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Supongo que Pedro de Valdivia reventó de ira ante lo sucedido, jurando el más horrible castigo contra su caballerizo favorito, pero luego debió postergar la venganza porque tenía asuntos más graves entre manos. Acababa de obtener una alianza con su principal enemigo, el cacique Michimalonko, y estaba organizando una gran campaña al sur del país para someter a los mapuche. El viejo cacique, a quien los años no dejaban huella, había comprendido la conveniencia de aliarse con los huincas, en vista de que había sido incapaz de derrotarlos. El escarmiento de Aguirre lo dejó prácticamente desprovisto de hombres para sus huestes; en el norte quedaban sólo mujeres y niños, la mitad de los cuales eran mestizos. Entre perecer o pelear contra los mapuche del sur, con quienes había tenido problemas en los últimos tiempos porque no pudo cumplir la promesa hecha de destruir a los españoles, optó por lo segundo, así al menos salvaba su dignidad y no tenía que poner a sus guerreros a labrar la tierra y sacar oro para los huincas.

Yo, sin embargo, no pude quitarme a Felipe de la mente. La muerte de Sultán me pareció un acto simbólico: con esos golpes de machete asesinó al gobernador, después de eso ya no había vuelta atrás, rompía con nosotros para siempre y se llevaba la información que había adquirido en años de inteligente disimulo. Recordé el primer ataque indígena a la naciente ciudad de Santiago, en la primavera de 1541, y me pareció dar con la clave del papel que desempeñó Felipe en nuestras vidas. En esa ocasión los indios se cubrieron con mantos oscuros para avanzar de noche sin ser vistos por los centinelas, tal como hicieran en Europa las tropas del marqués de Pescara con sábanas blancas sobre la nieve. Felipe escuchó a Pedro contar esa historia en mas de una ocasión y transmitió la idea a los toquis. Sus frecuentes desapariciones no eran casuales, correspondían a una feroz determinación, casi imposible de imaginar en el niño que era entonces. Podía salir de la ciudad a cazar, sin ser molestado por las huestes hostiles que nos mantenían sitiados, porque era uno de ellos. Sus excursiones de cacería servían de pretexto para reunirse con los suyos y contarles de nosotros. Fue él quien llegó con la noticia de que la gente de Michimalonko estaba concentrada cerca de Santiago, él quien ayudó a preparar la emboscada para alejar a Valdivia y la mitad de nuestra gente, él quien avisó a los indios del momento propicio para atacarnos. ¿Dónde estaba ese chiquillo durante el asalto a Santiago? En el bochinche de ese día terrible nos olvidamos de él. Se escondió o ayudó a nuestros enemigos, tal vez contribuyó a avivar al incendio; no lo sé. Durante años Felipe se dedicó a estudiar los caballos, domarlos y criarlos; escuchaba con atención los relatos de los soldados y aprendía sobre estrategia militar; sabía usar nuestras armas, desde una espada hasta un arcabuz y un cañón; conocía nuestras fuerzas y flaquezas. Creíamos que admiraba a Valdivia, su Taita, a quien servía mejor que nadie, pero en realidad lo espiaba, mientras en su interior cultivaba el rencor contra los invasores de su tierra. Tiempo después supimos que era hijo de un toqui, el último de una larga línea de jefes, tan orgulloso de su linaje de guerreros como Valdivia lo estaba del suyo. Imagino el odio terrible que oscurecía el corazón de Felipe. Y ahora este mapuche de dieciocho años, fuerte y delgado como un junco, corría desnudo y veloz hacia los bosques húmedos del sur, donde le esperaban las tribus.

Su nombre verdadero era Lautaro y llegó a ser el más famoso toqui de la Araucanía, temido demonio para los españoles, héroe para los mapuche, príncipe de la epopeya guerrera. Bajo su mando, las huestes desordenadas de los indios se organizaron como los mejores ejércitos de Europa, en escuadrones, infantería y caballería. Para derribar a los caballos sin matarlos -eran tan valiosos para ellos como para nosotros-, utilizó las boleadoras, dos piedras atadas a los extremos de una cuerda, que se enredaban en las patas y tumbaban al animal, o en el cuello del jinete para desmontarlo. Mandó a los suyos a robar caballos y se dedicó a criarlos y domarlos; lo mismo hizo con los perros. Entrenó a sus hombres para convertirlos en los mejores jinetes del mundo, como lo era él mismo, de manera que la caballería mapuche llegó a ser invencible. Cambió los antiguos garrotes, pesados y torpes, por macanas cortas, mucho más eficaces. En cada batalla se apoderaba de las armas del enemigo para usarlas y copiarlas. Estableció un sistema de comunicación tan eficiente, que hasta el último de sus guerreros recibía las órdenes de su toqui en un instante, e impuso una disciplina férrea, sólo comparable a la de los célebres tercios españoles. Convirtió a las mujeres en guerreras feroces y puso a los niños a acarrear víveres, pertrechos y mensajes. Conocía el terreno y prefería el bosque para ocultar a sus ejércitos, pero cuando fue necesario levantó pucaras en sitios inaccesibles, donde preparaba a su gente, mientras sus espías le informaban de cada paso del enemigo, para adelantársele. Sin embargo, no pudo cambiar la mala costumbre de sus guerreros de embriagarse con chicha y muday hasta quedar aturdidos después de cada victoria. De haberlo logrado, los mapuche habrían exterminado a nuestro ejército en el sur. Treinta años más tarde, el espíritu de Lautaro todavía anda a la cabeza de sus huestes y su nombre resonará por los siglos, nunca podremos vencerle.

