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Entretanto, los guerreros de Lautaro, invisibles, observaban a los huincas desde la espesura, como les había ordenado el ñidoltoqui.

En 1552 Pedro de Valdivia viajó a Santiago. No sabía que sería su última visita, pero lo sospechaba, porque volvieron a atormentarlo negros sueños. Como antes, soñaba con matanzas y despertaba temblando en brazos de Juana. ¿Que cómo lo sé? Porque se medicaba con corteza de latué para espantar las pesadillas. Todo se sabe en este país. Al llegar se encontró con una ciudad enfiestada para recibirlo, próspera y bien organizada, porque Rodrigo de Quiroga lo había reemplazado con sabiduría. Nuestras vidas habían mejorado en ese par de años. La casa de Rodrigo en la plaza fue rehecha bajo mi dirección y quedó convertida en una mansión digna del teniente gobernador. Como me sobró impulso, hice construir otra residencia unas cuadras más lejos, con la idea de regalártela, Isabel, cuando te casaras. Además, teníamos casas muy cómodas en las chacras del campo; me gustan amplias, de techos altos, con galerías y huertas de árboles frutales, plantas medicinales y flores. En el tercer patio pongo a los animales domésticos a buen resguardo, para que no los roben. Procuro que los criados dispongan de cuartos decentes; me enoja ver cómo otros colonos hospedan mejor a sus caballos que a la gente. Como no he olvidado que soy de origen humilde, me entiendo sin problemas con la servidumbre, que siempre me ha sido muy leal. Ellos son mi familia. En aquellos años Catalina, todavía fuerte y sana, manejaba los asuntos domésticos, pero yo mantenía los ojos muy abiertos para que no se cometieran abusos con los criados. Me faltaban horas para cumplir con mis tareas. Me dedicaba a diversos negocios, construir y ayudar a Rodrigo en los asuntos de gobierno, además de la caridad, que nunca es suficiente. La fila de indios pobres que comían a diario en nuestra cocina daba vueltas a la plaza de Armas, y era tanto lo que se quejaba Catalina del gentío y la mugre, que decidí inaugurar un comedero en otra calle. En un barco de Panamá vino a Chile doña Flor, una negra senegalesa, magnífica cocinera, que se hizo cargo de ese proyecto. Ya sabes a quién me refiero, Isabel, es la misma mujer que conoces. Llegó a Chile descalza y hoy se viste de brocado y vive en una mansión que envidian las damas más conspicuas de Santiago. Sus platos eran tan buenos que los señorones empezaron a quejarse, porque los indigentes comían mejor que ellos; entonces a doña Flor se le ocurrió que podíamos financiar la olla de los pobres vendiendo comida fina a los pudientes y ganar dinero de paso. Así se hizo rica, en buena hora para ella, pero no resolvimos mi problema, porque apenas se le llenaron de oro las faltriqueras se olvidó de los mendigos, que volvieron a esperar ante la puerta de mi casa. Y así es hasta ahora.

Al saberse que Valdivia venía camino a Santiago, noté a Rodrigo preocupado, no sabía cómo manejar la situación sin ofender a alguien; estaba dividido entre su cargo oficial, su lealtad hacia el amigo y el deseo de protegerme. Llevábamos más de dos años sin ver a mi antiguo amante, y su ausencia nos resultaba muy cómoda. Con su llegada, yo dejaba de ser la gobernadora, y me pregunté, divertida, si María de Encio estaría a la altura de las circunstancias. Me costaba imaginarla en mi lugar.

– Sé lo que estás pensando, Rodrigo. Tranquilízate, no habrá problemas con Pedro -le dije.

– Tal vez sería conveniente que te fueras al campo con Isabel…

– No pienso salir escapando, Rodrigo. Ésta también es mi ciudad. Me abstendré de participar en los asuntos del gobierno mientras él esté aquí, pero el resto de mi vida seguirá igual. Estoy segura de que podré ver a Pedro sin que me fallen las rodillas -me reí.

– Será inevitable que te encuentres con él a menudo, Inés.

– No sólo eso, Rodrigo. Tendremos que ofrecerle un banquete.

– ¿Banquete, dices?

– Por supuesto, somos la segunda autoridad de Chile, nos corresponde agasajarlo. Lo invitaremos con su María de Encio y, si quiere, también con la otra. ¿Cómo es que se llama la gallega?

Rodrigo se quedó mirándome con esa expresión de duda que solían provocarle mis iniciativas, pero le planté un beso breve en la frente y le aseguré que no habría escándalo de ninguna clase. En realidad, ya había puesto a varias mujeres a coser manteles, mientras doña Flor, contratada para la ocasión, iba juntando los ingredientes de la comida, sobre todo para los postres favoritos del gobernador. Los barcos traían melaza y azúcar, que, si eran caras en Europa, en Chile resultaban a precios exorbitantes, pero no todos los postres pueden hacerse con miel, así es que me resigné a pagar lo que me pedían. Pretendía impresionar a los invitados con un despliegue de platos nunca visto en nuestra capital. «Pero más te vale ir pensando en lo que te estarás poniendo, pues, señoray», me recordó Catalina. La puse a aplanchar un elegante vestido de seda tornasolada de un tono cobrizo, recién llegado de España, que acentuaba el color de mis cabellos… Bueno, Isabel, no necesito confesarte que mantenía el color con alheña, como las moras y las gitanas, porque ya lo sabes. El vestido me quedaba un poco apretado, es cierto, ya que la vida placentera y el amor de Rodrigo me habían envanecido el alma y el cuerpo, pero de todos modos luciría mejor que María de Encio, quien se vestía como una buscona, o su pizpireta criada, que no podía competir conmigo. No te rías, hija. Sé que este comentario parece mezquindad de mi parte, pero es verdad: esas mujeronas eran muy ordinarias.

