Diseño de cubierta: Víctor Viano Título originaclass="underline" Infanta (Book 3 of Índigo)
(c) 1989 by Louise Cooper
© Editorial Timun Mas, S. A., 1990
Para la presente versión y edición en lengua castellana
ISBN: 84-7722-415-3 (Obra completa)
ISBN: 84-7722-418-8 (Libro 3)
Depósito legaclass="underline" B. 26. 764-1990 Hurope, S. A.
Impreso en España - Printed in Spain
Editorial Timun Mas, S. A. Castillejos, 294 — 08025 Barcelona
Las estrellas se mueven aún, el tiempo pasa, el reloj va a dar la hora.
Marlowe: Doctor Fausto
Para Tanith Lee, en reconocimiento de su auténtica amistad.
PRÓLOGO
En un solitario y yermo pedazo de tundra, allí donde los límites de un pequeño reino se encuentran con las enormes murallas heladas de los glaciares meridionales, las ruinas de una torre solitaria arrojan su perversa sombra sobre la llanura. La Torre de los Pesares — no tiene ningún otro nombre—fue la obra de un hombre cuyo nombre quedó olvidado hace muchísimo tiempo; ya que, según cuenta la historia barda, la suya fue una época antiquísima, anterior incluso a aquella en la que los que ahora vivimos bajo el sol y el firmamento empezamos a contar el tiempo.
En aquella época remota, la estupidez y la codicia de la humanidad condujeron a este mundo al borde de la ruina, hasta que al fin la misma Naturaleza se alzó contra ella y la Madre Tierra descargó su venganza sobre los hijos que habían traicionado su confianza. Pero durante la sombría noche de su desquite, la torre permaneció incólume. Y cuando todo hubo terminado, y una humanidad más sabia levantó la cabeza de entre los restos de su propio desatino para iniciar la vida en un nuevo mundo purificado y sin mácula, la torre se convirtió en un símbolo de esperanza, pues entre sus muros estaban encerrados por fin los demonios que el hombre había creado.
Durante siglos, pues, la Torre de los Pesares se alzó solitaria sobre la llanura, y ningún hombre ni ninguna mujer se atrevieron a volver la cabeza hacia ella por temor a la antigua maldición contenida en su interior. Y así habría continuado de no haber sido por la imprudencia de la temeraria hija de un rey.
Su título era en aquel entonces princesa Anghara hija-de-Kalig; pero ahora ha perdido el derecho a ese nombre y a su herencia. El motivo es que violó una ley que había perdurado desde los albores de la historia de su pueblo, al quebrantar la santidad de aquella torre antiquísima en un intento de descubrir su secreto.
Oh, sí; la princesa obtuvo su deseo, y descubrió el secreto. Pero al soltarse sus cadenas la Torre de los Pesares se partió en dos y la antigua maldición de la humanidad surgió de entre las tinieblas profiriendo alaridos para aferrarse de nuevo al mundo y al espíritu de Anghara.
En aquella lóbrega noche en que la maldición volvió a despertarse, Anghara perdió todo lo que quería frente a aquel siniestro poder. Su padre, Kalig; su madre, Imagen; su hermano, Kirra. A buenos amigos, a compañeros de diversión. Y, por encima de todo, perdió a aquel a quien más quería: a su adorado Fenran, hijo del conde Bray de El Reducto, que iba a convertirse en su esposo. Tras la destrucción, tomó sobre sus jóvenes hombros el peso que ahora la atormenta de día y de noche, dormida y despierta. La Madre Tierra ha decretado que debe reparar su crimen, buscando y eliminando a los siete demonios que cayeron sobre el mundo entre obscenas carcajadas cuando la Torre de los Pesares se derrumbó. Anghara ya no es Anghara. Su nombre es ahora Índigo —el color del luto— y su hogar es el mundo entero, ya que hasta que no haya terminado su misión no podrá regresar al hogar donde nació. Tampoco puede envejecer, ni morir, hasta que la búsqueda haya finalizado. Y cuando por las noches grita en sus desdichadas pesadillas: «¿Hasta cuándo? Madre Poderosa, ¿hasta cuándo?», escucha de nuevo la respuesta del resplandeciente emisario, avalar de la misma Diosa de la Tierra, inflexible, implacable, y ala vez impregnada de piedad.
