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Pero la teoría no era convincente, Índigo llevó con cuidado a la criatura hasta donde yacía la mujer; y cuando depositaba el cesto en el suelo; ésta se agitó. Intentó levantar la cabeza y sus manos se clavaron en la hierba reseca, en busca de un punto de apoyo, pero estaba aturdida y no podía coordinar sus movimientos. De improviso empezó a dar arcadas, y mientras Índigo acudía en su ayuda empezó a vomitar en el suelo.

—Jess... ¡Oh!

La mujer cayó hacia adelante mientras Índigo la sujetaba por los hombros. Una mano se cerró débilmente alrededor de la muñeca de la joven y el contacto pareció sacar bruscamente de su aturdimiento a la mujer, ya que todo su cuerpo se puso rígido de pronto. Apartó la mano como si la hubieran pinchado, y su cabeza giró en redondo con los ojos llenos de terror.

—¿Quién sois? —inquirió en khimizi.

—Todo va bien: soy una amiga —le respondió Índigo, conciliadora—. No voy a haceros daños; estáis a salvo ahora.

—¿Sois... de Simhara?

—No. Vengo de Huon Parita; iba de camino a la ciudad cuando me enteré de que había problemas en Khimiz. Me llamo... —pero no pudo continuar pues la mujer estalló en un torrente de lágrimas.

—¡No, no, nooo! —Su voz se alzó en un agudo lamento puntuado por violentos sollozos, y se balanceó hacia adelante y hacia atrás, tirándose de los cabellos—. Poderosa Madre del Mar, por favor, haced que sea un sueño, haced que sea una pesadilla, ¡oh, por favor!

Volvió a sentir náuseas y empezó a dar boqueadas; Índigo le hizo una frenética señal a Grimya y la loba corrió al lugar donde su chimelo pastaba tranquilamente, se alzó sobre los cuartos traseros y tiró de la correa que sujetaba uno de los frascos de agua de Índigo. Regresó con el frasco entre los dientes, e Índigo lo acercó a los labios de la mujer. A causa de su angustia, ésta apenas si podía tragar y se perdió buena parte del agua, pero por fin la suficiente cantidad consiguió bajar por su garganta para sofocar el ataque.

—Gra... gracias...

Tosió y consiguió incorporarse más con un esfuerzo. No parecía estar malherida, por lo que Índigo se sintió aliviada; podría haber un poco de conmoción pero nada peor.

Se agachó y tomó las manos de la mujer entre las suyas.

—¿Qué os sucedió? ¿Podéis contármelo?

—Yo... —arrugó la frente; luego de repente la expresión frenética regresó a sus ojos—. ¡Je... Jessamin! Mi hija, ¿dónde está?

Índigo dirigió una rápida mirada al cesto. El bebé no había hecho el menor ruido durante el ataque de su madre y, al igual que antes, parecía contemplar los acontecimientos con infantil fascinación.

—La niña está aquí, y no ha sufrido el menor daño —repuso Índigo, con suavidad.

—¡Dádmela!

El cuerpo de la mujer se agitó espasmódicamente mientras intentaba alcanzar el cesto¿ pero lo único que consiguió fue rodar sobre la hierba, Índigo la ayudó a sentarse, y, cuando intentó levantarse de nuevo, apoyó con suavidad pero con firmeza las manos sobre sus hombros para impedírselo.

—Tranquila —dijo—. No os alteréis. Vuestra hija está bien, os lo juro. Ahora, ¿podéis decirme que ha sucedido en Simhara?

La mujer aspiró entrecortadamente.

—Acabada —respondió—. ¡Está acabada!

—¿Acabada? —Índigo estaba asombrada.

—Ha ca... caído. Nos asediaron, y nosotros... no teníamos defensas. Nuestro ejército estaba desperdigado por Khimiz, intentando rechazarlos, y... y... —Desasió sus manos de las de Índigo y se cubrió el rostro—. Derribaron las murallas y penetraron en el interior como una oleada, y nosotros... ¡oh, Gran Diosa! Nosotros...

Aspiró con dificultad.

—Tenía que sacar a mi hija. Tenía que hacerlo, ¿comprendéis? Mi tío, él consiguió sacarnos minutos antes de que nos invadieran, me envió al desierto, ¡y ya... ya no sé qué sucedió después de eso!

