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Se los esperaba. Los guardias se hicieron a un lado, uno de ellos extendió las manos para abrir las puertas. Ambas se abrieron de par en par, e Índigo se encontró en el umbral de una habitación sorprendentemente pequeña pero opulenta. Sobre las paredes de estuco colgaban tapices bordados y orlados, las ventanas estaban cubiertas de pesadas cortinas de terciopelo, que impedían el paso de la luz del sol; una neblina de perfumado incienso colgaba inmóvil en el aire, difuminando el suave resplandor amarillo de las lámparas de aceite y daba a la escena una atmósfera irreal, como si se tratara de un sueño.

Había dos personas en la habitación. Una estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un almohadón a los pies de un sillón tallado; cuando ésta, que era una mujer, levantó la cabeza, Índigo tuvo la impresión de un rostro huesudo y envejecido, de unos ojos firmes e inteligentes, de cabellos grisáceos recogidos en una compleja trenza en la nuca. Pero su escrutinio duró tan sólo un instante antes de que el otro ocupante de la habitación se alzara del sillón y captara toda su atención.

Era un gigante, de más de dos metros de altura y cuerpo musculoso, con una resplandeciente tez oscura y unos cabellos que, en sorprendente contraste, eran casi por entero blancos. Unos ojos pálidos y cansados se detuvieron fríos sobre Índigo, y la gruesa y sensual boca se ensanchó en una débil sonrisa. Una mano poderosa, el brazo adornado con varios pesados brazaletes enjoyados, se extendió hacia ella en un gesto de cortesía.

—Bienvenida. —Hablaba en khimizi, aunque con un acento que ningún nativo habría podido reconocer como propio del país—. Soy Augon Hunnamek.

Índigo lo miró fijo y, surgiendo de la nada, una sensación de repugnancia intensa, sofocante y totalmente irracional se alzo para apoderarse de ella. Abrió la boca, pero las palabras se negaron a salir: la conmoción de su violenta reacción, surgida sin ton ni son, la había cogido totalmente desprevenida.

Y una voz en su cerebro dijo: ¡demonio!

CAPÍTULO 5

Se trataba de un hombre astuto e inteligente: no pudo evitar reconocerlo, fuera lo que fuese lo que su instinto pudiera decirle. Y desde el primer momento en que se dirigió a ella, Índigo supo también que Augon Hunnamek no era ningún despreciable tirano. Despiadado sí; lo veía con toda claridad en sus ojos, y él no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo. Ambicioso también; pero al contrario que muchos hombres ambiciosos poseía la fuerza y la habilidad para conseguir que sus ambiciones dieran fruto. Y carismático. Su carisma era casi una aureola física, y supo al instante que era ésa la fuente de la que Augon Hunnamek obtenía su poder. Poder para dirigir, poder para ordenar e inspirar... El suficiente poder como para haber aplastado Khimiz en el espacio de unos pocos días, y colocarse en el trono más rico del mundo.

Pero debajo de aquella refulgente superficie había algo más, algo lo bastante fuerte como para haber desencadenado una intuición que hizo que Índigo deseara darse la vuelta y huir de allí. ¿Vulgaridad? ¿Lascivia? Eran ambas cosas y ninguna de las dos; no podía indicarlo con precisión, pero algo acechaba detrás del frío escrutinio, estaba implícito en cada pequeño movimiento de sus miembros y de su torso. Y cuando le sonrió a la muchacha, sin pasión y sin embargo con una oculta implicación que ésta no podía definir, unas frías garras parecieron arañarle la espalda.

Las elaboradas puertas se cerraron a su espalda y la escolta que la había acompañado salió en silencio.

—Por favor, siéntate. —Augon Hunnamek le indicó un almohadón que había en el suelo cerca de los pies de la joven—. Tengo preguntas y me harás el favor de responder a ellas con la verdad. —Hizo girar la palma de la mano hacia arriba para realizar un gesto cortés en el que Índigo creyó detectar la sombra de una amenaza.