«Cinco años. Diez. Un centenar. Un millar. Hasta que se haya acabado, Índigo. Hasta que se haya acabado. »
Uno de los demonios ha muerto ya. Índigo utilizó el fuego como arma, y los fantasmas de muchos inocentes la siguen ahora. Entonó una elegía en su honor, y luego volvió el rostro hacia el sol que se alzaba en el horizonte, siguiendo la certera guía de la piedra-imán regalo de la Madre Tierra. Medio mundo y siete años más la han traído a las costas de un nuevo país, y ha llegado el momento de que dé comienzo su segunda búsqueda: una responsabilidad que no puede ni se atreve a rehuir.
Pero no está totalmente sola. Con ella viaja una amiga leal, la cual, aunque no pertenece al género humano, ha escogido compartir con ella su maldición y su compromiso; porque esta amiga sabe también muy bien lo que es ser una paria entre los suyos. Y con ella viaja una imperecedera chispa de esperanza de que un día, en un inimaginable futuro lejano, pueda liberar al hombre al que ama de los tormentos de la vida dentro de la muerte a que lo ha condenado el delito cometido por ella.
Pero mientras su tarea continúa incompleta, Índigo tiene también una eterna enemiga. Esta enemiga seguirá sus pasos adonde quiera que ella vaya, ya que es parte de sí misma, creada a partir de las profundidades más tenebrosas de su propia alma y que ha adquirido vida independiente: Némesis, quien acecha en las sombras y su distintivo es el color plateado. Y Némesis es una enemiga realmente mortal.
Durante trece años una nueva dinastía ha gobernado en Carn Caille, la fortaleza de los reyes de las Islas Meridionales y antiguo hogar de Índigo. La leyenda de la Torre de los Pesares ya no existe, ya que la Madre Tierra decretó que todo recuerdo del propósito de la torre, y de su caída, quedase borrado de la memoria de la gente. Así pues, Kalig y su familia viven sólo en las tristes baladas que rememoran las fiebres que, según la creencia popular, acabaron con sus vidas. Y el rey Ryen envejece en paz y rodeado del respeto de sus súbditos, sin sospechar ni por un instante que la hija de Kalig sigue viva y que sobre sus hombros descansa el destino del mundo...
CAPÍTULO 1
Los jefes de muelle habían establecido un estricto orden de preferencia para el atraque y descarga de navios que hacían escala en el puerto de Huon Parita. Las facilidades del embarcadero eran limitadas, los trabajadores honrados difíciles de encontrar, y la multitud de vendedores ambulantes, estafadores, echadoras de cartas, oportunistas itinerantes y mendigos sin más representaban un peligro constante para cargamentos y pasajeros por igual. En circunstancias normales, los tres cargueros procedentes del oeste hubieran debido permanecer fondeados en la bahía durante dos o más días antes de que se les designara un lugar de amarre. Pero cuando llegó a la orilla la noticia de que los cargueros procedían de las Islas de las Piedras Preciosas, enseguida se hicieron los arreglos oportunos, y al cabo de una hora de la llegada de los barcos los bracos de madera del semáforo situado encima de la torre de los encargados dieron la señal para traerlos a ellos y a su cargamento de piedras preciosas al interior del puerto.
Mientras los enormes cargueros atracaban, un navío de líneas más finas y elegantes, con una balista montada sobre la cubierta de proa y la feroz cabeza de un ariete centelleando justo por debajo de la línea de flotación en la proa, penetró también a su sombra para atracar en las aguas poco profundas de un muelle contiguo. Un gentío empegaba a congregarse ya alrededor de los cargueros, pero el Kara-Karai —La Pequeña Madre del Mar en el idioma de su país de origen— fue ampliamente ignorado. Todos los que sabían algo de flotas mercantes reconocían el característico casco amarillo y negro de un buque escolta davakotiano, y conocían muy bien la temible reputación de tales barcos y de sus tripulaciones. Sólo un oficial, un joven cuyo fajín y gorra de esplendoroso color escarlata no parecían servir de mucho a la hora de elevar su moral, se colocó al pie de la plancha que empezaba a hacer su aparición; aparte de las formalidades imprescindibles, al Kara-Karai se lo dejaría absolutamente en paz.