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Índigo la miró fijamente, estupefacta ante el tono de enojo de su voz. Entonces, antes de que pudiera pensar una respuesta apropiada, la voz mental de Grimya se introdujo suavemente en su cerebro.

«Ama al usurpador, como la hembra ama, al macho, aunque él no es su compañero. Lo veo en su mente. Y ello le causa una gran pena. Eso, creo, es lo que hace que se levante tan rápidamente en su defensa.»

Una sencilla observación, como sucedía tan a menudo; sin embargo, Grimya había dado con el fondo de la cuestión con su infalible instinto, Índigo miró de nuevo a Phereniq, y se preguntó cómo podía haber sido tan estúpida y no haber observado aquellas señales tan evidentes. Actitud defensiva, como había dicho la loba. Se enorgullecía de Augon Hunnamek, pero a la vez se ocultaba una cierta amargura tras ello, como si en un rincón de su cerebro que ella se negara a reconocer, Phereniq se sintiera ofendida por las emociones que la dominaban.

Y, al recordar la ardiente mirada especulativa de los ojos de Augon cuando los suyos se encontraron con los de él por primera vez, Índigo empezó a comprenderla un poco mejor.

Caminaron en silencio durante un rato, e Índigo se encontró contemplando a su compañera bajo una nueva perspectiva. Se dio cuenta de que era mayor de lo que había parecido bajo la tenue luz de la habitación del palacio; la fuerte luz del sol revelaba la verdad con mayor crueldad, resaltaba las canas de sus cabellos y las líneas de su rostro. Y el bastón no era un capricho; aunque parecía gozar de buena salud, el paso de Phereniq era un poco envarado y el bastón le proporcionaba un cierto apoyo. Pero su boca tenía una expresión amable y en sus facciones se apreciaba la compostura propia de la sabiduría. Debía de haber sido muy hermosa en su juventud, y resultaba difícil imaginar que pudiera estar realmente enamorada de un hombre como Augon Hunnamek, que parecía ser su antítesis casi en todos los aspectos.

Se acercaban ya al puerto de Simhara, y el fuerte olor a mar se mezclaba con los olores de la ciudad. Aunque aún no podían ver el agua, la luz del sol iba tomando un brillo diamantino que por un instante hizo que Índigo se sintiera como si estuviese de regreso en la cubierta del Kara-Karai bajo un enorme cielo despejado. Sonrió melancólica sin darse cuenta, y Phereniq dijo:

—¿Os entristece algo?

—¿Qué? Oh! no. Era tan sólo un recuerdo.

—Me alegro. Éste no es un día para tristezas.

Índigo no pudo por menos que darle la razón. Esta parte de Simhara, que era la más alejada del desierto, apenas si había sido tocada por el asedio y los combates, y por lo tanto había pocas señales de los daños causados en otras partes. A pesar de su poderío comercial, Khimiz no poseía una fuerza naval militar importante; países más pequeños como Davakos o incluso las Islas Meridionales siempre podían facilitar navíos de guerra para proteger las flotas mercantes, y los prudentes comerciantes de Simhara estaban de acuerdo en que incluso los honorarios más generosos por tales servicios resultaban más baratos que el coste de mantener toda una armada. De esta forma, se daba el caso de que casi todos los días del año el enorme puerto natural de Simhara se veía lleno de barcos de todo tipo procedentes de todas las partes del mundo, desde los enormes cargueros de velas cuadradas, pasando por trirremes y galeones, hasta los navíos de guerra de escolta de una docena de países diferentes. Pero a medida que la calle empezaba a ensancharse y aparecía ante ellas el resplandor, se hizo evidente una gran diferencia entre este día y cualquier día corriente: el puerto estaba casi vacío.

Índigo y Phereniq llegaron al final de la calle, y se detuvieron mientras toda la panorámica del gran puerto se desplegaba ante ellas. Resultaba una visión impresionante: una amplia media luna enlosada de gran tamaño se extendía a ambos lados, flanqueada por imponentes edificios de pórticos, mientras avanzando en dirección al mar toda una red de escalinatas y rampas descendía hasta los muelles. El puerto en sí era gigantesco, dividido en secciones mediante espigones de piedra que se adentraban orgullosos en el mar; pero la tranquila superficie azul-verdosa de las aguas se veía alterada tan sólo por los cascos de apenas media docena de navíos costeros anclados en ellas. Los bergantines, los trirremes, los galeones, los buques de guerra, se habían ido.

—Las flotas mercantes y sus escoltas antepusieron el pragmatismo a la lealtad, según tengo entendido, y zarparon cuando se inició el asedio —comentó Phereniq con frialdad—. Ya se ha hecho correr la voz de que no tienen nada que temer; no creo que tarden en regresar.

Se volvió, mirando a derecha e izquierda y pareció embeberse en la atmósfera como si se tratara de un buen vino añejo. A pesar de la falta de embarcaciones, la enlosada media luna estaba atestada de gente, y el sol caía sobre un vivido panorama de formas que se movían, de colores que se entremezclaban, en medio de un zumbido de actividad.

—¡Hay tanto que ver! —siguió—. Podría quedarme aquí todo el día simplemente contemplando todo este bullicio. —Pasó su brazo libre alrededor del de Índigo en un gesto sociable—. No obstante, debemos resistir la tentación y dirigirnos al templo. Según se me ha dicho está a muy poca distancia de aquí.

Índigo dejó que la introdujera entre la multitud, con Grimya a su lado. A los pocos minutos llegaron a un lugar donde los edificios que bordeaban la media luna daban paso a una amplia escalinata que ascendía hasta una gran plaza semicircular, y ante ellas apareció el Templo denlos Marineros.

Índigo no pudo hacer otra cosa que contemplarlo llena de asombro. Los peldaños, que estaban tallados en mármol del color de la espuma marina, conducían la mirada hacia las enormes puertas dobles que permanecían eternamente abiertas. El templo se curvaba triunfante hacia el cielo, y cada centímetro de sus paredes exteriores estaba esculpido con imágenes del océano; olas enroscadas con enrejados rebordes de espuma, bancos de relucientes peces de cuarzo, delfines saltando exuberantes. Incluso caía agua auténtica por entre las esculturas y formaba centelleantes cascadas que creaban una sorprendente sensación de vida. Y coronando el techo, una gigantesca cúpula de brillante cristal refulgía como si se tratase de un enorme diamante.

Los dedos de Phereniq se cerraron con fuerza sobre el brazo de Índigo, y cuando ésta volvió la cabeza —aunque era casi imposible poder apartar la mirada del templo— vio que el rostro de la astróloga estaba como embelesado y sus ojos brillantes.

—No me había dado cuenta. —La voz de Phereniq era un suspiro; luego, con un gran esfuerzo, consiguió salir de aquella especie de trance y se obligó a clavar la mirada en el pavimento a sus pies—. Había oído hablar de su belleza, pero... —Sacudió la cabeza, incapaz de expresar lo que pensaba.

¿Belleza?, pensó Índigo. Sí, las historias que había oído eran auténticas; debía de tratarse de la cosa más bella jamás creada por la mano del hombre. Pero el templo le hablaba de otra forma, de una forma más profunda. Y le decía: Paz.

En su mente volvió a ver unos dorados ojos lechosos, unos cabellos castaños como el cálido suelo del bosque, una capa de hojas verdes recién salidas. El rostro del emisario de la