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El primero en desembarcar fue el capitán davakotiano. Como máximo tendría unos treinta años. La cabeza de la mujer llegaba justo a la altura del hombro del oficial, y eso que éste no era un hombre alto; pero la diminuta figura de ella poseía una bien desarrollada musculatura. Su rostro de piel ambarina tenía un aspecto tan duro como el de la madera seca, y en ambas mejillas, justo debajo del ojo, llevaba implantado en la carne un pequeño diamante rodeado por un pliegue de tejido cicatrizado. Bajo la fresca brisa sus cortos cabellos negros se encrespaban como un halo estrafalario y rígido. Su aparición —sin mencionar el hecho de que se tratara de una mujer, y de que aquí en el este el lugar de una mujer no estuviera precisamente al timón de un barco— trastornó el sentido del decoro del joven; mientras tartamudeaba su petición de ver los documentos de la mujer, descubrió a la tripulación del Kara-Karai, en su mayor parte formada también por mujeres, que apoyadas sobre la barandilla del barco lo miraban maliciosamente divertidas ante su embarazo mientras esperaban a que finalizaran los trámites. La mayoría estaba fuertemente armada. Sudoroso, el oficial selló a toda prisa los documentos de embarque, y apenas si esperó el tiempo suficiente para que el capitán pusiera la huella de su pulgar en el registro de asignación de amarres antes de saludar de forma brusca y desaparecer enseguida con una explosión de estridentes carcajadas procedente de la cubierta del navío resonando en sus oídos.

La tripulación se dispersó en cuestión de minutos. Escoltar a los mercaderes de piedras preciosas resultaba siempre un cometido provechoso, y éste había sido un viaje con incidentes; tenían monedas que gastar y siete días para divertirse antes de volver a embarcar. La mayoría se desvaneció rápidamente en la frenética confusión de color y ruido y actividad humana que aguardaba como una marca más allá de los muelles, hasta que los únicos miembros de la tripulación que quedaron sobre el malecón fueron el capitán y una joven alta que había estado entre las últimas personas en desembarcar.

La recién llegada no era davakotiana. Al igual que la mayoría de sus camaradas, el capitán no estaba muy interesado en los orígenes de su tripulación; el Kara-Karai presumía de tener reclutas de una docena de lugares diferentes del mundo. Pero esta mujer, con sus ojos azul-violáceo, sus cabellos cobrizos prematuramente encanecidos, resultaba mucho más contradictoria que la mayoría. Su piel estaba muy tostada por el sol y las manos encallecidas por el trabajo duro; sin embargo, sus facciones poseían el sello inconfundible de la aristocracia. Y aunque su rostro y su figura eran juveniles, había algo en su semblante que hacía que los extraños desistieran pronto de un escrutinio demasiado minucioso: una sombra de experiencias que era mucho mejor dejar inexplorada, una insinuación de algo viejo y desolado detrás de la máscara de juventud.

Durante algunos instantes las dos permanecieron una junto a la otra al pie de la pasarela; luego el capitán dijo:

—¿Estás segura de que no cambiarás de idea y te quedarás con nosotros, Índigo?

—Tanto tú como el Kara-Karai habéis sido muy buenos conmigo, Macee —dijo la muchacha y sonrió—. Pero no: debo seguir en dirección a Simhara.

—¡Muy bien! —Macee alzó los hombros—. Entonces di una oración por todos nosotros en el Templo de los Marineros, ¿lo harás? Hará que continúe nuestra buena suerte. —Bajó la mirada, luego hizo una mueca—. Apostaría a que Grimya se sentirá feliz de perder de vista el océano al menos durante un tiempo. ¿No es así, Grimya? —E, inclinándose, acarició la cabeza de la enorme criatura de pelaje leonado sentada a los pies de Índigo.

La lengua de Grimya se balanceó entre sus mandíbulas y emitió un satisfecho sonido desde el fondo de su garganta. Aquellos que no estaban en el secreto —Macee incluida— la tomaban por una perra enorme, muy peluda y extraordinariamente inteligente; una impresión que Grimya e Índigo se habían esforzado por mantener. Pero cualquiera que se hubiera criado en las frías tierras del lejano sur, en Scorva, o en el País de los Caballos o en las Islas Meridionales, habría reconocido el pelaje gris y la figura característica de un lobo de bosque.

—Si me aceptas el consejo, lo mejor que puedes hacer es unirte a una de las caravanas que van hacia el sur —continuó Macee—. Son lentas, pero resultan mucho más seguras que viajar solo. —Indicó con la cabeza en dirección al gentío—. Sobre todo para una mujer. Los países del este no comparten nuestra forma de ser davakotiana; en cuanto te introduzcas en esa multitud se te considerará como una presa fácil. , _

—Puedo cuidarme —respondió sonriente, Índigo.

—Oh, ya lo sé. Y Grimya se ocuparía de dejar las cosas bien claras para cualquiera que se hiciera una idea equivocada. Pero de todas formas, ten cuidado. ¡Si caes presa de un ladrón o de un traficante de esclavos diría muy poco en favor de mis enseñanzas! —Sonrió" de oreja a oreja—. Además, tengo planeado estar en Simhara en un futuro quizá no muy lejano, y, si todavía estás allí, te quiero de nuevo entre mi tripulación.

—Lo recordaré. Gracias.

—Bien, pues. Será mejor que te pongas en marcha, ¿eh? —Macee extendió la mano y pellizcó a Índigo en el antebrazo; un gesto de despedida— Que tengas mucha suerte, Índigo. Que las mareas de la Madre del Mar te sean propicias.

—Y también a ti, Macee, —Índigo posó las manos sobre los hombros de la menuda davakotiana y la besó en ambas mejillas, sintiendo el arañazo de las agudas facetas de los diamantes sobre su piel—. ¡Buena caza!

Colocó mejor los dos bultos sobre su espalda y, con Grimya pisándole los talones, empezó a alejarse. Macee la observó durante algunos instantes, luego le gritó en una voz que resonó estridente por encima de la algarabía generaclass="underline"

—¡No pagues más de cinco zozas por una montura! ¡Y no dejes que te vendan un mestizo; asegúrate de que obtienes un chimelo de pura raza!

Índigo volvió la cabeza, sonrió y agitó la mano como respuesta. Luego la multitud se mezcló como una marea A su alrededor y la absorbió.

Huon Parita era en cierta forma una paradoja. Durante siglos el profundo puerto natural de la costa norte del Golfo de Agantine había permanecido deshabitado, porque aunque las aguas eran casi un fondeadero perfecto para las embarcaciones, el terreno circundante era demasiado escarpado y accidentado para poder construir un puerto de buen tamaño. Pero los reinos del golfo, perfectamente situados para comerciar con el norte, el oeste y el sur por igual, se estaban convirtiendo a gran velocidad en el centro comercial del mundo, y a medida que su prosperidad e influencia crecían, también aumentaba la necesidad de acomodar a más y más de las grandes flotas mercantes. Así pues, la conveniencia dio paso a la necesidad, y nació Huon Parita.

Las grandes ciudades costeras del sur eran famosas en todo el mundo por su belleza, civilización y sofisticación; pero Huon Parita no podía vanagloriarse de poseer tales cualidades. Incluso después de doscientos años seguía siendo poco más que un lugar destartalado de casas amontonadas, que consistía en una mezcolanza de muelles en el lado del puerto, un mercado cubierto flanqueado por un agradable pero mal conservado barrio comercial, e, irradiando de este centro de actividad, un conglomerado de cabañas, chabolas e incluso tiendas que servían de hogar a la población itinerante del puerto.