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El que le había traído el mensaje —un joven khimizi acompañado por el inevitable invasor de aspecto hosco— habló de nuevo.

—El Takhan confía, desde luego, en que le haréis el honor de aceptar su hospitalidad al menos por una noche más. Y tengo otro mensaje, éste de la dama Phereniq Kala.

El nombre no le dijo nada.

—¿La dama...?

—Phereniq Kala. Astróloga y consejera del Takhan.

Claro: la mujer que se había sentado a los pies de Augon durante su entrevista, Índigo arrugó la frente.

—¿Qué es lo que quiere de mí?

—Tengo entendido, señora, que expresasteis vuestra intención de visitar el Templo de los Marineros. La dama Phereniq también tiene pensado visitar el templo mañana por la mañana, y pregunta si os gustaría acompañarla.

Aquella invitación tenía una segunda intención; Índigo lo percibió al instante. Y sospechó que la mano de Augon Hunnamek estaba detrás de ello. No se le ocurría cuál podría ser el motivo, pero dudó de que significara ninguna amenaza para ella. Puede que averiguara muchas cosas sobre Phereniq Kala; y cualquier información, por insignificante que fuera, podía resultar valiosa.

Miró al mensajero, quien le devolvió la mirada con estoicismo.

—Por favor, dadle las gracias al Takhan por su amabilidad —repuso—. Y podéis decir a la dama Phereniq que acepto gustosa su invitación.

Se encontraron a la mañana siguiente junto a una de las puertas laterales del palacio. El sol se elevaba por un deslumbrante cielo sin nubes, y el calor seco del verano era ya muy fuerte. Grimya acompañó a Índigo; aunque la temperatura no era precisamente la que más le gustaba se había negado a considerar toda sugerencia de que se quedara en palacio.

Phereniq la esperaba a la sombra de una higuera junto a la muralla. Iba vestida con una amplia túnica de seda de diseño khimizi, y llevaba un bastón de caoba incrustado en plata. Se saludaron cortésmente pero con cierto embarazo; Índigo, que todavía sospechaba alguna intención oculta, no estaba dispuesta a ofrecer una amistad sin reservas hasta que no viera cómo estaban las cosas, y la otra mujer reaccionó a su reserva con cautelosa formalidad.

—El Takhan ha sugerido que tomáramos una litera hasta el templo —dijo—, pero respondí que en un día tan espléndido como éste prefería andar. Espero que no os importe...

—En absoluto. —De modo que él sabía de su encuentro.

Atravesaron la puerta, y salieron a una amplia avenida cuyos árboles, plantados muy cerca unos de otros, facilitaban una agradable sombra. Dos gatos salieron disparados al ver a Grimya, pero aparte de ellos la avenida estaba tranquila, y, al igual que el mismo palacio, extrañamente indemne de los horrores de los últimos días, Índigo recordó su primera, terrible visión de la ciudad con las desastrosas secuelas de la batalla, y dirigió una rápida mirada a Phereniq.

—¿No tenéis miedo de salir sin escolta?

—¿Miedo? —Los ojos de Phereniq, que, como pudo observar, eran de un cálido tono castaño, se clavaron en su rostro con bondadoso regocijo—. No, no tengo miedo. —Hizo un gesto con su bastón para indicar a su espalda, e Índigo volvió la cabeza por encima del hombro.

Dos hombres de piel oscura las seguían, manteniendo una discreta distancia. Iban armados con cuchillos y ballestas, y aunque su comportamiento era desenfadado su propósito era evidente.

—Tengo mis leales perros guardianes, como vos tenéis al vuestro —repuso Phereniq—. No os preocupéis; no nos molestarán, y no atraerán la atención sobre nosotras. Son simplemente una precaución.

—Una muy sensata.

—Quizá. —De nuevo apareció aquella curiosa media sonrisa—. Aunque creo que encontraréis la ciudad menos amenazadora de lo que imagináis.

