Al otro día vino a verme Cecilia, quien ya tenía varios niños, pero ni la maternidad ni los años habían logrado dejar huella en su porte real y su rostro liso de princesa inca. Gracias a su talento para el espionaje y su condición de esposa del alguacil Juan Gómez, conocía todo lo que sucedía puertas adentro en la colonia, incluso mi reciente pataleta. Me encontró en cama, todavía agotada por los exabruptos del día anterior.
– ¡Pedro me las pagará, Cecilia! -anuncié a modo de saludo.
– Te traigo buenas nuevas, Inés. No tendrás que vengarte de él, otros lo harán por ti -me anunció.
– ¿Qué dices?
– Los descontentos, que son muchos en Santiago, planean acusar a Valdivia ante la Real Audiencia en el Perú. Si no pierde la cabeza en el patíbulo, al menos pasará el resto de su vida en un calabozo. ¡Mira qué buena suerte tienes, Inés!
– ¡Esto es idea de Sancho de la Hoz! -exclamé, saltando fuera de la cama para vestirme deprisa.
– ¿Cómo ibas a imaginar que ese necio te haría tan grande favor? De la Hoz ha hecho circular una carta pidiendo que Valdivia sea destituido y muchos vecinos ya la han firmado. La mayoría de la gente quiere deshacerse de Valdivia y nombrarlo gobernador a él -me comunicó Cecilia.
– ¡Ese fantoche no se da por vencido! -mascullé, atándome los botines.
Unos meses antes el malvado cortesano había intentado asesinar a Valdivia. Como todos los planes que se le ocurrían, ése también era bastante pintoresco: se fingió muy enfermo, se metió en la cama, anunció que agonizaba y quería despedirse de sus amigos y enemigos por igual, incluso del gobernador. Instaló a uno de sus secuaces detrás de una cortina, armado de una daga, para acuchillar a Valdivia por la espalda cuando éste se inclinara sobre la cama a oír los susurros del supuesto moribundo. Estos detalles ridículos y el hecho de jactarse de ellos perdían a De la Hoz, porque yo me enteraba de sus tramoyas sin ningún esfuerzo de mi parte. En esa ocasión advertí nuevamente del peligro a Pedro, quien al principio se rió a carcajadas y se negó a creerme, pero después aceptó investigar a fondo el asunto. El resultado dio por culpable a Sancho de la Hoz, quien fue condenado a la horca por segunda o tercera vez, ya perdí la cuenta. Sin embargo, a última hora Pedro lo perdonó, para mantener la costumbre.
Terminé de vestirme, despedí a Cecilia con una disculpa y corrí a hablar con el capitán Villagra para repetirle las palabras de la princesa y asegurarle que si De la Hoz tenía éxito, los primeros en perder la cabeza serían él mismo y otros hombres leales a Pedro.
– ¿Tenéis pruebas, doña Inés? -quiso saber Villagra, rojo de ira.
– No, sólo rumores, don Francisco.
– Con eso me basta.
Y sin más arrestó al intrigante y lo hizo decapitar de un hachazo esa misma tarde, sin darle tiempo ni de confesarse. Después ordenó pasear la cabeza por la ciudad, cogida por los pelos, antes de clavarla en una picota para escarmiento de los dudosos, como es usual en estos casos. ¿Cuántas cabezas he visto expuestas así en mi vida? Imposible contarlas. Villagra se abstuvo de arremeter contra al resto de los conspiradores, escondidos como ratas en sus casas, porque habría tenido que arrestar a la población entera, tanto era el malestar contra Valdivia que reinaba en Santiago. Así este capitán eliminó en una sola noche el germen de una guerra civil y así nos libramos de la sabandija que era Sancho de la Hoz. Ya era tiempo.
Pedro de Valdivia demoró un mes en llegar al Callao porque se detuvo en varios lugares del norte a esperar noticias de Santiago; necesitaba estar seguro de que Villagra había manejado hábilmente la situación y le cubría las espaldas. Sabía de la rebelión de Sancho de la Hoz porque lo había alcanzado un mensajero con la mala nueva, pero no quería ser responsable directo de su fin, ya que ello podía acarrearle problemas con la justicia. Le complacía sobremanera que su fiel lugarteniente resolviera la conspiración a su manera, aunque aparentó sorpresa y desagrado ante los hechos, pues no olvidaba que su enemigo contaba con buenos contactos en la corte de Carlos V
Para hacerse perdonar por mí, Pedro me mandó con un veloz jinete, desde La Serena, una carta de amor y una extravagante sortija de oro. Hice pedazos la carta y regalé el anillo a Catalina con la condición de que lo hiciera desaparecer de mi vista, porque me hacía hervir la sangre.
