—Ya comprendo. —El guerrero asintió con la cabeza, y su sonrisa se ensanchó un poco—. Y si mis hombres no te hubieran interceptado, Índigo, ¿qué habrías hecho entonces?
Índigo sentía la mirada de la mujer como si fuera hielo, como si fuera un fuego. Repuso:
—Habría hecho lo que cualquier hombre o mujer civilizados en las mismas circunstancias, señor: me habría ocupado de que a la Takhina no le ocurriera nada.
Augon lanzó una risita ahogada, un extraño sonido que emanó de su estómago y pulmones, en lugar de surgir de su garganta.
—Una respuesta diplomática, me parece. —La mujer también sonrió, pero de forma más reservada—. Muy bien: no volveremos a hablar de este episodio, Índigo, ya que creo que me has hecho un buen servicio con tu preocupación por el bienestar de la Takhina Viuda. Tengo otra pregunta más. ¿Con qué propósito deseabas visitar la ciudad de Simhara? ¿Tienes amigos en la ciudad?
—No, señor. —Índigo lo miró impertérrita.
—Entonces, ¿por qué has venido aquí?
La muchacha sabía lo que iba a decir, y creía que la respuesta satisfaría al hombre. Y si sus suposiciones sobre la mujer no andaban erradas, ella también la aceptaría de buena gana.
—Señor, me gano la vida como marino —respondió—. Pertenecía a la tripulación del Kara-Karai, que atracó en Huon Parita hace algunos días y...
—¿De dónde provenía? —inquirió la mujer, interrumpiéndola.
—El Kara-Karai es un buque escolta davakotiano. —El recuerdo del pequeño rostro severo de Macee centelleó por un breve instante, lleno de nostalgia, en la mente de Índigo— Nuestro último encargo fue en las Islas de las Piedras Preciosas, y desembarqué con las ganancias de un año en el bolsillo.
La mujer miró a Augon, y tomó la palabra para dirigirse a él.
—Se han examinado sus pertenencias —dijo en khimizi. Su voz era ronca pero con menos acento que la de su señor—. Lo que dice es verdad.
De nuevo apareció un ligero centelleo de cólera, pero Índigo se dominó.
—Entonces, si sabéis algo de las costumbres de los marinos, sabréis que el Templo de los Marineros de Simhara es un lugar de peregrinaje para nosotros. —Observó los ojos de la mujer con mucho cuidado, y vio lo que había esperado: un momentáneo ablandamiento, un apenas perceptible brillo de camaradería. Bajó la mirada—. Aquellos de nosotros que surcamos los mares lo hacemos sólo gracias a la indulgencia de la Gran Madre. Su templo más importante está en Simhara, y yo quería hacer una ofrenda en el templo, dar las gracias por los viajes llevados a buen término y pedir Su bendición para el futuro —Levantó los ojos de nuevo, con expresión cándida—. Ésa ha sido mi única razón para venir a la ciudad.
El hombre y la mujer intercambiaron otra mirada. La mujer volvió a hablar:
—Y cuando hayas hecho tu ofrenda —dijo, y su tono había cambiado, se había ablandado—, ¿qué harás entonces?
Índigo levantó los hombros como para indicar la inevitabilidad de su posición en el mundo.
—Buscaré otro barco.
El silencio descendió sobre la habitación durante algunos momentos. Entonces la mujer se volvió hacia Augon, quien se inclinó hacia ella, y le habló al oído con rapidez y en voz baja. Éste asintió, la sonrisa presente todavía en sus labios, mientras Índigo los contemplaba a los dos e intentaba en vano adivinar la naturaleza de su conversación. Por fin Augon volvió los ojos de nuevo hacia ella.
—Muy bien, Índigo. La historia que nos has contado parece satisfactoria. No obstante, como estoy seguro de que comprenderás, estoy en una posición en la que por el momento debo tener el mayor cuidado, y por eso tendrán que comprobarse algunos datos antes de que pueda autorizar tu libertad. —Hizo un gesto que quería dar a entender su propia impotencia—. Es por eso que debo insistir en que te quedes en palacio un poco más; pero te aseguro que se te tratará como a un huésped respetado. Espero que eso te satisfaga.
Tan preciso, tan puntilloso; y, sin embargo, Índigo sabía que no le ofrecía otra alternativa. Pero se trataba de mucho más de lo que hubiera esperado y —por el momento— estaba dispuesta a aceptarlo.
