– Leed esto, por favor, padre, y decidme qué significa -dije, y tendí la carta al clérigo.
– Conozco su contenido, hija. El gobernador me hizo el honor de confiar en mí y pedirme consejo.
– Entonces, ¿esta maldad es idea vuestra?
– No, doña Inés, son órdenes de La Gasca, máxima autoridad del rey y de la Iglesia en esta parte del mundo. Aquí tengo los papeles, puedes verlos por ti misma. Tu adulterio con Pedro es motivo de escándalo.
– Ahora, cuando ya no me necesitan, mi amor por Pedro es un escándalo, pero cuando encontré agua en el desierto, curé a enfermos, enterré muertos y salvé Santiago de los indios, entonces yo era una santa.
– Sé lo que sientes, hija mía…
– No, padre, no sospecháis cómo me siento. Es de una ironía satánica que sólo la concubina sea culpable, siendo ella libre y siendo él casado. No me sorprende la bajeza de La Gasca, fraile, mal que mal, pero sí la cobardía de Pedro.
– No tuvo alternativa, Inés.
– Para un hombre bien nacido, siempre hay alternativa cuando se trata de defender el honor. Os advierto, padre, que no me iré de Chile, porque yo lo conquisté y lo fundé.
– ¡Cuídate de la soberbia, Inés! Supongo que no quieres que venga la Inquisición a resolver esto a su manera.
– ¿Me amenazáis? -le pregunté con el estremecimiento que siempre me produce el nombre de la Inquisición.
– Nada más lejos de mi ánimo que amenazarte, hija. Traigo el encargo del gobernador de proponerte una solución para que puedas permanecer en Chile.
– ¿Cuál?
– Podrías casarte… -logró decir el religioso entre carraspeos, retorciéndose en su silla-. Es la única forma de que puedas permanecer en Chile. No faltarán hombres dichosos de desposar a una mujer con tus méritos y con una dote como la tuya. Al inscribir tus bienes a nombre de tu marido, no podrán quitártelos.
Durante un buen rato no me salió la voz. Me costó creer que me estaba ofreciendo esa torcida solución, la última que se me habría ocurrido.
– El gobernador quiere ayudarte, aunque eso signifique renunciar a ti. ¿No ves que el suyo es un acto desinteresado, una prueba de amor y gratitud? -agregó el clérigo.
Se abanicaba, nervioso, espantando a las moscas del verano, mientras yo me paseaba a grandes zancadas por la galería, procurando calmarme. La idea no era fruto de una súbita inspiración, ya había sido sugerida por Pedro de Valdivia a La Gasca en el Perú, y éste la había aprobado, es decir, mi suerte fue decidida a mis espaldas. La traición de Pedro me pareció gravísima y una oleada de odio me bañó como agua sucia de pies a cabeza, llenándome la boca de bilis. En ese instante deseaba matar al fraile con las manos desnudas, y debí hacer un esfuerzo enorme para comprender que él era sólo el mensajero; quien merecía mi venganza era Pedro, y no ese pobre anciano que sudaba de susto en su sotana. De pronto me golpeó algo así como un puñetazo en el pecho que me cortó el aliento y me hizo tambalear. El corazón se me disparó en un corcoveo de caballo chúcaro, como nunca antes había sentido. Me subió toda la sangre a las sienes, me flaquearon las piernas y se me fue la luz. Alcancé a desplomarme en una silla, de otro modo habría rodado por el suelo. El desvanecimiento me duró sólo unos instantes, pronto recuperé los sentidos y me encontré con la cabeza apoyada en las rodillas. En esa postura esperé hasta que se regularizaron los latidos en mi pecho y recobré el ritmo de la respiración. Culpé del breve desvanecimiento a la ira y el calor, sin sospechar que se me había roto el corazón y tendría que vivir treinta años más con esa partidura.
– Supongo que Pedro, quien tanto desea ayudarme, se dio también la molestia de escoger un esposo para mí, ¿verdad? -pregunté a Marmolejo, cuando pude hablar.
– El gobernador tiene un par de nombres en mente…
– Decidle a Pedro que acepto el trato y que yo misma escogeré a mi futuro esposo, porque pretendo casarme por amor y ser muy feliz.
– Inés, vuelvo a advertirte que la soberbia es un pecado mortal.
– Decidme una cosa, padre. ¿Es cierto el rumor de que Pedro trajo a dos mancebas con él?
González de Marmolejo no respondió, confirmando con su silencio los chismes que me habían llegado. Pedro había reemplazado a una mujer de cuarenta por dos de veinte. Eran un par de españolas, María de Encio y su misteriosa sirvienta, Juana Jiménez, quien también compartía el lecho de Pedro y, según decían, controlaba a ambos con sus artes de hechicería. ¿Hechicería? Lo mismo dijeron de mí. A veces basta secar el sudor de la frente de un hombre cansado para que coma de la mano que lo acaricia. No se necesita ser nigromante para eso. Ser leal y alegre, escuchar -o al menos fingir que una lo hace-, cocinar sabroso, vigilarlo sin que se dé cuenta para evitar que cometa tonterías, gozar y hacerlo gozar en cada abrazo, y otras cosas muy sencillas son la receta. Podría resumirlo en dos frases: mano de hierro, guante de seda.
