Valdivia había pasado los perezosos meses de invierno en Concepción, viendo llover y entretenido con juegos de cartas, bien cuidado por Juana Jiménez. Tenía cincuenta y tres años, pero la cojera y el exceso de peso lo habían envejecido antes de tiempo. Era hábil con los naipes y le acompañaba la suerte en el juego, ganaba casi siempre. Los envidiosos aseguraban que al oro de las minas se sumaba el que arrebataba a otros jugadores y el conjunto iba a dar a esos baúles misteriosos de Juana, que no se han encontrado hasta hoy. La primavera ya había estallado en brotes y pájaros, cuando llegaron las confusas noticias de una sublevación indígena que a él le pareció una exageración. Más por cumplir con su deber que por convencimiento, juntó unos cincuenta soldados y partió de mala gana a reunirse con Juan Gómez en Tucapel, dispuesto a aplastar a los atrevidos mapuche, como había hecho antes.
Hizo el viaje de quince leguas, con su medio centenar de jinetes y mil quinientos yanaconas, a paso lento, pues debía adaptarse al de los cargadores. A poco andar se le espantó la pereza con que había iniciado la marcha, porque su instinto de soldado le advirtió del peligro. Se sentía observado por ojos ocultos en la espesura. Llevaba mas de un año pensando en su propia muerte y tuvo el presentimiento de que podría ocurrirle pronto, pero no quiso inquietar a sus hombres con la sospecha de que eran espiados. Por precaución mandó adelantarse a un grupo de cinco soldados para que tantearan la ruta y siguió cabalgando al paso, mientras procuraba calmar los nervios con la brisa tibia y el intenso aroma de los pinos. Como al cabo de un par de horas los cinco enviados no regresaron, su premonición se agudizó. Una legua más adelante un jinete señaló con una exclamación de horror algo que colgaba de una rama. Era un brazo, todavía dentro de la manga del jubón. Valdivia ordenó proseguir con las armas prontas. Unas varas más lejos vieron una pierna con la bota puesta, también suspendida de un árbol, y más allá otros trofeos, piernas, brazos y cabezas, sangrientos frutos del bosque. «¡A vengarlos!», gritaban los furiosos soldados, dispuestos a lanzarse al galope en busca de los asesinos, pero Valdivia los obligó a mascar el freno. Lo peor que podían hacer era separarse, debían permanecer juntos hasta Tucapel, decidió.
El fuerte quedaba en la cima de una colina despejada, porque los españoles habían cortado los árboles para construirlo, pero la base del cerro estaba rodeada de vegetación. Desde arriba se podía ver un río copioso. La caballería ascendió por la colina y llegó antes a las ruinas envueltas en humo, seguida por las lentas filas de yanaconas con los pertrechos. De acuerdo con las instrucciones recibidas de Lautaro, los mapuche aguardaron hasta que el último hombre llegó arriba para anunciarse con el sonido escalofriante de las flautas de huesos humanos.
El gobernador, quien apenas tuvo tiempo de descender del caballo, se asomó entre los troncos quemados de la muralla y vio a los guerreros formados en escuadrones compactos, protegidos por escudos y con las lanzas en tierra. Los toquis de guerra estaban al frente, protegidos por una guardia formada por los mejores hombres. Asombrado, pensó que los bárbaros habían descubierto por instinto la forma de luchar de los antiguos ejércitos romanos, la misma que empleaban los tercios españoles. El cabecilla no podía ser otro que ese toqui del cual tanto había oído durante el invierno: Lautaro. Sintió que lo sacudía una oleada de ira y se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado de sudor. «¡Le daré la muerte más atroz a ese maldito!», exclamó.
Una muerte atroz. Hay tantas de ésas en nuestro reino, que nos pesarán para siempre en la conciencia. Debo hacer una pausa para explicar que Valdivia no pudo cumplir su amenaza contra Lautaro, quien murió luchando junto a Guacolda unos años más tarde. En corto tiempo este genio militar sembró el pánico en las ciudades españolas del sur, que debieron ser evacuadas, y logró llegar con sus huestes a las cercanías de Santiago. Para entonces la población mapuche estaba diezmada por el hambre y la peste, pero Lautaro seguía luchando con un pequeño ejército, muy disciplinado, que incluía a mujeres y niños. Dirigió la guerra con magistral astucia y soberbio coraje durante muy pocos años, pero suficientes para inflamar la insurrección mapuche que dura hasta ahora. Según me decía Rodrigo de Quiroga, muy pocos generales de la historia universal pueden compararse a este joven, que convirtió a un montón de tribus desnudas en el ejército más temible de América. Después de su muerte lo reemplazó el toqui Caupolicán, tan valiente como él pero menos sagaz, quien fue hecho prisionero y condenado a morir empalado. Aseguran que cuando su mujer, Fresia, lo vio arrastrado en cadenas, le lanzó a los pies a su hijo de pocos meses y exclamó que no quería amamantar al vástago de un vencido. Pero esta historia parece otra leyenda de la guerra, como la de la Virgen que se apareció en el cielo durante una batalla. Caupolicán soportó sin un quejido el espantoso suplicio del palo afilado atravesándole lentamente las entrañas, como lo relata en sus versos el joven Zurita, ¿o era Zúñiga? Por Dios, se me van los nombres, quién sabe cuántos errores hay en este relato. Menos mal que yo no estaba presente cuando dieron tormento a Caupolicán, tal como no me ha tocado ver el frecuente castigo de «desgobernación», en que cercenan de un machetazo medio pie derecho de los indígenas rebeldes. Eso no logra desalentarlos; cojos, siguen luchando. Y cuando a otro cacique, Galvarino, le cortaron las dos manos, se hizo amarrar las armas a los brazos para volver a la batalla. Después de tales horrores, no podemos esperar clemencia de los indígenas. La crueldad engendra más crueldad en un ciclo eterno.
