Las señales de muerte estaban por todas partes.
Se había hecho desaparecer lo peor de la carnicería, pero todavía había evidencia más que suficiente del gran número de bajas que los combates habían producido. Pasaron junto a dos de las cuadrillas de esclavos que trabajaban, bajo el mando severo y silencioso de los guardias del invasor, para recoger de las calles los cadáveres de ambos bandos y cargarlos en carretas mortuorias. Las cuadrillas hicieron un alto en el horrible trabajo para dejar pasar a los jinetes, y los ojos resentidos de nobles y campesinos khimizi se alzaron por igual para contemplarlos. Algunos se cubrieron el rostro en señal de respeto o hicieron signos religiosos al reconocer a su Takhina: un hombre intentó liberarse y correr hacia ella, pero fue devuelto bruscamente a la hilera por dos soldados que portaban garrotes. Agnethe dejó caer la cabeza y empezó a llorar de nuevo, en silencio y llena de desesperación; mientras el grupo seguía su camino, Índigo intentó no bajar la vista a los oscuros riachuelos de sangre seca que se escondían en las cunetas, intentó no prestar atención al humo acre y grasiento que se alzaba en los extremos mas alejados de las avenidas por las que traqueteaban las carretas tiradas por bueyes. Se sentía enferma ya, tanto de espíritu como de cuerpo, y mantuvo la mirada firme enfocada en el cuello oscilante de su chimelo mientras intentaba controlar el sudor frío y los escalofríos que amenazaban con dominarla cada vez que respiraba.
Pronto se hizo evidente que la destrucción más terrible había quedado confinada a los límites exteriores de Simhara, ya que a medida que el grupo que regresaba se acercaba al centro de la ciudad, una peculiar tranquilidad se fue adueñando del paisaje. Tenía más la naturaleza de un vacío que una auténtica sensación de paz; pero aun así la devastación parecía menor; la realidad de la guerra y los combates, más remota. Y cuando por fin llegaron al palacio del Takhan, en el corazón mismo de Simhara, daba la impresión de que los viejos edificios se mantenían aparte y sin ningún contacto con la más mínima señal de disturbios.
Mientras contemplaba las elevadas paredes enrejadas de mármol con su verde capa de follaje trepador que rodeaban el palacio, para luego observar cómo se abrían las puertas de bronce y vislumbrar los jardines y el silencioso manar de las fuentes al fondo, los recuerdos que Índigo tenía de los relatos de su madre resurgieron como un viejo y querido sueño. Los guardias de las puertas —que no eran khimizi sino forasteros, totalmente fuera de lugar allí— apenas si habían intercambiado unas pocas palabras con el jefe de los jinetes: la noticia de su llegada los había precedido, y se los esperaba.
Y se les daba la bienvenida. Ya que los guardias se inclinaron ante Agnethe cuando ésta pasó, y se inclinaron de nuevo ante la pequeña Jessamin en el interior de su cesto, Índigo no lo comprendía; era como si el tiempo y las circunstancias hubieran perdido su alineación correcta y estuviera presenciando nada más y nada menos que el regreso de la Takhina de Khimiz de algún acontecimiento social, en lugar de la entrega de una fugitiva en manos de sus enemigos.
Pero no tuvo tiempo de recapacitar sobre las implicaciones de lo que había presenciado, ya que los chimelos, oliendo el agua, atravesaban aprisa las puertas, y cuando éstas se cerraron tras ellos, apagando los sonidos de la ciudad y del mar hasta convertirlos en un vago murmullo, fue como si Índigo hubiera abandonado la realidad para penetrar en el exclusivo mundo de los sueños.
El asedio y los combates no habían tocado el palacio de Simhara. Se encontraban en un patio lleno de flores y refrescado por el centelleante correr de una docena de fuentes y pequeñas cascadas que alimentaban un estanque artificial rodeado de plantas trepadoras, Índigo tuvo una fugaz visión del centelleo dorado y plateado de peces en el estanque, despreocupados y tranquilos, y al levantar los ojos, descubrió una sombreada avenida de columnas que bordeaba la pared del palacio, y apagados movimientos que se reflejaban en el cristal multicolor mientras los criados se dirigían apresurados a sus ocupaciones, en silencio. Era como si la invasión y el asedio y los combates no hubieran tenido lugar jamás; como si esta regia mansión continuara con su rutina, libre de cualquier trastorno.
El guerrero que conducía su montura volvió la cabeza, sobresaltado por la inarticulada exclamación que brotó de los labios de la persona que tenía a su cargo. Lo hizo justo en el momento en que Índigo se balanceaba sin control en su silla al verse derrotado finalmente su autodominio por el agotamiento, la confusión y el entumecimiento de sus músculos, pero no llegó a tiempo de sujetarla antes de que resbalara del lomo del chimelo y fuera a caer totalmente inconsciente sobre las elegantes losas de mármol del suelo.
Se despertó con una sensación de aire más fresco en el rostro y el sonido de algo que crujía débil y rítmicamente. Por un instante pensó que se encontraba aún en el desierto, y abrió los ojos esperando ver el resplandor de interminables acres de arena bajo la luz de la luna lejana.
Pero no había arena, ni un paisaje enorme y vacío. En lugar de ello estaba tumbada en una cama baja, con la cabeza y los pies posados sobre almohadones de seda, y la luz que encontraron sus ojos no provenía de la luna, sino de una ornada lámpara con un tubo de cristal ámbar que brillaba tenue en el extremo opuesto de una habitación amplia y de techo alto.
Desconcertada, Índigo se incorporó en el lecho y miró a su alrededor. Aunque era noche cerrada ya y el resplandor de la lámpara suministraba la única iluminación, pudo ver que la habitación estaba amueblada con un gusto ascético pero suntuoso. Un friso pintado recorría toda la parte superior de las blancas paredes desnudas, alfombras tejidas cubrían el suelo, y entre las borrosas sombras pudo discernir la silueta de otro lecho, y una mesa redonda cuya superficie de cobre relucía vagamente como una enorme y bruñida moneda. Y en el suelo, a menos de un metro de distancia, Grimya dormía un sueño profundo sobre otro montón de almohadones.
Índigo se puso en pie despacio. Al llegar a la ciudad había estado demasiado agotada para especular siquiera sobre el tipo de tratamiento que podría recibir a manos de los invasores; pero desde luego no hubiera esperado nada como aquello. Era como si, en lugar de una prisionera, fuera una invitada distinguida.
Un movimiento apenas entrevisto por el rabillo del ojo la sobresaltó, y se volvió de nuevo, encontrándose con que a sus espaldas había unos enormes ventanales dobles que se extendían desde el suelo hasta el techo. Estaban entreabiertos, y las ligeras cortinas que colgaban sobre ellos se balanceaban a causa de la suave brisa que venía del exterior. Con cuidado para no molestar a Grimya, Índigo rodeó el lecho —las piernas le Saqueaban, pero esto pasaría pronto— y salió a un balcón con balaustrada que, descubrió, daba a uno de los muchos patios interiores del palacio. La luz de la luna se derramaba sobre las pálidas baldosas, y proyectaba complejas sombras entre los arbustos y las enredaderas que envolvían el patio; diminutas luces artificiales situadas entre el follaje aumentaban el brillo de las luciérnagas, destacando un macizo de madreselvas aquí, los pétalos aterciopelados de la adelfa del hibisco allí; y aunque su origen resultaba invisible, Índigo escuchó el débil tintineo del agua al discurrir entre guijarros a no mucha distancia.