—¿Quiénes son ellos? —Índigo se odió por tan cruel persistencia frente a la congoja de la mujer, pero tenía que saberlo: algo que no comprendía la empujaba a hacerlo y no podía contenerse—. Los invasores, ¿quiénes son?

—¡No lo sé! ¡Maldita sea, no lo sé! No es suficiente que nos destruyeran, y nos asesinaran y... y... ¡Oh, Gran Madre, me siento mareada!

Intentó ponerse en pie, una mano presionada sobre el estómago. Por un instante permaneció erguida, balanceándose, luego se dobló hacia adelante y al final se derrumbó en el suelo, inconsciente.

Índigo la contempló, horrorizada por lo que había oído. Sólo tenía una muy pobre imagen de lo que esta mujer había tenido que pasar, pero su mente evocaba ya terribles analogías mientras recordaba Carn Caille, su propio hogar, y la monstruosa horda que había destruido su mundo. El desagradable ensueño se rompió sólo cuando Grimya presionó con ansiedad su hocico contra la mano de Índigo y la devolvió a la realidad, con un sobresalto.

«¿Se ha desmayado?», comunicó la loba en silencio.

—Sí...

Índigo obligó al recuerdo a regresar a la parte más recóndita de su ser a la que había aprendido a desterrarlo, se inclinó sobre la mujer y apartó los enmarañados cabellos de su rostro. Estaba inconsciente, y su piel tenía una enfermiza frialdad. La muchacha levantó la mirada hacia el cielo. El sol se había desvanecido ya casi por completo; las sombras se convertían en oscura penumbra y la noche caía rápidamente. La mujer necesitaba con urgencia cobijo y calor, si es que quería sobrevivir a la fría noche del desierto.

Se volvió hacia Grimya.

—Tengo que encender un fuego. Vigílala, y avísame si se despierta.

Había gran cantidad de maleza seca entre los árboles y matorrales que rodeaban el oasis, y para cuando la mujer empezó a recobrar el conocimiento, Índigo tenía ya un buen fuego ardiendo. Estaba desensillando el chimelo cuando el silencioso aviso de Grimya la alertó, y corrió de regreso al círculo iluminado por la luz de la hoguera, a tiempo para ayudar a la mujer cuando, mareada, abrió los ojos e intentó incorporarse.

—¿Qué...? —Una mano se extendió hacia adelante, pero sin coordinación, y parpadeó indecisa ante las llamas—. ¿Qué sois...?

—Os desmayasteis —le dijo Índigo—. Todo está bien; no pasa nada. Mirad. —Indicó el cesto y a la criatura, la cual con extraordinaria placidez se había vuelto a dormir—. Vuestra hija duerme profundamente, y tenemos un fuego para calentarnos. Hay comida en mis alforjas; podemos descansar aquí a salvo durante la noche.

—¡No! —Los ojos de la mujer se desorbitaron al comprender—. ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Me estarán buscando..., debemos huir!

—¿Buscándonos? —Índigo se sintió perpleja.

—¡Sí! Oh, ¿es que no lo comprendéis? ¿No sabéis quién soy? —Y cuando la expresión de Índigo continuó en blanco, ella añadió—: Soy Agnethe. ¡Soy la Takhina!

Índigo la miró anonadada. La Takhina, esposa del actual Takhan de Khimiz, alrededor de cuya corte giraba toda la ciudad de Simhara. Con la caída de la ciudad había dado por supuesto que la familia gobernante debía de haber muerto o había sido capturada.

Más lágrimas empezaron a caer sobre las manos entrelazadas de Agnethe.

—¿Comprendéis ahora? —dijo con desesperación—. ¡No hay tiempo para hogueras, ni para descansar! No me atrevo a quedarme aquí: ¡debo ir hacia el norte, antes de que me encuentren! Y me estarán buscando. —Su rostro se contrajo en una mueca de amargo odio—. ¡Madre del Mar, ya lo creo que me estarán buscando!

Índigo se agachó delante de ella.

—¿Qué hay del Takhan? —preguntó apremiante—. ¿Está vivo?

—No lo sé. —Agnethe sacudió con fuerza la cabeza—. Pero si está muerto... ¡Oh, por la Diosa, si está muerto, entonces Jessamin, mi bebe, ella es nuestro único hijo!