Siguieron avanzando. Poco a poco la tranquilidad y el silencio empezaron a dar paso a la actividad y a un creciente murmullo de sonidos entremezclados a medida que se acercaban al final de la avenida y llegaban a las calles más pobladas de Simhara. Allí había más gente de la que Índigo había esperado encontrar, y, a pesar de que khimizi e invasores por igual se mezclaban en las vías públicas, vio pocas señales de tensión u hostilidad. Comprendió, con curiosa fascinación, que la vida en Simhara empezaba ya a regresar a la normalidad. Y tras su veloz, completa y brutalmente eficiente conquista, daba la impresión de que Augon Hunnamek hacía todos los esfuerzos posibles por reparar los daños que su ejército había ocasionado. Los cadáveres de ambos bandos hacía tiempo que habían desaparecido; todos los escombros, con excepción hecha de algunos pocos restos que aún quedaban, habían sido retirados de los caminos enlosados; y entremezclados con los sonidos más mundanos de la ciudad se escuchaba el ruido de martillos y sierras y los gritos de los hombres que se dedicaban a reconstruir las casas destrozadas y las fachadas derrumbadas. Pero ahora ya no había cuadrillas de esclavos, ni sombría labor; de hecho la mayor parte de las figuras de trabajadores que Índigo vio pertenecían más a invasores que a habitantes de Khimiz. Y en la principal de las muchas plazas de Simhara, los toldos de seda volvían a estar en sus lugares, y —aunque en pequeño número todavía— unos pocos comerciantes se sentaban en sus alfombras bordadas y anunciaban sus mercancías a todo el que pasaba.

Índigo oyó una suave risita ahogada junto a su hombro, y se volvió para ver a Phereniq que la observaba.

—¿Estáis sorprendida? —inquirió la astróloga.

Índigo sacudió la cabeza, no como negativa sino para indicar su confusión.

—No esperaba tanto... orden.

—Ni la pacífica reanudación de la vida cotidiana, ¿verdad? —La astróloga paseó su mirada por la plaza con, eso fue lo que pensó Índigo, un aire satisfecho y vagamente posesivo—. No sois la única en caer en ese error, Índigo. La gente de Khimiz tiene mucho que aprender sobre su nuevo Takhan.

Su voz era afectuosa y un poco ardiente cuando habló de Augon, e Índigo captó una insinuación de algo más que respeto en su tono. Consciente de que se trataba de la primera de las claves que buscaba, decidió incitar a su compañera a que continuara, pero Phereniq no necesitaba que la empujaran.

—La gente espera que su nuevo señor sea un bárbaro —siguió con algo más que una sombra de acritud—. Pero pronto descubrirá que está equivocada. Augon puede que sea un guerrero, pero desde luego no es un bárbaro.

Apareció de nuevo aquel orgullo defensivo, Índigo no dijo nada.

—Mirad a vuestro alrededor. —Phereniq indicó la escena con un movimiento de su bastón—. Nuestro ejército y los ciudadanos de Simhara codo con codo. ¿Veis lucha? ¿Veis hostilidad? ¿Veis odio? No; no lo veis. Lo que contempláis es a hombres que trabajan por una causa común: devolver a Simhara su belleza. Y eso es exactamente lo que Augon quiere, porque sus deseos y los deseos de todos los khimizi son una misma cosa.

Fue un discurso lleno de pasión, e Índigo no supo cómo responder sin arriesgarse a parecer escéptica o condescendiente. Decidió que una discreta honestidad podría resultarle más conveniente, y por eso repuso:

—Comprendo lo que queréis decir. Pero ¿creéis que todos los khimizi lo verán de esa forma? No podéis negar que Augon es, después de todo, un usurpador.

—Sí, lo es. —Phereniq la miró de soslayo, y sonrió—. No temáis ofenderme con vuestra franqueza, Índigo. Soy tan realista como vos: pero también poseo la ventaja de saber qué nos depara el futuro.

—¿En vuestra calidad de vidente?

—Exacto; aunque mi visión proviene de la ciencia que estudia las estrellas más que de una auténtica clarividencia. Pero yo hablaba en un sentido más mundano. —La sonrisa adquirió un tinte de superioridad—. Como consejera y astróloga de Augon, comprendo sus intenciones mejor quizá que cualquier otra persona. ¿Sabéis?, Augon valora por encima de todo las cualidades más refinadas de la vida. Arte, música, belleza, erudición, invención: todas las cosas que son el epítome de la cultura khimizi. Para él, Khimiz no es tan sólo una conquista; y para los khimizi él no será simplemente un conquistador, sino un gobernante cuyo amor por todo lo que representa Khimiz es igual al de ellos. —Sus ojos adoptaron una curiosa mirada distante—. Augon Hunnamek gobernará con justicia y sabiduría, y bajo su liderazgo Khimiz alcanzará tal apogeo en su prosperidad y gloria que se convertirá en la envidia del mundo.