Выбрать главу

– El enemigo viene en camino, son los mismos huincas que vencieron a los hermanos del norte -explica Lautaro-. Se acercan al Bío-Bío, el río sagrado, con sus yanaconas, caballos y perros. Con ellos viene Michimalonko, el traidor, y trae a su ejército de cobardes a combatir contra sus propios hermanos del sur. ¡Muerte a Michimalonko! ¡Muerte a los huincas!

Lautaro habla durante días, cuenta que los arcabuces son puro ruido y viento, deben temer más las espadas, lanzas, hachas y perros; los capitanes usan cotas de malla, donde no penetran flechas ni lanzas de madera; con ellos hay que emplear macanas para aturdirlos, y desmontarlos con lazos; una vez en el suelo, están perdidos, es fácil arrastrarlos y despedazarlos porque debajo del acero son de carne.

– ¡Cuidado! Son hombres sin miedo. La infantería sólo tiene protección en el pecho y la cabeza, con ella sirven las flechas. ¡Cuidado! Ellos tampoco tienen miedo. Hay que envenenar las flechas para que los heridos no vuelvan a batallar. Los caballos son vitales, se deben coger vivos, sobre todo las yeguas, para criarlos. Será necesario enviar niños de noche a las proximidades de los campamentos de los huincas para tirar carne envenenada a los perros, que siempre están encadenados. Haremos trampas. Cavaremos huecos profundos, los taparemos con ramas y los caballos que caigan quedarán ensartados en las picas plantadas al fondo. La ventaja de los mapuche es el número, la velocidad y el conocimiento del bosque -dice Lautaro-. Los huincas no son invencibles, duermen más que los mapuche, comen y beben demasiado, y necesitan cargadores porque los agobia el peso de sus pertrechos. Vamos a molestarlos sin tregua, seremos como avispas y tábanos -ordena-, primero los cansamos, después los matamos. Los huincas son personas, mueren como los mapuche, pero se comportan como demonios. En el norte quemaron vivas a tribus completas. Pretenden que aceptemos su dios clavado en una cruz, dios de la muerte, que nos sometamos a su rey, que no vive aquí y no conocemos, quieren ocupar nuestra tierra y que seamos sus esclavos. ¿Por qué?, pregunto yo a la gente. Por nada, hermanos. No aprecian la libertad. No entienden de orgullo, obedecen, ponen las rodillas en tierra, inclinan la cabeza. No saben de justicia ni de retribución. Los huincas son locos, pero son locos malos. Y yo les digo, hermanos, nunca seremos sus prisioneros, moriremos peleando. Mataremos a los hombres, pero cogeremos vivos a sus niños y mujeres. Ellas serán nuestras chiñuras y, si quieren, les cambiaremos a los niños por caballos. Es justo. Seremos silenciosos y rápidos, como peces, nunca sabrán que estamos cerca; entonces les caeremos encima por sorpresa. Seremos pacientes cazadores. Esta lucha será larga. Que se prepare la gente.

Mientras el joven general Lautaro organiza la estrategia de día y se oculta con Guacolda en la espesura para amarse en secreto por la noche, las tribus escogen a sus jefes de guerra, que estarán al mando de los escuadrones, y que a su vez se pondrán bajo las órdenes del ñidoltoqui, toqui de toquis, Lautaro. El aire de la tarde es tibio en el claro del bosque, pero apenas descienda la noche hará frío. Han comenzado los torneos con semanas de anticipación, los candidatos ya han competido y se han ido eliminando uno a uno. Sólo los más fuertes y resistentes, los de mas temple y voluntad, pueden aspirar al título de toqui de guerra. Uno de los más fornidos salta al ruedo. «Inche Caupolicán!», se presenta. Está desnudo, salvo por un breve delantal que le cubre el sexo, pero lleva las cintas de su rango atadas en torno a los brazos y la frente. Dos mocetones se acercan al tronco de pellín que han preparado, y lo levantan con esfuerzo, uno de cada extremo. Lo muestran, para que la concurrencia lo aprecie y calcule su peso, luego lo colocan con cuidado en las firmes espaldas de Caupolicán. Se doblan la cintura y las rodillas del hombre al recibir la tremenda carga y por un momento parece que caerá aplastado, pero de inmediato se endereza. Los músculos del cuerpo se tensan, la piel brilla de sudor, se hinchan las venas del cuello, a punto de reventar. Una exclamación ahogada escapa del círculo de espectadores cuando lentamente Caupolicán comienza a andar a pasos cortos, midiendo sus fuerzas para que le alcancen durante las horas necesarias. Debe vencer a otros tan fuertes como él. Su única ventaja es la feroz determinación de morir en la prueba antes de ceder el primer puesto. Pretende dirigir a su gente al combate, desea que su nombre sea recordado, quiere tener hijos con Fresia, la joven que ha elegido, y que éstos lleven su sangre con orgullo. Acomoda el tronco apoyado en la nuca, sostenido por los hombros y los brazos. La corteza áspera le rompe la piel y unos hilos finos de sangre descienden por sus anchas espaldas. Aspira a fondo el aroma intenso del bosque, siente el alivio de la brisa y el rocío. Los ojos negros de Fresia, que será su mujer si sale vencedor de la prueba, se clavan en los suyos, sin asomo de compasión, pero enamorados. En esa mirada le exige que triunfe: lo desea, pero sólo se casará con el mejor. En el cabello luce un copihue, la flor roja de los bosques, que crece en el aire, gota de sangre de la Madre Tierra, regalo de Caupolicán, quien trepó al árbol más alto para traérsela.

