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Índigo comprendió. Si habían matado al Takhan, entonces la criatura que dormía en el cesto a pocos pasos era el legítimo gobernante de Khimiz. Y si los invasores la encontraban antes de que Agnethe pudiera llevarla a lugar seguro, era improbable que cualquiera de las dos volviera a ver otro amanecer.

—¡Por favor! —le rogó Agnethe—. ¡Debéis llevárosla lejos de aquí, muy lejos de Khimiz! ¡Porfavor! Os daré lo que sea, todo lo que tengo; ¡pero hay que llevarse a Jessamin de aquí ahora!

Índigo sabía que debía ayudarlas si le era posible. Su misión se había convertido en cenizas: acercarse a Simhara ahora sería una total estupidez, y nada perdía dando media vuelta. Una vez que la Takhina y su hija hubieran sido puestas a buen recaudo, ella y Grimya tendrían que hacer nuevos planes, pero por ahora tenía que pensar en el futuro próximo.

—Takhina, no quiero ni vuestro dinero ni vuestras joyas —repuso—. Pero no podemos marchar de aquí antes de la mañana. No estáis en condiciones de viajar...

Agnethe la interrumpió.

—¡No, no! ¡Debéis dejarme y llevaros la niña! Buscad a los falorim, contádselo...

—¡No puedo abandonaros! —Índigo estaba anonadada—. Si los que os buscan vienen...

—¡No me importa! ¡Todo lo que importa es mantener a Jessamin fuera de su alcance a cualquier precio! ¡Tomad vuestro chimelo ahora mismo, y partid! —La voz de Agnethe se elevó histérica—. ¡Debéis hacerlo! ¡Debéis hacerlo!

—No, Takhina. ¡No os abandonaré a la muerte!

Agnethe apretó los puños y se los llevó a las sienes.

—Oh ¿por qué no lo comprendéis? —Agarró las manos de Índigo—. La matarán, ¿no os dais cuenta? ¡Matarán a mi niña! Nació antes del amanecer del decimocuarto día bajo la constelación de la Serpiente: ¿sabéis lo que esto significa?

—Takhina, no... —empezó a decir Índigo.

Pero antes de que pudiera seguir, Grimya se puso en pie de un salto con un gruñido. La loba había permanecido sentada al otro extremo del fuego: no quería asustar a Agnethe quien, al parecer, aún no se había dado cuenta de su presencia; ahora estaba con los ojos clavados en la oscuridad más allá del pulido espejo del oasis, con los pelos erizados.

¿Grimya? —La voz de Índigo estaba llena de inquietud.

Grimya separó los labios para mostrar los colmillos.

—Sssshh... ¡olor!

La palabra surgió como un gruñido de advertencia, apenas reconocible.

—¿Qué? —chilló Agnethe—. ¿Qué sucede?

Y en ese mismo instante Grimya gritó en voz alta:

—¡Al... erta! ¡Al... erta!

Índigo se incorporó de un salto, al tiempo que su mano se movía instintivamente hacia el lugar donde el cuchillo de afilada hoja que había sido el regalo de despedida de Macee colgaba de su funda. Vislumbró un movimiento borroso en la traidora oscuridad que envolvía los árboles, pero sus pupilas estaban contraídas de mirar el resplandor del fuego, y varias manchas brillantes danzaron ante sus ojos, desconcertándola.

¡Grimya, no!

Vio cómo la loba intentaba saltar hacia adelante y corrió hacia ella; la sujetó por el cogote y la echó hacia atrás. Entonces Agnethe lanzó un grito y una docena o más de hombres montados en chímelos surgieron de la negra maraña de la vegetación.

—¡Jessamin!

La Takhina empezó a aullar como una demente y se arrojó en dirección al cesto. Se abalanzó a gatas, lo tomó entre sus brazos y se puso en pie tambaleante. Unas voces masculinas empezaron a gritar en una lengua desconocida mientras Agnethe comenzaba a correr enloquecida en la dirección al oasis, y algo silbó en el aire con un zumbido maligno y siseante que sonó terriblemente familiar a los oídos de Índigo. El arquero erró el blanco y se escucharon más gritos; Índigo vio cómo una figura era derribada de su montura por uno de sus compañeros, luego otro hombre había saltado ya de su silla y corría tras Agnethe. Oyó gritar a la Takhina cuando éste la alcanzó y la arrojó al suelo, y el débil berrido de protesta del bebé al tumbarse el cesto.

