no a los políticos y comerciantes. El mundo se nos redujo a unas cuantas cuadras dentro de un murallón de adobe, a las mismas caras estragadas, a los días sin noticias, a la eterna rutina, a las esporádicas salidas de la caballería en busca de comida o a repeler a un grupo de indios atrevidos, a rosarios, procesiones y entierros. Hasta las misas se redujeron a un mínimo, porque nos quedaba sólo media botella de vino para consagrar y habría sido un sacrilegio usar chicha. Eso sí, no faltó agua, porque cuando los indios nos impedían ir al río o atascaban con piedras los canales de riego de los incas, hicimos pozos. No se necesitaba mi talento para ubicar agua, porque donde caváramos la había en abundancia. Como carecíamos de papel para anotar las actas del cabildo y las sentencias judiciales, se usaban tiras de cuero, pero en un descuido se las comieron los perros hambrientos, de manera que hay pocos registros oficiales de las penurias pasadas en esos años.

Esperar y esperar, en eso se nos iban los días. Esperábamos a los indios con las armas en la mano, esperábamos que cayera un ratón en las trampas, esperábamos noticias de Monroy. Estábamos cautivos dentro de la ciudad, rodeados de enemigos, medio muertos de hambre, pero había cierto orgullo en la desgracia y la pobreza. Para las festividades, los soldados se colocaban la armadura completa sobre el cuerpo desnudo o protegido por pedazos de piel de conejo o de rata, porque no disponían de ropa para llevar debajo, pero las mantenían brillantes como plata. La única sotana de González de Marmolejo estaba tiesa de zurcidos y de mugre, pero para la misa se ponía encima un pedazo de mantel de encaje que se había salvado del incendio. Al igual que Cecilia y otras mujeres de los capitanes, carecía de sayas decentes, pero pasábamos horas peinándonos y nos teñíamos los labios de rosa con el fruto amargo de un arbusto que, según Catalina, era venenoso. Ninguna se murió de eso, pero es cierto que nos producía una cagantina muy fea. Nos referíamos a nuestras miserias siempre en tono de chanza, porque quejarse en serio habría sido de pusilánimes. Los yanaconas no entendían esa forma de humor, tan española, y andaban como perros apaleados soñando con volver al Perú. Algunas mujeres indígenas escaparon para entregarse a los mapuche, con quienes al menos no pasarían hambre, y ninguna regresó. Para evitar que las imitaran, echamos a correr el rumor de que se las habían comido, aunque Felipe sostenía que los mapuche siempre están dispuestos a agregar otra esposa a sus familias.

– ¿Qué pasa con ellas cuando muere el marido? -le pregunté en mapudungu, pensando en la mortandad de guerreros que dejaban las batallas.

– Se hace lo que se debe: el hijo mayor las hereda a todas menos a su madre -me contestó.

– Y tú, mocoso, ¿no quieres casarte todavía? -le sugerí en broma.

– No es el momento de robar una mujer -replicó, muy serio.

En la tradición mapuche el novio roba, con ayuda de sus hermanos y amigos, a la muchacha que desea, según me contó. A veces la partida de mozalbetes entra con violencia en la casa de la chica, amarra a los padres y se la lleva pataleando, pero después se arregla el entuerto, siempre que la novia esté de acuerdo, cuando el pretendiente paga la suma correspondiente en animales y otros bienes a sus futuros suegros. Así formalizan la unión. El hombre puede tener varias esposas, pero debe dar lo mismo a cada una y tratarlas igual. A menudo se casa con dos o más hermanas, para no separarlas. González de Marmolejo, quien solía asistir a mis lecciones de mapudungu, explicó a Felipe que esta desenfrenada lascivia era prueba sobrada de la presencia del demonio entre los mapuche, quienes sin el agua sagrada del bautismo terminarían asándose en las brasas del infierno. El muchacho le preguntó si también el demonio estaba entre los españoles, que tomaban una docena de indias sin retribuir con llamas y guanacos a los padres, como se debe, y además les pegaban, no les daban a todas igual trato y cuando se les antojaba las cambiaban por otras. Tal vez españoles y mapuche se encontrarían en el infierno, donde seguirían matándose unos a otros por toda la eternidad, sugirió. Yo debí salir deprisa y a tropezones de la habitación para no reírme en las venerables barbas del clérigo.

Pedro y yo estábamos hechos para el esfuerzo, no para la molicie. El desafío de sobrevivir un día más y mantener en alto la moral de la colonia nos llenaba de energía. Sólo cuando estábamos solos nos permitíamos el desaliento, pero no duraba mucho, pronto nos burlábamos de nosotros mismos. «Prefiero estar mascando ratones aquí contigo, que vestida de brocado en las cortes de Madrid», le decía yo. «Digamos, mejor, que prefieres ser la Gobernadora aquí, que hacer bolillo en Plasencia», me respondía. Y caíamos abrazados sobre la cama, riendo como chiquillos. Nunca estuvimos más unidos, nunca hicimos el amor con tanta pasión y sabiduría como en esa época. Cuando pienso en Pedro, son ésos los momentos que atesoro; así quiero recordarlo, como era a los cuarenta y tantos años, estragado por el hambre, pero de ánimo fuerte y decidido, lleno de ilusión. Agregaría que deseo recordarlo enamorado, pero sería redundante, porque siempre lo estuvo, incluso cuando nos separamos. Sé que murió pensando en mí. En el año de su muerte, 1553, yo me hallaba en Santiago y él guerreando en Tucapel, a muchas leguas de distancia, pero supe tan claramente que agonizaba y moría, que cuando me trajeron la noticia, varias semanas más tarde, no derramé lágrimas. Ya se me había agotado el llanto.