Aspiró con fuerza para paladear la aromática dulzura de los perfumes florales al mezclarse con el apenas perceptible sabor del mar. La noche era cálida pero no sofocante, y el palacio parecía estar bañado en la armonía y la paz. Rodeando por completo el patio pudo vislumbrar otros ventanales con balcones, la mayoría a oscuras ahora pero uno o dos revelaban el débil resplandor de la luz de una lámpara detrás de sus cortinas descorridas. La atmósfera resultaba tan apacible que por un momento se preguntó si seria un sueño, si no estaría dormida aún y se fuera a despertar de repente para hallarse en una húmeda celda y esa mágina escena se convirtiese en un fugaz recuerdo. Pero en aquel instante sintió un familiar cosquilleo en su cerebro, y una voz que conocía bien se introdujo silenciosa y con suavidad en su conciencia.
«¿Índigo? ¿Estás ahí?
Grimya se había despertado, y se acercó a la ventana con paso lento para saludarla, Índigo se agachó y abrazó a la loba, contenta de ver que no había sufrido ningún daño.
—Grimya. —Sumergió el rostro en el pelaje de su amiga y le rascó el cuello de la forma en que más le gustaba a la loba—. ¿Estás bien, cariño?
—Es... toy... muy bien —repuso Grimya en voz alta—. Y des... cansada. —Se aventuró a salir al balcón y olfateó el aire delicadamente—. Es un lugar extrrrraño. Pero creo que... me gus... ta.
—Un lugar extraño y una rara forma de tratar a los prisioneros. No lo comprendo, — Índigo se incorporó—. Si tienes en cuenta que se nos cogió ayudando a la Takhina, no tiene
el menor sentido.
—Lo... sé. Cuando te des... mayaste, los hombres se mos... tra... ron muy sol... sol... — Grimya sacudió la cabeza, enojada—. ¡No puedo recordar la palabra!
—¿Solícitos?
—Sí. Ésa es la palabra. Llamaron a los cri... criados, y nos tra... je... ron a las dos aquí y se ocuparon de que es... estuvieras cómoda. Me dieron a... agua, y un poco de carne. Y hay un ex... trrrraño aparato en la habitación, que la mantiene fresca. No sé cómo funciona, pero no deja de crujir, como un árbol viejo a punto de... caer.
¿Un ventilador? Índigo había oído hablar de tales cosas a su madre; alas de seda o de plumas sujetas a los techos de las casas pudientes y que funcionaban mediante un complejo sistema de poleas conectadas a una noria o movidas por los criados. Cuando era niña había suplicado tener uno, pero no se necesitaban tales cosas en Carn Caille; habría sido mucho mejor, había dicho su padre con tristeza, si los artesanos de Khimiz se hubieran dedicado a inventar algo que calmara el aire, en lugar de impulsarlo a mayor actividad.
Aquel recuerdo no deseado le produjo un aguijonazo de dolor y le dio la espalda al patio. Cuando regresaba al lecho, escuchó el sonido de una llave al girar en la cerradura, y al levantar la cabeza vio entrar a tres mujeres. Por sus vestidos supo de inmediato que se trataba de sirvientas; dos andaban descalzas con los rostros cubiertos por velos semitransparentes, mientras que la tercera —bastante más vieja— llevaba sandalias de cabritilla y el rostro descubierto, e iba vestida con unos ligeros pantalones amplios en lugar de las faldas plisadas de hilo de las otras. Se veía a las claras que estaba al cuidado de las otras dos muchachas, y al ver sus cabellos oscuros y el rostro moreno, Índigo comprendió que aquella mujer no era khimizi sino que tenía un gran parecido racial con los soldados invasores.
Las muchachas le dedicaron graciosas reverencias, mientras que la mujer de más edad se quedó con la mirada clavada en Índigo con una mezcla de sospecha e incertidumbre. Índigo le devolvió la mirada y, tras entrecerrar los ojos con instintivo disgusto, dijo en khimizi:
—¿Qué queréis?
Las cejas de la mujer se fruncieron, pero aparte de ello su expresión no experimentó ningún cambio, y una de las muchachas —una esbelta criatura con ojos de cervatillo, cuyo rostro mostraba las señales de haber padecido viruela en la infancia— respondió con deferencia:
—Os pido disculpas, señora, pero ella no habla khimizi. —La recelosa mirada de la mujer se volvió hacia ella; la muchacha vaciló, en espera del permiso para continuar, y recibió un lacónico pero indeciso asentimiento—. Se nos dijo que viéramos si estabais despierta, y que os trajéramos un refrigerio y ropa nueva.