Índigo sacó su cuchillo con un rápido movimiento mientras la rabia y el temor estallaban en una terrible confusión en su mente. Se lanzó hacia adelante sin detenerse a pensar, empujada por el deseo de ayudar a Agnethe, y otros tres hombres surgidos de la oscuridad le cerraron el paso, Índigo se detuvo en seco. Jadeante, esgrimió el cuchillo en alto, pero entonces Grimya giró en redondo con un gruñido, y se dio cuenta de que había más soldados a sus espaldas, atrapándola.

Índigo se volvió muy despacio. La luz de la hoguera caía sobre sus asaltantes, les daba un misterioso resplandor e iluminaba las armas que apuntaban a su estómago. Con una extraña sensación de vértigo, Índigo reconoció las delgadas formas metálicas, las cuerdas tensas y las pesadas saetas listas. Eran ballestas. Conocía muy bien su mortal precisión y su eficiencia, ya que la ballesta había sido siempre su arma favorita. Y éstas eran enormes, bestiales, letales. No tenía la menor esperanza contra ellas.

Uno de los guerreros sonrió y, apuntando todavía con la ballesta sujeta en una sola mano, le hizo señas. Grimya gruñó, pero él la ignoró y volvió a hacerle señas para que se acercara, esta vez más imperiosas, Índigo no se movió. Oía sollozar a Agnethe, pero el sonido parecía provenir de otro mundo y no podía relacionarse con él. Miró atenta el arco, luego muy despacio, consciente de que un movimiento malinterpretado podía significar una saeta en el pecho, empezó a bajar el cuchillo. Su movimiento fue, al parecer, demasiado lento para el gusto del soldado, ya que de repente éste se abalanzó hacia ella como si fuera a arrebatarle el arma de la mano, y Grimya, incapaz de controlar sus instintos, lanzó un furioso y retador gruñido y saltó hacia su cuello.

¡Grimya, no! —chilló Índigo, aterrorizada, pero fue demasiado tarde.

El peso del cuerpo de Grimya derribó al hombre y éste cayó al suelo, agitando los brazos en el aire, con la enfurecida loba sobre él. Sus compañeros corrieron en su ayuda e Índigo se arrojó, también, en medio de la refriega, intentando frenética llegar hasta Grimya y arrastrarla fuera de allí antes de que le hicieran daño. Algo —un codo, un hombro, no supo el qué— se clavó en su cuerpo, y le hizo perder el equilibrio, y cayó cuan larga era en medio de un revoltijo de pies enloquecidos. Antes de que pudiera intentar incorporarse, una bota le dio en la sien, aturdiéndola; por entre una neblina de náuseas su cerebro registró los sonidos de un ruido sordo y el gañido de un animal; luego unas manos fornidas la sacaron de la confusión y la arrojaron sin miramiento contra el duro suelo.

Debía de haber estado inconsciente durante algunos minutos, ya que cuando recuperó el sentido la reyerta había finalizado. Mientras el mundo volvía a recuperar su nitidez ante sus ojos, Índigo escuchó el sordo murmullo de voces a poca distancia en el que destacaba el sonido de una mujer que sollozaba. Agnethe... pero ¿qué había sido de la criatura? Y Grimya...

De repente recordó el gañido que había escuchado, y el pánico se apoderó de ella.

«¡Grimya!», llamó en silencio, luchando por superar la vertiginosa inercia de su cabeza. «Grimya, ¿dónde estás?»

«Estoy... aquí. Me golpearon.»

El mensaje de respuesta de la loba sonaba muy débil, pero con gran alivio por su parte Índigo escuchó la soterrada indignación que le indicaba que Grimya estaba ilesa.