– Estuve con Pedro en las buenas y en las malas durante diez años, Rodrigo, y esto no calza con la persona que conozco. Pedro ha cambiado mucho y, déjame decirte, me alegro de que ya no esté en mi vida.
– La guerra es la guerra. Ruego a Dios que termine pronto y podamos fundar esta nación en paz.
– Si la guerra es la guerra, también podemos justificar las matanzas de Francisco de Aguirre en el norte -le dije.
Después del salvaje escarmiento, Valdivia hizo recoger la comida y los animales que pudo confiscar de los indios y los llevó al fuerte. Envió mensajeros a las ciudades anunciando que en menos de cuatro meses, con ayuda del apóstol Santiago y Nuestra Señora, se había dado maña para imponer paz en esa tierra. Me pareció que se apresuraba en cantar victoria.
En los tres años que le quedaban de vida, vi a Pedro de Valdivia muy poco, sólo tuve noticias suyas por terceros. Mientras Rodrigo y yo prosperábamos casi sin darnos cuenta, porque donde poníamos el ojo crecía el ganado, se multiplicaban las siembras y surgía oro de las piedras, el gobernador se dedicó a construir fuertes y fundar ciudades en el sur. Primero plantaban la cruz y el estandarte, si había cura oficiaban misa, luego erguía el árbol de justicia, o patíbulo, y empezaban a cortar árboles para construir la muralla de defensa y las viviendas. Lo más arduo era conseguir pobladores, pero poco a poco iban llegando soldados y familias. Así surgieron, entre otras, Concepción, La Imperial y Villarrica, esta última cerca de las minas de oro que se descubrieron en un afluente del Bío-Bío. Tanto produjeron esas minas, que no corría en el comercio sino oro en polvo para adquirir pan, carne, frutas, hortalizas y lo demás; no había otra moneda sino oro. Mercaderes, taberneros y vendedores andaban cargados de pesas y balanzas para vender y comprar. Así se cumplió el sueño de los conquistadores y ya nadie se atrevió a llamar a Chile «país de rotosos» ni «sepultura de españoles». También se fundó la ciudad de Valdivia, llamada así por insistencia de los capitanes, no por vanidad del gobernador. Su escudo la describe: «Un río y una ciudad de plata». Los soldados contaban que en los vericuetos de la cordillera existía la afamada Ciudad de los Césares, entera de oro y piedras preciosas, defendida por bellas amazonas, es decir, el mismo mito de El Dorado, pero Pedro de Valdivia, hombre práctico, no perdió tiempo ni gente buscándola.
En Chile se recibían numerosos refuerzos militares por tierra y por mar, pero siempre eran insuficientes para ocupar ese vasto territorio de costa, bosque y montaña. Para congraciarse con sus soldados, el gobernador distribuía tierras e indios con su habitual generosidad, pero eran regalos de palabra, intenciones poéticas, ya que las tierras eran vírgenes y los nativos indómitos. Sólo mediante la fuerza bruta se podía obligar a los mapuche a trabajar. Su pierna había sanado, aunque siempre le dolía, pero ya podía montar a caballo. Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.
En una ocasión, iba con sus soldados por un bosque de avellanos, cuando cayeron trozos de oro de las copas de los árboles. Incrédulos ante aquel prodigio, los soldados desmontaron deprisa y se abalanzaron sobre los amarillos peñascos, mientras Valdivia, tan asombrado como sus hombres, intentaba impartir orden. Estaban disputándose el oro, cuando los rodearon cien flecheros mapuche. Lautaro les había enseñado a apuntar a los sitios vulnerables del cuerpo, donde los españoles no contaban con la protección del hierro. En menos de diez minutos quedó el bosque sembrado de muertos y heridos. Antes de que los sobrevivientes pudieran reaccionar, los indígenas desaparecieron con el mismo sigilo con que habían surgido momentos antes. Después se comprobó que el señuelo eran piedras del río cubiertas por una delgada lámina de oro.
Unas semanas más tarde, otro destacamento de españoles, que recorría la región, oyó voces femeninas. Se adelantaron al trote, apartaron los helechos y se encontraron ante una escena encantadora: un grupo de muchachas remojándose en el río, coronadas de flores, con sus largas cabelleras negras por única vestidura. Las míticas ondinas continuaron su baño sin dar muestras de temor cuando los soldados espolearon sus caballos y se lanzaron a cruzar el agua profiriendo gritos de anticipación. No llegaron lejos los lujuriosos barbudos, porque el lecho del río era un pantano donde se sumergieron los caballos hasta los ijares. Los hombres desmontaron con la intención de tirar a los animales hacia tierra firme, pero estaban presos en las pesadas armaduras y también comenzaron a hundirse en el fango. En eso aparecieron otra vez los implacables flecheros de Lautaro, que los acribillaron, mientras las desnudas beldades mapuche celebraban la carnicería desde la otra ribera.