Sacudió la cabeza.
—Desde luego.
Sus ojos se encontraron con los de la mujer de pelo gris, y vio en ellos un nuevo interés que no supo cómo interpretar.
—Entonces te deseo muy buenos días. —Augon Hunnamek se levantó, y tiró de una cuerda de hilos de oro que colgaba junto a su sillón. Una campana resonó con fuerza en algún lugar a lo lejos, y la doble puerta se abrió—. Se te escoltará de regreso a tu habitación. Y... —sonrió, y la sombra de lascivia presente en la sonrisa hizo que a Índigo se le helara la sangre en las venas— ... estoy en dejada contigo por tu cooperación.
Índigo se puso en pie. Aquella mirada medio clandestina era como un soplo de aire caliente sobre las últimas brasas de su cólera, incitándola a contestar al desafío de los ojos del hombre. Sonrió, sólo con los labios, y repuso:
—Una pregunta, señor.
Él inclinó la cabeza.
—Pregunta.
—La Takhina Agnethe, y su hija. —Se negaba a utilizar la palabra «viuda», y un tono acerado se había deslizado en su voz—. ¿Dónde están? ¿Qué les ha sucedido?
Augon le dedicó una amplia sonrisa.
—Índigo, tu preocupación te honra. Están bien, y están a salvo, y reciben todos los honores que les son debidos. Puedes estar segura de ello, de la misma forma en que puedes estar segura de que no redundaría en mi interés hacerles ningún tipo de daño. —La sonrisa se desvaneció en una mueca de regocijo, y ladeó la cabeza burlón—. ¿Os satisface esto, señora?
El rostro de Índigo palideció por completo, a excepción hecha de dos manchas rojas en las mejillas. Su mirada podía hacer bajar los ojos a muchos hombres, pero bajo las firmes pupilas de Augon fue ella la primera en ceder.
—Gracias por vuestras garantías —respondió distante, y giró sobre sus talones.
Tuvo la impresión, mientras las puertas de bronce se cerraban tras ella, de haber oído el sonido de unas carcajadas ahogadas antes de que éste quedara tapado por las pesadas pisadas de los hombres que la escoltaron fuera de la habitación.
Augon Hunnamek contempló cómo las puertas se unían para cerrarse nuevamente, luego se recostó en el sillón cincelado, se pasó una mano por la boca y paladeó con indiferencia el sabor de su propia saliva. El incienso que había ardido sin cesar en esa habitación durante las últimas veinticuatro horas empezaba a perder su eficacia, y había rechazado las sugerencias para volver a llenar los recipientes de cobre. El humo dulce y embriagador había hecho su función, le había ayudado a permanecer despierto a pesar de las demandas de descanso de su cuerpo; pero ahora que la tarea principal había concluido: tenía el trofeo fundamental, y dentro de algunos minutos podría descansar.
La perspectiva de irse a dormir despertó en él una agradable y sensual sensación de anticipación, y estiró sus musculosos brazos como un enorme e inmoderado felino. Había ordenado que la cama del antiguo Takhan fuese llevada fuera del perímetro de la ciudad y quemada; la superstición le impedía dormir entre las sábanas de alguien que había muerto. Pero la habitación privada del Takhan era otra cuestión. Era una lástima, pensó Augon, que estuviera demasiado cansado para disfrutar con plenitud de tales incentivos en aquel momento. Mañana, o al día siguiente, todo sería diferente...
Se dio cuenta entonces de la presencia de un vórtice de silencio a su izquierda, y bajó los ojos hacia la mujer que seguía sentada con las piernas cruzadas a sus pies. En su pecho se formó un suspiro, pero lo sofocó y se irguió para echar a un lado uno de los pesados cortinajes. La luz del sol penetró a raudales en la habitación, contrastando con fuerza con el resplandor artificial de las lámparas, y Augon abrió la vidriera que conducía a un balcón más ornado que la mayoría de los del palacio. Permaneció allí por unos momentos contemplando el patio que tenía a sus pies —el santuario privado del Takhan, cuidado por criados que podían esperar la pérdida de un dedo, o incluso la de la mano entera, si se dejaba que una sola flor se marchitara antes de tiempo— y aspiró el aire tórrido pero más puro, hasta que por fin habló.