Índigo dirigió la mirada hacia la mujer mayor, quien observaba la conversación con gran atención.
—¿Servías en la casa del Takhan? —preguntó a la muchacha.
Se produjo otra vacilación. Luego, cautelosa, la joven respondió:
—Sí, señora.
—Entonces dime qué ha sucedido aquí. ¿Dónde están la Takhina y su hija? Y el Takhan... —Vio cómo los ojos de la muchacha se dilataban de miedo, y añadió con mayor vehemencia—: ¡En nombre de la Gran Diosa, muchacha, no voy a traicionarte! Mi propia madre era de Simhara; ¡no soy ningún traidor!
La joven sacudió la cabeza con nerviosismo.
—No puedo deciros nada, señora —respondió en voz baja—. ¡No me atrevo! —Hizo un ademán, perdida toda su anterior gracia y coordinación—. Por favor..., comed, bebed...
Índigo suspiró. De nada servía apremiarla; estaba demasiado asustada para hablar con libertad. Le dio la espalda y se dejó caer de nuevo sobre el lecho, tras lo cual, con evidente alivio, la muchacha hizo una señal a su compañera. Se escuchó el tintineo del hielo contra el cristal mientras la otra muchacha avanzaba con una bandeja de cobre, que depositó sobre una mesita baja.
—Hemos traído zumo helado de lima y miel, señora, y torta de sésamo, y aceitunas y dátiles. —La segunda muchacha dirigió una rápida mirada furtiva en dirección a su guardiana, luego añadió en un susurro—. El Takhan ha muerto, señora, y Au... —Se interrumpió precipitadamente, consciente de que había estado a punto de pronunciar un nombre que la mujer de más edad hubiera reconocido—. Otro gobierna aquí ahora. No puedo deciros nada más. Lo siento.
Era muy poco, pero confirmaba los peores temores de Índigo. Bajo los ojos al suelo.
—Lo comprendo. Gracias.
La alimentaron y la bañaron, y la instalaron con tanta comodidad como podía esperar cualquier dama de la nobleza en una casa donde su nombre era respetado. Sólo una cosa traicionaba su auténtica posición: el silencioso pero enfático chasquido de la llave al girar de nuevo en la cerradura cuando sus ayudantes la abandonaron.
Índigo se recostó en la cama y empezó a sorber su tercer vaso de zumo de fruta helado y azucarado. Se sentía realmente limpia por primera vez desde que dejara a Macee y a su tripulación; su hambre estaba saciada, sus ropas nuevas eran suaves y cómodas, y la atmósfera de la habitación soporífera; todo ello contribuía a adormecerla. Y hasta que no pudiera averiguar más cosas sobre sus carceleros y sus intenciones para con ella —lo cual, comprendió, no lo conseguiría hasta que ellos decidieran revelar la verdad— parecía totalmente inútil permanecer despierta sólo para atormentarse con preguntas incontestables.
El punto de vista de Grimya era claro y pragmático. Tal y como la loba le dijo, esperar era su única opción. Y la espera pasaría mucho más deprisa si dormían todo lo que les fuera posible. A Índigo le habría resultado imposible discutir su lógica aun si su propio instinto no la hubiera instado a llegar a la misma conclusión, y así pues, cuando las suaves pisadas de las sirvientas se perdieron en el silencio al otro lado de la puerta, dejó su vaso en el suelo y se tumbó. Cerró los ojos y dejó que el silencio de la noche la envolviera.
Se quedó dormida en cuestión de segundos, y tuvo sueños inconexos de barcos y desiertos y marchitas adivinadoras. Las pesadillas y el calor le hicieron pasar una noche agitada; se despertó varias veces y permaneció echada durante un rato en la sofocante y oscura habitación, escuchando el continuo crujir del ventilador hasta que volvía a dormirse. Pero los sueños regresaban cada vez, y al final culminaron en una odiosa imagen fragmentada de unos ojos plateados inhumanos que la miraban desde la asfixiante oscuridad, y le sobrevino la sensación de que un peso enorme e inamovible oprimiera su