cuerpo, la sofocara, le quitara el aire de los pulmones...
Se despenó con un violento sobresalto, reprimiendo su grito de auxilio antes de que éste pudiera adoptar una forma física, y se encontró con que el sol de la mañana penetraba a raudales en la habitación. Se incorporó; apretó las palmas de las manos contra los ojos irritados, y entonces, al aclararse su visión, vio que Grimya estaba también despierta y bostezaba.
—Tengo ham... brrrre —dijo la loba en voz alta.
La prosaica queja liberó la tensión de Índigo en una oleada de alivio que desterró las pesadillas convirtiéndolas en recuerdos fragmentados. Le dedicó una sonrisa.
—Quizá deberíamos llamar a las sirvientas. Si hemos de guiarnos por lo sucedido anoche, parece que aún no han decidido si somos prisioneras o invitadas, por lo tanto creo que debiéramos aprovechar su indecisión mientras podamos.
Grimya clavó los ojos en ella.
—No creo que esto sea algo para tomar a bro... ma. Allí junto al agua, no había la men... menor duda de nuestra po... sición. —Se puso en pie y se sacudió—. Sí; nos han trrra... tado bien desde que llegamos a la ciudad. Pero no confío en ellos. Y luego está la pi... piedra-imán...
Índigo se serenó de repente al comprender lo que Grimya quería decir. Con la barriga llena de comida y bebida, ropas limpias sobre su espalda, y un lecho cómodo en el que descansar, había resultado fácil olvidar las circunstancias en que las habían traído allí. Y fácil también olvidar la difícil situación de la Takhina Agnethe y de la pequeña Jessamin, las cuales se habían ido de su pensamiento con la misma facilidad con que podría haber desechado un zapato viejo. Pero la loba le había recordado con toda claridad que este seductor intervalo no era más que eso: un intervalo.
Tocó la tira de cuerpo que pendía de su cuello y sintió el peso de la piedra-imán en el interior de su bolsa. Una intuición que no le gustó nada le dijo lo que la piedra indicaría, sin necesidad de mirarla. El dorado punto de luz estaría inmóvil, colocado en el corazón de la piedra; le diría que el demonio que buscaba estaba aquí en la ciudad, y que no debía, ni podía, permitirse un solo instante de autocomplacencia.
Entonces, como si algún poder caprichoso hubiera leído su mente y escogido con un amargo sentido de la ironía dar más énfasis a su conclusión, alguien golpeó con fuerza la puerta cerrada.
Índigo dio un brinco como si la hubieran golpeado a ella. Esperó a escuchar el chirrido de la llave, a ver abrirse la puerta; pero en lugar de ello el silencio siguió a la llamada. Grimya tenía los pelos del lomo erizados, su postura era defensiva y agresiva a la vez; luego, después de pasado tal vez medio minuto, los invisibles nudillos golpearon de nuevo.
—¿Qui...? —La voz se le ahogó en la garganta; tragó saliva y recuperó el control—. ¿Quién es?
—Señora. —Era una voz masculina; un oriundo de Khimiz a juzgar por su idioma—. ¿Tengo vuestro permiso para entrar?
Una vez más aquella cuidadosa cortesía, como si ella fuera una invitada distinguida... Índigo dirigió una rápida mirada a Grimya, como transmitiéndole una muda advertencia, y luego respondió:
—Sí. Adelante.
La puerta se abrió. Había dos hombres en el umbral e Índigo reconoció al primero de ellos en cuanto lo miró. Un hombre joven de cabello color miel, ojos atormentados, y una herida, tal vez producida por el golpe de una espada, que empezaba a cicatrizar en el rostro. Ella había visto aquella cara ya en una ocasión, en el desierto, bajo la luz de la luna; la había visto volverse con expresión culpable mientras Agnethe chillaba «¡traidor!».
Se tragó la sorpresa, ocultándola por el sencillo procedimiento de agacharse para posar una mano sobre el lomo de Grimya como si quisiera contenerla.
—¿Sí? —repitió—. ¿Qué es lo que queréis de mí?
Se mostraba menos respetuoso que las mujeres. Pero sus ojos seguían exteriorizando, el dolor que aparecía en ellos era amargura; real.
—El Takhan nos ha dado instrucciones para que os llevemos...
Índigo lo interrumpió.
—¿El Takhan?
El rostro del hombre enrojeció.
—El Takhan Augon Hunnamek, señora, nuevo Señor Supremo de Khimiz y protector de nuestra querida ciudad.
Ella se quedó mirándolo con fijeza mientras el significado de sus palabras penetraba en su cerebro. El nuevo Takhan. El jefe guerrero. El invasor. El usurpador.
El compañero de su visitante, que tenía los cabellos oscuros y el rostro moreno y llevaba una espada corta al cinto, extendió una mano y la posó sobre el hombro del joven.
—No pierdas tiempo.
Las palabras mostraban un fuerte acento pero eran claramente khimizi, poseían el tono entrecortado de un extranjero que aprendía con rapidez, Índigo empezó a comprender.
—Tendréis que acompañarnos, señora. —Sus palabras fueron seguidas de un veloz movimiento de soslayo de los ojos del joven, que su compañero no debía ver—. El Takhan tiene muchos asuntos que atender y preferiría que no se lo hiciese esperar.
El pulso de Índigo empezó a latir lleno de nerviosa excitación.
—Muy bien —dijo, y se levantó.
Grimya también dio un paso hacia adelante, pero el hombre moreno se interpuso.
—No. El animal quedar aquí.
Se volvió para cortarle el paso, y Grimya le mostró los dientes con un gruñido.
Índigo sujetó a Grimya rápidamente por el collar antes de que ésta hiciera cualquier tontería, y le dijo en silencio, apremiante:
«Todo va bien, cariño. No me pasará nada.»
«¡No confío en ellos!», arguyó la loba.
«No tenemos otra elección, de momento. Espera aquí, por favor.»
La loba cedió de mala gana, e Índigo siguió a los dos hombres fuera de la habitación. Volvieron a cerrar con llave la puerta, y un débil gañido surgió del otro lado antes de hundirse en el silencio.
La condujeron por iluminados y amplios corredores cuyas paredes exteriores eran mosaicos de cristales multicolores, descendieron una ancha escalinata de pálidos escalones
de mármol decorada con urnas de plantas colgantes, y siguieron aún por nuevos corredores en los que móviles de cristal pintado colgaban delante de las ventanas y repiqueteaban suavemente movidos por el aire caliente que penetraba por ellas. En el exterior, Índigo vio patios llenos de flores, y detrás de ellos las elegantes e intrincadas líneas de muros, torres y minaretes recortadas en el compacto y deslumbrante azul del cielo: y a pesar del calor se estremeció. Ésta era la Simhara que su madre le había descrito con tanto amor tiempo atrás, y aunque nunca antes había puesto los pies en la ciudad, su familiaridad resultaba desconcertante. Sintió como si una parte de ella hubiera regresado a casa, y la sensación despertó recuerdos que estaban mejor enterrados y olvidados.
Cuando su escolta giró con brusquedad en dirección a otra escalinata, que esta vez subía, comprendió que debían de estar cerca de su destino; en la parte alta de la escalinata el paso quedaba cerrado por una doble puerta de bronce cubierta de filigrana de oro y custodiada por dos soldados invasores. Y sobre la superficie de ambas puertas Índigo reconoció las formas estilizadas de una red, un tridente y un áncora: el triple emblema de Simhara.