Valdivia se dio cuenta muy pronto de que estaba ante un general tan diestro como él mismo, alguien que conocía las flaquezas de los españoles, pero no se preocupó demasiado. Estaba seguro del triunfo. Los mapuche, por aguerridos y ladinos que fuesen, no podían compararse con el poderío militar de sus experimentados capitanes y soldados. Todo era cuestión de tiempo, decía, la Araucanía sería suya. No tardó en averiguar el nombre que andaba de boca en boca, Lautaro, el toqui que se atrevía a desafiar a los españoles. Lautaro. Jamás se le ocurrió que podía ser Felipe, su antiguo caballerizo, eso lo descubriría el día de su muerte. Valdivia se detenía en los aislados caseríos de los colonos y los arengaba con su optimismo invencible. Lo acompañaba Juana Jiménez, como antes lo hice yo, mientras María de Encio masticaba su despecho en Santiago. El gobernador escribía cartas al rey para reiterarle que los salvajes habían comprendido la necesidad de acatar los designios de su majestad y las bondades del cristianismo y que él había domado esa tierra bellísima, fértil y apacible, donde lo único que hacía falta eran españoles y caballos. Entre párrafo y párrafo le solicitaba nuevas prebendas, que el emperador desatendía.
Pastene, almirante de una flota compuesta de dos viejos barcos, seguía explorando la costa de norte a sur y a la inversa, luchando con corrientes invisibles, aterradoras olas negras, vientos orgullosos que desgarraban las velas, en vana búsqueda del paso entre los dos océanos. Sería otro capitán quien daría con el estrecho de Magallanes en 1554. Pedro de Valdivia murió sin saberlo y sin cumplir su sueño de extender la conquista hasta ese punto del mapa. En su peregrinaje, Pastene descubrió lugares idílicos, que describía con elocuencia italiana, omitiendo los atropellos que sus hombres cometían. Sin embargo, las noticias de esos delitos llegaron a saberse, como a la larga siempre ocurre. Un cronista que viajaba con Pastene contó que en una rada remota los marineros fueron recibidos con comida y regalos por amables indígenas, a quienes retribuyeron violando a las mujeres, asesinando a muchos hombres y capturando a otros. Después condujeron a los prisioneros encadenados a Concepción, donde los exhibieron como animales de feria. Valdivia consideró que este incidente, como tantos en que la soldadesca quedaba mal parada, no merecía tinta y papel. No se lo mencionó al rey.
Otros capitanes, como Villagra y Alderete, iban y venían, galopaban por los valles, subían la cordillera, se sumergían en los bosques, navegaban los lagos y así plantaban su recia presencia en esa región encantada. Solían tener breves reyertas con bandas de indios, pero Lautaro se cuidaba de no mostrar su verdadera fuerza, mientras se preparaba con infinita cautela en lo más profundo de la Araucanía. Michimalonko había muerto en un encuentro con Lautaro y algunos de sus guerreros se aliaron con sus hermanos de raza, los mapuche, pero Valdivia logró mantener a buen número de ellos. El gobernador insistía en continuar la conquista hacia el sur, pero cuanto más territorio ocupaba, menos podía controlar. Debía dejar soldados en cada ciudad para proteger a los colonos, y destinar otros a explorar, castigar a los indígenas y robar ganado y alimento. El ejército estaba dividido en pequeños grupos que solían permanecer incomunicados durante meses.
En el crudo invierno, los conquistadores se refugiaban en los villorrios de los colonos, que llamaban ciudades, porque resultaba muy arduo movilizarse con sus pesados bastimentos en el suelo empantanado, bajo la lluvia inclemente y la escarcha del amanecer, soportando el viento de las nieves, que partía los huesos. De mayo a septiembre la tierra entraba en reposo, todo callaba, sólo el agua torrentosa de los ríos, el golpeteo de la lluvia y las tormentas de truenos y relámpagos interrumpían el sueño del invierno. En esa época de reposo y oscuridad temprana, a Valdivia le rondaban demonios, se le ofuscaba el alma de premoniciones y arrepentimientos. Cuando no estaba a lomo de caballo y con la espada al cinto se le ensombrecía el alma y se convencía de que lo perseguía la mala suerte. En Santiago oíamos rumores de que el gobernador había cambiado mucho, estaba envejeciendo deprisa, y sus hombres ya no le prodigaban la ciega confianza de antes. Según Cecilia, su estrella se elevó cuando me conoció y comenzó a declinar cuando se separó de mí, teoría aterradora, porque no deseo la responsabilidad de sus éxitos ni la culpa de sus fracasos. Cada uno es dueño de su propio destino. Valdivia pasaba esos meses fríos bajo techo, arropado con ponchos de lana, calentándose con brasero y escribiendo sus cartas al rey. Juana Jiménez le servía mate, una infusión de yerba amarga que le ayudaba a soportar el dolor de las antiguas heridas.