Conocimos la epopeya de Lautaro un poco más tarde, cuando Pedro de Valdivia partió a la Araucanía a fundar nuevas ciudades con el sueño de extender la conquista hasta el estrecho de Magallanes. «Si Francisco Pizarro conquistó el Perú con ciento y tantos soldados, que se batieron contra treinta y cinco mil hombres del ejército de Atahualpa, sería bochornoso que unos salvajes chilenos nos detuvieran a nosotros», anunció ante el cabildo reunido. Llevaba doscientos soldados bien apertrechados, cuatro capitanes, entre ellos el valiente Jerónimo de Alderete, cientos de yanaconas cargando los bultos, y además lo acompañaba Michimalonko, sobre su corcel regalado, a la cabeza de sus indisciplinadas pero bravas bandas. Los caballeros iban con armadura completa; los infantes, con coraza y escudo, y hasta los yanaconas llevaban yelmo para proteger la cabeza de los formidables mazazos de los mapuche. Lo único que desentonaba con la soberbia militar fue que debieron transportar a Valdivia en un palanquín, como a una cortesana, porque el dolor de la pierna fracturada, que aún no estaba bien curada, le impedía montar. Antes de partir envió al temible Francisco de Aguirre a reconstruir La Serena y fundar otras ciudades en el norte, casi despoblado por las campañas de exterminio que el mismo Aguirre había llevado a cabo antes y por la retirada en masa de la gente de Michimalonko. Nombró a Rodrigo de Quiroga su representante en Santiago, el único capitán que era obedecido y respetado por unanimidad. Así, por una de esas vueltas inesperadas de la vida, volví a ser la gobernadora, cargo que siempre he ejercido de hecho, aunque no siempre fue ése mi título legítimo.

Lautaro escapa de Santiago en la noche más oscura del verano sin ser visto por los centinelas y sin alertar a los perros, que lo conocen. Corre por la ribera del Mapocho, oculto en la vegetación de cañas y helechos. No usa el puente de cuerdas de los huincas, se lanza a las aguas negras y nada con un grito de felicidad sofocado en el pecho. El agua fría lo lava por dentro y por fuera, dejándolo limpio del olor de los huincas. A grandes brazadas, cruza el río y emerge al otro lado recién nacido. «Inche Lautaro! ¡Soy Lautaro!», grita. Espera inmóvil en la orilla, mientras el aire tibio evapora la humedad de su cuerpo. Oye el graznido de un chon-chón, espíritu con cuerpo de pájaro y rostro de hombre, y responde con un llamado similar; entonces siente muy cerca la presencia de su guía, Guacolda. Debe hacer un esfuerzo para verla, aunque sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad, porque ella tiene el don del viento, es invisible, puede pasar entre las filas enemigas, los hombres no la advierten, los perros no la huelen. Guacolda, cinco años mayor que él, su prometida. La conoce desde la infancia y sabe que él le pertenece, tal como ella le pertenece a él. La ha visto en cada ocasión en que escapaba de la ciudad de los huincas para entregar información a las tribus. Ella era el enlace, la rápida mensajera. Fue ella quien lo condujo a la ciudad de los invasores, cuando él era un chiquillo de once años, con instrucciones claras de disimular y vigilar; ella quien lo observó a corta distancia cuando se pegó al fraile vestido de negro y lo siguió. En el último encuentro, Guacolda le indicó que escapara durante la siguiente noche sin luna, porque su tiempo con el enemigo había terminado, ya sabía todo lo necesario y su gente lo esperaba. Al verlo llegar esa noche sin ropa de huinca, desnudo, Guacolda lo saluda, «Mari mari», luego lo besa por primera vez en la boca, le lame la cara, lo toca como una mujer para establecer su derecho sobre él. «Mari mari», responde Lautaro, quien ya sabe que ha llegado su hora para el amor, pronto podrá robarse a Guacolda en su ruca, echársela a la espalda y huir con ella, como es lo correcto. Así se lo anuncia, y ella sonríe, luego lo conduce en liviana carrera hacia el sur, siempre el sur. El amuleto que Lautaro jamás se quita del cuello es de Guacolda.

Días después ambos jóvenes llegan por fin a su destino. El padre de Lautaro, cacique de mucho respeto, lo presenta a los otros toquis, para que oigan lo que su hijo dice.