Inclinó la cabeza y se sentó. Estaba nerviosa y sus manos empezaban a sudar; subrepticiamente se las frotó sobre la falda; no quería descubrir su intranquilidad y aumentar de esta forma su situación de desventaja.

El tirano volvió a acomodar su corpulento cuerpo en el sillón, y golpeó ligeramente en uno de sus brazos con una mano cubierta de anillos. La mujer de más edad contempló a Índigo con cierto interés, pero no dijo nada.

—Para empezar, dejaremos a un lado formalidades —dijo Augon—. Tengo entendido que eres forastera. ¿Es eso correcto?

Índigo asintió.

—Sí.

—¿Tu nombre? ¿Y tu casa?

La miraba fijamente, con la barbilla apoyada en un puño apretado, y cuando los ojos de Índigo se encontraron con los suyos, por un instante reconoció algo que no era precisamente platónico en su expresión. La evaluaba como podría hacerlo con una prostituta en un prostíbulo, o con una esclava en el mercado, y sintió que la cólera empezaba a hervir en su interior; y junto con ello vino un imprudente impulso de ponerse en pie de un salto y maldecir a aquel advenedizo, decirle que ella no era ninguna campesina con la que

divertirse, sino que pertenecía a la realeza, con un rango que él jamás podría alcanzar, la hija de un rey, una reina por derecho...

Y una paria que nunca podría reclamar su trono.

La golpeó como un chorro de agua fría, y su furia se evaporó en un instante y dio paso a un gélido y triste desaliento, cuando se percató de que había estado a punto de perder el control y romper el tabú al que estaba ligada. Anghara hija-de-Kalig, princesa de las Islas Meridionales, llevaba muerta mucho tiempo, Índigo había perdido nombre, identidad y rango, y el trono que por derecho de sangre debiera haber sido suyo pertenecía ahora a un extraño. Y así era como debería ser siempre...

Desolada, recuperado el autocontrol, respondió:

—Mi nombre es Índigo. Vengo de las Islas Meridionales.

El hombre enarcó las cejas, inquisitivo.

—¿Índigo? No es un nombre que haya oído antes.

—Es el único nombre que tengo.

Se encogió ligeramente de hombros.

—Como quieras. ¿Y qué es lo que te trae a Simhara?

A pesar del efecto calmante del error que había estado a punto de cometer, todavía le quedaba a Índigo una chispa de cólera, y respondió con cierta brusquedad.

—Sin querer ser descortés, señor, creo que esto es cosa mía.

La mujer levantó los ojos hacia Augon, y el guerrero sonrió con suavidad.

—Índigo. —Esta vez pronunció su nombre con puntillosa cortesía, no obstante una nota sensual apareció en su voz, como si acariciara cada una de las sílabas—. Estoy seguro de que comprenderás mi posición. Eres una extranjera, y sin embargo se te encontró en el desierto, en compañía de la Takhina Viuda. Tienes, por lo tanto, algo que ver con el desafortunado episodio de su intento de huir de la ciudad. Simplemente deseo establecer la naturaleza de esa implicación.

La mujer la miraba con más atención ahora, e Índigo no consideró sensato mentir. Era posible —no seguro, pero sí posible— que esta compañera o consejera o lo que fuera poseyese alguna habilidad como vidente; había percibido un indicio de ello en la primera mirada que le había dirigido la mujer. Y a Augon Hunnamek no se le engañaría con facilidad. No; lo mejor sería que dijera la verdad. O al menos tan buena parte de la verdad como se atreviera a revelar.

Por tanto se obligó a enfrentarse al pálido y franco escrutinio de aquellos ojos y explicó que su encuentro con Agnethe había sido una circunstancia totalmente fortuita; que, cuando se dirigía a Simhara, ya enterada de la conflictiva situación, había cabalgado a través del desierto para estudiar la situación con sus propios ojos, y se había encontrado con la Takhina en el oasis, aprisionada bajo su chimelo muerto.