Valdivia dividió a su gente en grupos, encabezados por los soldados a caballo y seguidos por los yanaconas, y les mandó descender la colina. No pudo lanzar la caballería al galope, como era lo usual, porque comprendió que ésta se ensartaría en las lanzas de los mapuche, que por lo visto habían aprendido tácticas europeas. Antes debía desarmar a los lanceros. En el primer encontronazo, los españoles y los yanaconas llevaron ventaja, y al cabo de un rato de lucha intensa y despiadada, pero breve, los mapuche se replegaron en dirección al río. Un alarido de triunfo celebró su retirada y Valdivia ordenó volver al fuerte. Sus soldados se creían seguros de la victoria, pero él quedó muy inquieto, porque los mapuche habían actuado en perfecto orden. Desde la cima de la colina los vio bebiendo y lavándose las heridas en el río, alivio que sus hombres no tenían. En ese momento se escuchó el chivateo y del bosque emergieron nuevas tropas indígenas, frescas y disciplinadas, tal como había ocurrido en Purén contra la gente de Juan Gómez, cosa que Valdivia ignoraba. Por primera vez el capitán general tomó el peso de la situación; hasta ese momento se había creído el amo de la Araucanía.
Durante el resto del día la batalla continuó de la misma manera. Los españoles, heridos, sedientos y agotados, enfrentaban en cada ronda una hueste mapuche descansada y bien comida, mientras los que se habían replegado se refrescaban en el río. Pasaban las horas, los españoles y yanaconas iban cayendo, y los ansiados refuerzos de Juan Gómez no llegaban.
Nadie en Chile desconoce los hechos de aquella trágica Navidad de 1553, pero hay varias versiones y yo voy a contarlos tal como los oí de labios de Cecilia. Mientras Valdivia y su reducida tropa se defendían a duras penas en Tucapel, Juan Gómez estaba detenido en Purén, donde los mapuche lo mantuvieron sitiado hasta el tercer día, en que no dieron señales de vida. Transcurrió la mañana y parte de la tarde en una espera ansiosa, hasta que por fin Gómez no soportó más y salió con una partida a revisar el bosque. Nada. Ni un solo indio a la vista. Entonces sospechó que el sitio del fuerte había sido una estratagema para distraerlos e impedirles reunirse con Pedro de Valdivia, como éste había ordenado. Así, mientras ellos estaban ociosos en Purén, el gobernador los aguardaba en Tucapel, y si había sido atacado, como era de temer, su situación debía de ser desesperada. Sin vacilar, Juan Gómez ordenó que los catorce hombres sanos que le quedaban montaran en los mejores caballos y lo siguieran de inmediato hacia Tucapel.
Cabalgaron la noche entera, y a la mañana del día siguiente se encontraron en las cercanías del fuerte. Pudieron ver la colina, el humo del incendio y grupos dispersos de mapuche, ebrios de guerra y muday, blandiendo cabezas y miembros humanos; los restos de los españoles y yanaconas derrotados el día anterior. Horrorizados, los catorce hombres comprendieron que estaban rodeados y correrían la misma suerte que los de Valdivia, pero los intoxicados indígenas estaban celebrando la victoria y no los enfrentaron. Los españoles espolearon sus fatigadas cabalgaduras y subieron por la colina, abriéndose paso a mandobles entre los escasos borrachos que se les pusieron por delante. El fuerte estaba reducido a un montón de leños humeantes. Buscaron a Pedro de Valdivia entre los cadáveres y trozos de cuerpos descuartizados, pero no lo hallaron. Una tinaja con agua sucia les permitió saciar la sed propia y de los caballos, pero no hubo tiempo de nada más, porque en ese momento comenzaban a ascender por la ladera miles y miles de indígenas. No eran los ebrios que vieran antes, éstos habían salido de los árboles sobrios y en orden.