El guerrero camina en círculos, con el peso del mundo en los hombros y dice: «Nosotros somos el sueño de la Tierra, ella nos sueña a nosotros. También en las estrellas hay seres que son soñados y tienen sus propias maravillas. Somos sueños dentro de otros sueños. Estamos casados con la Naturaleza. Saludamos a la Santa Tierra, madre nuestra, a quien cantamos en la lengua de las araucarias y los canelos, de las cerezas y los cóndores. Que vengan los vientos floridos a traer la voz de los antepasados para que se endurezca nuestra mirada. Que el valor de los toquis antiguos navegue por nuestra sangre. Dicen los ancianos que es la hora del hacha. Los abuelos de los abuelos nos vigilan y sostienen nuestro brazo. Es la hora del combate. Hemos de morir. La vida y la muerte son la misma cosa…». La voz pausada del guerrero habla y habla durante horas en una incansable rogativa, mientras el tronco se balancea en sus hombros. Invoca a los espíritus de la Naturaleza para que defiendan su tierra, sus grandes aguas, sus auroras. Invoca a los antepasados para que conviertan en lanza los brazos de los hombres. Invoca a los pumas del monte para que presten su fortaleza y valentía a las mujeres. Los espectadores se cansan, se mojan con la llovizna tenue de la noche, algunos encienden pequeñas hogueras para alumbrarse, mascan granos de maíz tostado, otros se duermen o se van, pero después vuelven, admirados. La vieja machi salpica a Caupolicán con una ramita de canelo untada en sangre del sacrificio, para darle entereza. Tiene miedo, la mujer, porque la noche anterior se le aparecieron en sueños la culebra-zorro, ñeru -filú, y la serpiente-gallo, piwichén, a decirle que la sangre de la guerra será tan copiosa, que teñirá de rojo el Bío-Bío hasta el fin de los tiempos. Fresia acerca a los labios resecos de Caupolicán una calabaza con agua. Él ve las manos duras de la amada en su pecho, palpándole los músculos de piedra, pero no las siente, tal como ya no siente dolor ni cansancio. Sigue hablando en trance, sigue marchando dormido. Así pasan las horas, la noche entera, así amanece el día, colándose la luz entre las hojas de los altos árboles. El guerrero flota en la niebla fría que se desprende del suelo, los primeros rayos de oro bañan su cuerpo y él sigue dando pasitos de bailarín, la espalda roja de sangre, el discurso fluido. «Estamos en hualán, el tiempo sagrado de los frutos, cuando la Madre Santa nos da el alimento, el tiempo del piñón y las crías de los animales y las mujeres, hijos e hijas de Ngenechén. Antes del tiempo del descanso, el tiempo del frío y del sueño de la Madre Tierra, vendrán los huincas.»

Se ha corrido la voz por los montes y van llegando los guerreros de otras tribus y el claro del bosque se llena de gente. El círculo donde camina Caupolicán se hace más pequeño. Ahora lo avivan, de nuevo la machi lo rocía con sangre fresca, Fresia y otras mujeres le lavan el cuerpo con pieles de conejo mojadas, le dan agua, le introducen un poco de comida masticada en la boca, para que trague sin interrumpir su poético discurso. Los viejos toquis se inclinan ante el guerrero con respeto, nunca han visto nada igual. El sol calienta la tierra y despeja la niebla, se llena el aire de mariposas transparentes. Encima de las copas de los árboles se recorta contra el cielo la figura imponente del volcán con su eterna columna de humo. «Más agua para el guerrero», ordena la machi. Caupolicán, quien ya ha ganado la contienda hace rato, pero no suelta el tronco, sigue caminando y hablando. El sol llega a su cenit y empieza a descender hasta que desaparece entre los árboles, sin que él se detenga. Miles de mapuche han ido llegando en esas horas y la multitud ocupa el claro y el bosque entero, vienen otros por los cerros, suenan trutucas y cultrunes anunciando la hazaña a los cuatro vientos. Los ojos de Fresia ya no se desprenden de los de Caupolicán, lo sostienen, lo guían.

Por fin, cuando ya es de noche, el guerrero toma impulso y levanta el tronco sobre su cabeza, lo mantiene allí unos instantes y lo lanza lejos. Lautaro ya tiene su lugarteniente. «¡Oooooooooooom! ¡Oooooooooooooom!» El grito inmenso recorre el bosque, resuena entre los montes, viaja por toda la Araucanía y llega a los oídos de los huincas, a muchas leguas de distancia. «¡Ooooooooooooom!»

Valdivia demoró casi un mes en alcanzar el territorio mapuche, y en ese tiempo logró reponerse lo suficiente como para montar a ratos, con gran dificultad. Apenas instalaron el campamento empezaron los ataques diarios del enemigo. Los mapuche atravesaban a nado los mismos ríos que bloqueaban el paso de los españoles, incapaces de cruzarlos sin embarcaciones por el peso de sus armaduras y pertrechos. Mientras algunos se enfrentaban a pecho desnudo con los perros, sabiendo que serían devorados vivos, pero dispuestos a cumplir la misión de detenerlos, los demás se abalanzaban contra los españoles. Dejaban docenas de muertos, se llevaban a los heridos que pudieran tenerse en pie y desaparecían en el bosque antes de que los soldados alcanzaran a organizarse para seguirlos. Valdivia dio orden de que la mitad de su reducido ejército montara guardia, mientras la otra mitad descansaba, en turnos de seis horas. A pesar del hostigamiento, el gobernador siguió adelante, venciendo en cada escaramuza. Entró más y más en la Araucanía sin encontrar partidas numerosas de indígenas, sólo grupos dispersos, cuyos ataques sorpresivos y fulminantes cansaban a sus soldados pero no los detenían, estaban acostumbrados a enfrentarse a enemigos cien veces más numerosos. El único intranquilo era Michimalonko, pues sabía muy bien con quiénes tendría que habérselas pronto.