Pedro de Valdivia hizo su entrada triunfal en Santiago bajo arcos de ramas y flores, ovacionado por el cabildo y la población en masa. Rodrigo de Quiroga, sus capitanes y soldados, con armaduras bruñidas y yelmos empenachados, formaron en la plaza de Armas. María de Encio, en la puerta de la casa que antes fuera mía, aguardaba a su amo retorciéndose en risitas coquetas y remilgos. ¡Qué mujer tan odiosa! Yo me abstuve de aparecer, observé el espectáculo de lejos, atisbando por una ventana. Me pareció que a Pedro le habían caído de súbito los años encima, estaba más pesado y se movía con solemnidad, no sé si por arrogancia, gordura o fatiga del viaje.

Esa noche el gobernador descansó en brazos de sus dos mancebas, supongo, y al día siguiente se puso a trabajar con el ahínco que le era propio. Recibió el informe completo y detallado del estado de la colonia y la ciudad por parte de Rodrigo, revisó las cuentas del tesorero, escuchó los reclamos del cabildo, atendió uno por uno a los vecinos que llegaron con peticiones o en busca de justicia. Se había transformado en un hombre pomposo, impaciente, altanero y tiránico, no soportaba la menor contradicción sin estallar en amenazas. Ya no pedía consejo ni compartía sus decisiones, actuaba como un soberano. Llevaba demasiado tiempo en guerra, se había acostumbrado a ser obedecido sin chistar por la tropa. Parece que así trataba también a sus capitanes y amigos, pero fue amable con Rodrigo de Quiroga; seguramente adivinó que éste no soportaría una falta de respeto. Según Cecilia, a quien nada escapaba, sus concubinas y la servidumbre le tenían terror, porque en ellas descargaba Valdivia sus frustraciones, desde el dolor de huesos hasta el silencio obstinado del rey, quien no respondía a sus cartas.

El banquete en honor al gobernador fue uno de los más espectaculares que me ha tocado ofrecer en mi larga vida. Nada más que hacer la lista de comensales fue una tarea, porque no podíamos incluir a los quinientos vecinos de la capital con sus familias. Muchas personas principales se quedaron esperando la esquela de invitación. Santiago hervía de comentarios, todos querían acudir a la fiesta, me llegaban regalos inesperados y profusos mensajes de amistad de personas que el día anterior apenas me miraban, pero debimos limitar la lista a los antiguos capitanes que llegaron con nosotros a Chile en 1540, los funcionarios reales y del cabildo. Trajimos indios auxiliares de las chacras y los vestimos con impecables uniformes, pero no pudimos ponerles calzado porque no lo soportaban. Alumbramos con centenares de bujías, lámparas de sebo y antorchas con resina de pino, que perfumaban el aire. La casa lucía espléndida, llena de flores, grandes fuentes con frutas de la estación y jaulas de pájaros. Servimos vino peruano de buena cepa y un vino chileno, que Rodrigo y yo empezábamos a producir. Sentamos a treinta invitados en la mesa principal y a cien mas en otras salas y en los patios. Decidí que esa noche las mujeres se sentarían a la mesa con los hombres, como había oído que se hace en Francia, en vez de que lo hicieran en cojines en el suelo, como en España. Sacrificamos cochinillos y corderos, para ofrecer una variedad de platos, además de aves rellenas y pescados de la costa, que trajimos vivos en agua de mar. Había una mesa sólo para los postres, tortas, hojaldres, merengues, yemas quemadas, dulce de leche, fruta. La brisa paseaba por la ciudad los olores del banquete, ajo, carne asada, caramelo. Los invitados acudieron con sus mejores galas, rara vez había ocasión de sacar los trapos de lujo del fondo de los baúles. La mujer más bella de la fiesta fue Cecilia, por supuesto, con un vestido azulino ceñido por un cinturón de oro y adornada con sus joyas de princesa inca. Trajo a un negrito, que se instaló detrás de su silla a abanicarla con un plumero, finísimo detalle que nos dejó a todos los demás, gente ruda, atónitos. Valdivia apareció con María de Encio, quien no se veía mal, debo reconocerlo, pero no trajo a la otra porque presentarse con dos concubinas habría sido un bofetón a la cara de nuestra pequeña pero orgullosa sociedad. Me besó la mano y me halagó con las galanterías propias de estos casos. Me pareció percibir en su mirada una mezcla de tristeza y celos, pero pueden ser ideas mías. Cuando nos sentamos a la mesa, levantó su copa para brindar por Rodrigo y por mí, sus anfitriones, e hizo un sentido discurso comparando la dura época de la hambruna en Santiago, sólo diez años antes, con la abundancia actual.