A mediados de diciembre, dos años después de que partiera el capitán Monroy en su riesgosa misión, cuando nos hallábamos preparando una modesta celebración de Navidad con cánticos y un improvisado pesebre, llegó a las puertas de Santiago un hombre agotado y cubierto de polvo, a quien casi dejan afuera, porque al principio los centinelas no lo reconocieron. Era uno de nuestros yanaconas; llevaba dos días corriendo y se las había arreglado para llegar a la ciudad deslizándose sin ser visto por los bosques plagados de indígenas enemigos. Pertenecía a un pequeño grupo que Pedro había dejado en una playa de la costa con la esperanza de que llegaran socorros del Perú. Sobre un promontorio mantenían dispuestas varias hogueras, listas para encenderlas si aparecía una nave. Por fin los vigías, que oteaban el horizonte desde hacía una eternidad, vieron una vela en el mar y, eufóricos, hicieron las debidas señales. El barco, capitaneado por un antiguo amigo de Pedro de Valdivia, traía la ayuda tan esperada.
– Que estés llevando gente y caballos para estar trayendo la carga, pues, tatay. Eso no más te está mandando decir el viracocha del barco -jadeó el indio, extenuado.
Pedro de Valdivia salió al galope con varios capitanes rumbo a la playa. Es difícil describir el alborozo que se apoderó de la ciudad. Era tanto el alivio, que esos endurecidos soldados lloraban, y tanta la anticipación, que nadie hizo caso al cura cuando llamó a una misa de acción de gracias. La población entera estaba asomada sobre el muro oteando el camino, aunque sabíamos que a los visitantes les tomaría unos días llegar a Santiago.
Una expresión de horror se pintó en los rostros de los del barco cuando vieron aparecer a Valdivia y sus soldados en la playa y, después, cuando llegaron a la ciudad y salimos a recibirlos. Eso nos dio una idea aproximada de la magnitud de nuestra miseria. Nos habíamos acostumbrado a nuestro aspecto de esqueletos, los harapos y la mugre, pero al comprender que inspirábamos lástima, sentimos profunda vergüenza. A pesar de que nos habíamos acicalado lo mejor posible y Santiago nos parecía espléndido en la luz radiante del verano, los huéspedes se llevaron la más lamentable impresión, incluso pretendieron regalarle ropa a Valdivia y otros capitanes, pero no hay peor ofensa para un español que recibir caridad. Lo que no pudimos pagar, quedó anotado como deuda, y Valdivia avaló a los demás, porque no teníamos oro. Los comerciantes que habían contratado el barco en el Perú quedaron satisfechos, porque triplicaron lo invertido y estaban seguros de que cobrarían la deuda; la palabra de Valdivia les parecía garantía más que suficiente. Entre ellos se hallaba el mismo comerciante que le prestó dinero a Pedro en el Cuzco, con interés usurero, para financiar la expedición. Venía a cobrar lo suyo multiplicado, pero debió llegar a un acuerdo justo, porque al ver el estado de nuestra colonia comprendió que de otro modo no recuperaría nada. Del cargamento de la nave, Pedro me compró tres camisas de lino y una de fina batista, sayas de diario y otras de seda, botas de trabajo y calzado femenino, jabón, crema de azahar para la cara y un frasco de perfume, lujos que creí que jamás volvería a ver.
La nave había sido enviada por el capitán Monroy. Mientras nosotros soportábamos tribulaciones en Santiago, él y sus cinco compañeros alcanzaron a llegar hasta Copiapó, donde cayeron en manos de los indios. Cuatro soldados fueron aniquilados en el acto, pero Monroy, montado en su alazán de oro, y otro hombre sobrevivieron por un insólito golpe de fortuna; los salvó un soldado español, fugado de la justicia del Perú, que vivía en Chile desde hacía años. El hombre había perdido las dos orejas por ladrón y, avergonzado, huyó de todo contacto con los de su raza y se refugió entre los indígenas. El castigo por robo es la amputación de una mano, costumbre que quedó en España desde los tiempos de los moros, pero en el caso de un soldado se prefiere cortar la nariz o las orejas, así el acusado no queda inútil para luchar. El desorejado alcanzó a intervenir para que los indios no mataran al capitán, a quien supuso muy rico, a juzgar por el oro que llevaba encima, y a su acompañante. Monroy era un hombre simpático y tenía el don de la palabra fácil; cayó tan bien a los indios, que no lo trataron como prisionero, sino como amigo. Al cabo de tres meses de agradable cautiverio, el capitán y el otro español lograron escapar a caballo, pero sin los arreos imperiales, por supuesto. Dicen que en esos meses Monroy enamoró a la hija del cacique y la dejó preñada, pero esto puede ser jactancia del mismo capitán o mito popular, de esos que nunca faltan entre nosotros. El caso es que Monroy llegó al Perú y consiguió refuerzos, entusiasmó a varios comerciantes, mandó la nave a Chile y él se vino por tierra con setenta soldados, que llegaron meses más tarde. Este Alonso de Monroy, galante, leal y de gran coraje, murió en el Perú un par de años más tarde en circunstancias misteriosas. Unos dicen que lo envenenaron, otros que se despachó de pestilencia o de picadura de araña, y no faltan quienes creen que aún está vivo en España, adonde regresó calladamente, cansado de guerras.
