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—¿Bien? —Utilizó su propia lengua, orgulloso de forma indirecta al saber que ningún oriundo de Simhara podría comprenderla—. ¿Qué piensas?

La mujer se incorporó con cierta rigidez y fue a reunirse con él en la ventana.

—Ha dicho la verdad, al menos en parte. No tuvo nada que ver en la huida de Agnethe, y no creo que tenga la menor idea de la importancia de la criatura. Pero hay algo mas...

—¿Qué? —Y, al ver que la mujer no le respondía, puso un dedo bajo la barbilla de ésta y le hizo girar la cabeza, obligándola a mirarlo—. Phereniq. Dímelo. O me enfadaré contigo.

Un parpadeo de emoción que parecía combinar resentimiento y resignación apareció por un momento en los ojos de Phereniq antes de que sus hombros se relajaran y se decidiera a responder.

—No lo sé; aún no. Pero hay algo en ella que me preocupa; algo que nos esconde. —Se estremeció, mirando al cielo sin verlo—. He de consultar mis augurios.

—Como sólo tú puedes hacerlo. —Mantuvo su dedo en la mandíbula de ella y la atrajo hacia él, besando levemente su boca, de una forma fraternal que hubiera podido, bajo otras circunstancias, prometer algo más—. Eres mis oídos y mis ojos, Phereniq. Eres mi buena suerte. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí. —Levantó la cabeza para liberarse de él.

Augon se echó a reír, en voz muy baja.

—No tienes nada que temer de ella. No es más que un simple marino; eso sí que podemos creerlo, aunque me parece un vergonzoso desperdicio que un rostro y un cuerpo así deban estar confinados a la cubierta de un barco. —Vio cómo Phereniq se quedaba rígida, y su sonrisa se volvió lobuna—. Puede que sea conveniente hacer lo que sugieres e investigarla

más estrechamente.

—¿Conveniente? —La voz de Phereniq mostró una cierta amargura.

—Si.

Los dedos de Augon siguieron la línea de los agarrotados músculos de su nuca.

—No olvides el valor de la conveniencia, mi querida vidente. Te aconsejo que lo recuerdes siempre. Y, además, estaré muy interesado en enterarme de los resultados de tus adivinaciones.

Phereniq dejó caer la cabeza y cerró los ojos. Tan sólo cuando la mano de él la soltó se atrevió a respirar de nuevo. Escuchó sus pisadas mientras él cruzaba el suelo alfombrado — aunque se movía con gran suavidad, el oído de la mujer era muy fino— y cuando juzgó que había abandonado la habitación se arriesgó a mirar por encima del hombro.

La estancia estaba vacía, las puertas de bronce basculaban en silencio sobre sus bisagras. Phereniq dirigió la mano a un bolsillo que colgaba de su cintura, y sacó un pequeño frasco de cristal tallado, cerrado con un tapón de amatista. Se trataba de uno de los muchos regalos que Augon le había dado, y también sabía la utilidad que ella le había dado en los últimos años.

Destapó el frasco y se lo llevó a los labios. No demasiado; ni tampoco demasiado poco. Justo lo suficiente para calmar la sobreexcitación que sentía.

El cordial —su propio eufemismo— era empalagosamente dulce. Dejó que éste formara un pequeño charco sobre su lengua, luego lo tragó y guardó el frasco, sintiendo cómo una cálida sensación empezaba a cosquillearle en la garganta. Dirigió una última mirada en dirección al patio soleado... Luego, Phereniq empezó a andar, con los hombros caídos como si sintiera algún dolor, en dirección a la puerta, y abandonó la habitación.

CAPÍTULO 6

Durante los dos días siguientes, Índigo y Grimya vivieron en un curioso limbo mezcla de encierro y de honores en el palacio real de Simhara.

No les faltaba de nada, Índigo no tenía más que tirar de la orlada cuerda de la campanilla de su habitación, y las sirvientas le traían comida, vino, ropas limpias, agua caliente y aceites perfumados para que se refrescara. En apariencia era algo idílico, pero Índigo se sentía perseguida constantemente por la reacción que Augon Hunnamek había provocado en ella. Había intentado explicárselo a Grimya, pero le faltaban las palabras, y sus esfuerzos por definir las peculiares sutilezas de lo que había sentido no eran comprendidas por la loba. No obstante, el mal sí era un concepto que Grimya comprendía bien: y cuando Índigo describió la instantánea alarma que había sonado en su mente al mirar por primera vez a Augon a los ojos, la mirada de la loba se llenó de inquietud.

—Si, por lo tanto, el demonio está aquí, como creemos —dijo sombría—, quizá ya lo hemos en... contracto.

Índigo cerró los ojos y recordó el rostro del hombre, su sonrisa, su mirada pálida y peculiarmente intensa, el gran carisma que irradiaba. No quería que fuese verdad, ya que no veía la forma de destruirlo. Elevado como estaba ahora al trono más poderoso del mundo, se necesitaría un ejército mucho mayor que aquel con el que él había usurpado el poder en Khimiz para derribarlo.

Pero si aquella afable máscara civilizada ocultaba realmente el horror que ella buscaba, entonces no tendría más elección que enfrentarse a ello. Y el precio del fracaso era impensable.

Intentó no pensar demasiado en sus temores, pero resultaban insidiosos, sorprendiéndola en momentos de descuido, acechando sus sueños, rondando en las sombras. Tampoco podía olvidar, por desgracia, que su futuro era aún muy incierto. Pensaba que Augon había creído su historia —o, si dudaba de ella, no la consideraba una amenaza suficiente como para que valiera la pena erradicarla— pero era muy consciente de que confiar en tal supuesto era muy peligroso. Hasta que le concedieran la libertad, su destino estaba por completo en las manos del tirano; y aquella idea no era nada reconfortante.

En sus esfuerzos por distraerse, Índigo pasaba la mayor parte de sus horas vigiles bien tocando el arpa, que le habían devuelto junto con el resto de sus pertenencias, u hojeando la docena de libros que había encontrado en la habitación. Los libros resultaban fascinantes en sí mismos: el texto de cada una de las gruesas páginas de pergamino había sido marcado con tinta mediante bloques de madera tallados, un ingenioso proceso inventado en Simhara que aún se utilizaba muy poco fuera de Khimiz; luego las páginas terminadas se sujetaban con un lomo de hueso y se cubrían con delicada piel teñida. La mayoría eran libros de religión o astrología, con una historia de Khimiz que no parecía hacer otra cosa que enumerar y alabar las virtudes de los sucesivos Takhanes. Pero a pesar de que los temas tenían poco interés para Índigo, los libros la ayudaban a mantener a raya pensamientos menos agradables.

Entonces, justo antes de la puesta de sol del segundo día, llegó un mensaje de Augon

Hunnamek, y junto con él una curiosa invitación. El Takhan le enviaba sus saludos, y lamentaba que se hubiera visto incomodada durante tanto tiempo. A partir de aquel momento, Índigo podía considerarse libre de cualquier coacción u obligación.

No había ninguna advertencia; no había condiciones.

Índigo se quedó estupefacta; a pesar de sus esfuerzos por darse ánimos, no había esperado que se la dejara marchar con tanta ligereza. Y su liberación traía consigo un nuevo problema; ya que una vez abandonara el palacio real, ya no volvería a tener el menor contacto con el tirano.