Recuerdo que cuando Pedro me habló de la camisa de dormir con un ojal en forma de cruz que usaba su esposa Marina, me hice la secreta promesa de no ocultar mi cuerpo al hombre que compartiese mi lecho. Mantuve esa decisión y lo hice con tal desvergüenza hasta el último día que estuve junto a Rodrigo, que él nunca notó que se me habían aflojado las carnes, como a cualquier anciana. Los hombres que me han tocado han sido simples: actué como si fuese bella y ellos lo creyeron. Ahora estoy sola y no tengo a quién hacer feliz en el amor, pero puedo asegurar que Pedro lo fue mientras estuvo conmigo y Rodrigo también, incluso cuando su enfermedad le impedía tomar la iniciativa. Disculpa, Isabel, sé que leerás estas líneas algo turbada, pero es conveniente que aprendas. No les hagas caso a los curas, que de esto nada saben.
Santiago ya era una ciudad de quinientos vecinos, pero las habladurías circulaban tan deprisa como en una aldea, por eso decidí no perder tiempo en remilgos. Mi corazón siguió dando brincos durante varios días después de la conversación con el clérigo. Catalina me preparó agua de cochayuyo, unas algas secas del mar, que puso a remojar por la noche. Hace treinta años que bebo ese líquido viscoso al despertar, ya me acostumbré a su repugnante sabor, y gracias a eso estoy viva. Ese domingo me vestí con mis mejores galas, te tomé de la mano, Isabel, porque vivías conmigo desde hacía meses, y crucé la plaza rumbo al solar de Rodrigo de Quiroga a la hora en que la gente salía de misa, para que no quedara nadie sin verme. Iban con nosotras Catalina, tapada con su manto negro y mascullando encantamientos en quechua, más efectivos que los rezos cristianos en estos casos, y Baltasar, con su trotecito de perro viejo. Un indio me abrió la puerta y me condujo a la sala, mientras mis acompañantes se quedaban en el polvoriento patio cagado por las gallinas. Eché una mirada alrededor y comprendí que había mucho trabajo por delante para convertir ese galpón militar, desnudo y feo, en un lugar habitable. Supuse que Rodrigo ni siquiera contaba con una cama decente y dormía en un camastro de soldado; con razón tú te habías adaptado tan rápido a las comodidades de mi casa. Sería necesario reemplazar esos toscos muebles de palo y suela, pintar, comprar lo necesario para vestir las paredes y el suelo, construir galerías de sombra y de sol, plantar árboles y flores, poner fuentes en el patio, reemplazar la paja del techo con tejas, en fin, tendría entretención para años. Me gustan los proyectos. Momentos después entró Rodrigo, sorprendido, porque yo nunca lo había visitado en su casa. Se había quitado el jubón dominical y vestía calzas y una camisa blanca de mangas anchas, abierta en el pecho. Me pareció muy joven y tuve la tentación de salir huyendo por donde había llegado. ¿Cuántos años menor que yo era ese hombre?
– Buen día, doña Inés. ¿Sucede algo? ¿Cómo está Isabel?
– Vengo a proponeros matrimonio, don Rodrigo. ¿Qué os parece? -le solté de un tirón, porque no era posible andar con rodeos en semejantes circunstancias.
Debo decir, en honor a Quiroga, que tomó mi propuesta con una ligereza de comedia. Se le iluminó la cara, levantó los brazos al cielo y lanzó un largo grito de indio, inesperado en un hombre de su compostura. Por supuesto que ya le había llegado el rumor de lo ocurrido en el Perú con La Gasca y de la extraña solución que se le ocurrió al gobernador; todos los capitanes lo comentaban, en especial los solteros. Tal vez él sospechaba que sería mi elegido, pero era demasiado modesto para darlo por seguro. Quise explicarle los términos del acuerdo, pero no me dejó hablar, me tomó en sus brazos con tanta urgencia, que me levantó del suelo y, sin más, me tapó la boca con la suya. Entonces me di cuenta de que yo también había esperado ese momento desde hacía casi un año. Me aferré a su camisa a dos manos y le devolví el beso con una pasión que llevaba mucho tiempo dormida o engañada, una pasión que tenía reservada para Pedro de Valdivia y que clamaba por ser vivida antes de que se me fuera la juventud. Sentí la certeza de su deseo, sus manos en mi cintura, en la nuca, en el cabello, sus labios en mi cara y cuello, su olor de hombre joven, su voz murmurando mi nombre, y me sentí plenamente dichosa. ¿Cómo pude pasar en un minuto del dolor por haber sido abandonada a la felicidad de sentirme querida? En aquellos tiempos yo debía de ser muy veleta… Me juré en ese instante que sería fiel hasta la muerte a Rodrigo, y no sólo he cumplido ese juramento al pie de la letra, además lo he amado durante treinta años, cada día más. Resultó muy fácil quererlo. Rodrigo siempre fue admirable, en eso estaba todo el mundo de acuerdo, pero los mejores hombres suelen tener graves defectos que sólo se manifiestan en la intimidad. No era el caso de ese noble hidalgo, soldado, amigo y marido. Nunca pretendió que olvidara a Pedro de Valdivia, a quien respetaba y quería, incluso me ayudó a preservar su memoria para que Chile, tan ingrato, lo honre como merece, pero se propuso enamorarme y lo consiguió.