La nave nos trajo soldados, alimento, vino, armas, municiones, vestidos, enseres y animales domésticos, es decir, los tesoros con los que soñábamos. Lo más importante fue el contacto con el mundo civilizado; ya no estábamos solos en el último rincón del planeta. También llegaron a aumentar nuestra colonia cinco mujeres españolas, esposas o parientes de soldados. Por primera vez desde que salí del Cuzco pude compararme con otras mujeres de mi raza y comprobar cuánto había cambiado. Decidí dejar las botas y las ropas de hombre, eliminar las trenzas y hacerme un peinado más elegante, untarme la cara con la crema que me regaló Pedro y, en fin, cultivar las gracias femeninas que hacía años había descartado. Volvió el optimismo a henchir los corazones de nuestra gente, nos sentíamos capaces de enfrentar a Michimalonko y al mismo Diablo, si se presentaban en Santiago. Seguramente así lo percibió de lejos el taimado cacique, porque no volvió a atacar la ciudad, aunque fue necesario combatirlo a menudo en los alrededores y perseguirlo hasta sus pucaras. En cada uno de esos encuentros quedaba tal mortandad de indios, que cabía preguntarse de dónde salían más.
Valdivia hizo valer las encomiendas que me había asignado a mí y a algunos de sus capitanes. Mandó emisarios a rogar a los indígenas pacíficos que volvieran al valle, donde siempre habían vivido antes de nuestra llegada, y les prometió seguridad, tierra y comida a cambio de ayudarnos, ya que las haciendas sin almas eran tierra inútil. Muchos de esos indios, que escaparon por miedo a la guerra y al saqueo de los barbudos, volvieron. Gracias a eso empezamos a prosperar. El gobernador también convenció al curaca Vitacura que nos cediera indios quechuas, más eficaces para el trabajo pesado que los chilenos, y con nuevos yanaconas pudo explotar la mina de Marga-Marga y otras de que tuvo noticia. No había labor más sacrificada que la de las minas. Me tocó ver en ellas a centenares de hombres e igual número de mujeres, algunas preñadas, otras con críos atados a la espalda, sumergidos en agua fría hasta la cintura, lavando arena para sacar oro, desde el amanecer hasta la puesta de sol, expuestos a las enfermedades, el látigo de los capataces y los abusos de los soldados.
Hoy, al salir de la cama, me fallaron las fuerzas por primera vez en mi larga vida. Es extraño sentir que el cuerpo se acaba mientras la mente sigue inventando proyectos. Con ayuda de las criadas me vestí para ir a misa, como hago cada día, ya que me gusta saludar a Nuestra Señora del Socorro, ahora dueña de su propia iglesia y de una corona de oro con esmeraldas; hemos sido amigas por mucho tiempo. Procuro ir a la primera misa de la mañana, la de los pobres y de los soldados, porque a esa hora la luz en la iglesia parece venir directa del cielo. Entra el sol de la mañana por las altas ventanas y sus rayos resplandecientes cruzan la nave como lanzas, iluminando a los santos en sus nichos y a veces también a los espíritus que me rondan, ocultos tras los pilares. Es una hora quieta, propicia a la oración. Nada hay tan misterioso como el momento en que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. He asistido a ese milagro miles de veces durante mi vida, pero todavía me sorprende y conmueve como el día de mi Primera Comunión. No puedo evitarlo, siempre lloro al recibir la hostia. Mientras pueda moverme, seguiré yendo a la iglesia y no dejaré mis obligaciones: el hospital, los pobres, el convento de las agustinas, la construcción de las ermitas, la administración de mis encomiendas y esta crónica, que tal vez se alarga más de lo conveniente.
Todavía no me siento derrotada por la edad, aunque admito que me he puesto torpe y olvidadiza, ya no soy capaz de hacer bien lo que antes hacía sin pensarlo dos veces; las horas no me rinden. Sin embargo, no he abandonado la vieja disciplina de lavarme y vestirme con esmero; pretendo mantenerme vanidosa hasta el final, para que Rodrigo me encuentre limpia y elegante cuando nos reunamos al otro lado. Setenta años no me parece demasiada edad… Si mi corazón aguantara, podría vivir diez más, y en ese caso me desposaría de nuevo, porque se necesita amor para seguir viviendo. Estoy segura de que Rodrigo lo entendería, tal como haría yo a la inversa. Si él estuviese conmigo, gozaríamos juntos hasta el final de nuestra existencia, despacio y sin bulla. Rodrigo temía el momento en que ya no pudiéramos hacer el amor. Creo que temía más que nada hacer el ridículo, los hombres ponen mucho orgullo en ese asunto; pero hay muchas maneras de amarse, y yo habría inventado alguna para que, incluso ancianos, siguiéramos retozando como en los mejores tiempos. Echo de menos sus manos, su olor, sus anchas espaldas, su cabello suave en la nuca, el roce de su barba, el soplo de su aliento en mis orejas cuando estábamos juntos en la oscuridad. Es tanta la necesidad de estrecharlo, de yacer con él, que a veces no puedo contener un grito ahogado. ¿Dónde estás, Rodrigo? ¡Qué falta me haces!