En el camino al norte el gobernador reunió a un grupo de diez selectos capitanes, a quienes aperó con armaduras, armas y caballos, valiéndose del oro de los esquilmados vecinos de Santiago, y partió con ellos a ponerse bajo las banderas del clérigo La Gasca, legítimo representante del rey en el Perú. Para encontrarse con el ejército de La Gasca, los hidalgos debieron trepar las cumbres heladas de los Andes forzando a los caballos, que caían vencidos por la falta de aire, mientras a ellos el mal de altura les reventaba los oídos y les hacía sangrar por varios orificios del cuerpo. Sabían que La Gasca, quien carecía por completo de experiencia militar, aunque era un hombre de ejemplar temple y voluntad, debería enfrentarse con un ejército formidable y con un general avezado y valiente. A Gonzalo Pizarro se le podía acusar de cualquier cosa menos de pusilánime. Las tropas de La Gasca, que estaban enfermas por el esfuerzo del viaje en la cordillera, paralizadas de frío y aterradas ante la superioridad del enemigo, recibieron a Valdivia y sus diez capitanes como ángeles vengadores. Para La Gasca esos hidalgos, llegados por milagro a socorrerle, resultaron decisivos. Los abrazó, agradecido, y entregó el mando a Pedro de Valdivia, el mítico conquistador de Chile, nombrado maestre de campo. La tropa recuperó de inmediato la confianza, porque con ese general a la cabeza sentía la victoria segura. Valdivia comenzó por asegurar el buen ánimo de los soldados con las palabras justas, producto de muchos años de tratos con sus subordinados, y luego procedió a evaluar sus fuerzas y pertrechos. Al comprender que tenía por delante una tarea ímproba, se sintió rejuvenecer; sus capitanes no lo habían visto tan entusiasmado desde los tiempos de la fundación de Santiago.
Para acercarse al Cuzco, donde debería enfrentarse al ejército del rebelde Gonzalo Pizarro, Valdivia utilizó los angostos senderos de los incas, tallados al borde de los precipicios. Avanzaba con sus tropas como una fila de insectos en la maciza presencia de las montañas moradas: roca, hielo, cumbres perdidas en las nubes, viento y cóndores. Raíces petrificadas surgían a veces de las grietas y de ellas se aferraban los hombres para descansar un momento en el terrible ascenso. Las patas de las bestias resbalaban en los riscos, y los soldados, unidos por cuerdas, debían sujetarlas por las crines para evitar que rodaran a los profundos abismos. El paisaje era de una belleza abrumadora y amenazante, aquél era un mundo de luz refulgente y sombras siderales. El viento y el granizo habían tallado demonios en los contrafuertes; el hielo atrapado en las hendiduras de las rocas brillaba con los colores de la aurora. Por la mañana el sol surgía distante y frío, pintando las cimas con trazos de naranja y rojo; por la tarde la luz desaparecía tan súbitamente como había amanecido, sumiendo la cordillera en la negrura. Las noches resultaban eternas, nadie podía moverse en la oscuridad, hombres y animales se recogían, tiritando, colgados en los bordes de las quebradas.
Para aliviar el mal de altura y dar energía a la gente agotada, Valdivia los puso a masticar hojas de coca, como hacían los quechuas desde tiempos inmemoriales. Cuando supo que Gonzalo Pizarro había hecho cortar los puentes para evitar que cruzaran los ríos y precipicios, mandó a los yanaconas a tejer cuerdas con las fibras vegetales de la región, tarea que realizaban con prodigiosa rapidez. Se adelantó sin ser visto con un grupo de valientes, aprovechando la neblina de la sierra, hasta uno de los pasos cortados por Pizarro, donde ordenó a los indios trenzar las cuerdas de seis en seis, al modo tradicional de los quechuas, y hacer puentes de criznejas con ellas. Un día después llegó La Gasca con el grueso del ejército y encontró el problema resuelto. Pudieron transportar al otro lado a casi mil soldados, cincuenta caballeros, innumerables yanaconas y armamento pesado, balanceándose en las cuerdas sobre el pavoroso precipicio, entre los aullidos del viento. Después Valdivia debió obligar a los fatigados soldados a trepar dos leguas de abrupta montaña, con los pertrechos a las espaldas y halando los cañones, hasta el sitio que había escogido para desafiar a Gonzalo Pizarro. Una vez que apostó el armamento en los puntos estratégicos de los cerros, decidió dar a los hombres un par de días para reponer fuerzas, mientras él, imitando a su maestro, el marqués de Pescara, revisaba personalmente el emplazamiento de la artillería y los arcabuces, hablaba con cada soldado para darle instrucciones y preparaba el plan de batalla. Me parece verlo sobre su caballo, con su nueva armadura, enérgico, impaciente, calculando por adelantado los movimientos del enemigo, disponiendo la ofensiva, como el buen jugador de ajedrez que era. Ya no era joven, tenía cuarenta y ocho años, había engordado un poco y la antigua herida de la cadera le molestaba, pero todavía podía mantenerse a caballo dos días con sus noches, sin descanso, y sé que en esos momentos se sentía invencible. Tan seguro estaba del triunfo, que prometió a La Gasca que perderían menos de treinta hombres en la contienda, y cumplió.