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Madre Tierra apareció en su mente, y percibió la agridulce sensación mareante del dolor de la Gran Diosa, y la cólera y el pesar que habían perseguido sus sueños durante tanto tiempo. Se sintió invadida por un deseo de correr escaleras arriba y a través de las siempre abiertas puertas, para arrojarse boca abajo sobre el suelo del templo y pedir la paz que sabía se encontraba en su interior, entregarse a la misericordia de la Gran Madre y suplicar el perdón.

Perdón. Su mente se vio arrojada bruscamente de regreso a la realidad cuando la palabra se alojó en su cerebro. No era perdón lo que buscaba: la Gran Madre se lo había concedido hacía mucho tiempo, aunque de una forma llena de ironía, cuando el emisario había tomado su mano y la había alejado de la carnicería de Carn Caille. Ansiaba liberarse. Liberarse de su vagabundeo, de su búsqueda, de su lucha. Liberarse de la maldición que había traído sobre sí misma y sobre el mundo.

Y el hechizo del templo se_ rompió cuando algo en el interior de la conciencia de Índigo le recordó, como lo había hecho tantas veces antes, que la llave de su liberación estaba en sus propias manos, y que así era la única forma en que podía ser.

Hasta que esté terminado, Índigo. Hasta que esté terminado.

La nítida escena que tenía ante ella volvió a aparecer ante sus ojos, y sintió la dureza de las losas bajo sus pies, la débil presión del brazo de Phereniq contra el suyo, el contacto del pelaje de Grimya.

—... si no os importa esperarme.

No había prestado atención a las palabras de Phereniq, y se volvió, parpadeando confusa al regresar a la realidad.

—Lo siento..., ¿qué decíais?

Phereniq la observó con cierta curiosidad.

—Los vendedores de ofrendas. He traído las mías, pero me gustaría ver qué es lo que tienen.

El resto del miasma que envolvía a Índigo se disolvió, y se dio cuenta de que entre el gentío de la escalinata del templo había algunos buhoneros que vendían pequeños objetos para que los visitantes los ofrecieran en el Templo de la Madre del Mar. Phereniq se dirigía ya hacia ellos, e Índigo, con paso un poco inseguro, la siguió. Phereniq se agachó en mitad de la escalinata para hablar con un ciego sentado sobre una estera de algodón. Cuando Índigo llegó a su lado, Phereniq alzó la cabeza, con ojos brillantes.

—¡Mirad esto! ¡Está tan bien hecho...! ¿Habéis visto alguna vez algo parecido?

El ciego había tallado unos barcos diminutos que iban montados sobre ruedas y se arrastraban mediante cintas de colores. Los modelos eran birremes, y al moverse, las dos hileras de remos en miniatura se balanceaban arriba y abajo.

—Tengo que comprar uno —anunció Phereniq—. Para la pequeña Infanta.

—¿La Infanta? —Índigo se quedó perpleja.

—La Takhina-Infanta. Para Jessamin. —Y de repente arrugó la frente—. Ah, pero claro. Aún no lo sabéis, ¿no es así?

—¿Saber qué?

Phereniq vaciló, luego su expresión cambió de repente otra vez y forzó una sonrisa.

—Todo a su debido tiempo —dijo—. Hay muchas cosas que explicaros, pero éste no es el lugar apropiado para ello. —Sacó un portamonedas de debajo de su túnica, hurgó en su interior con cierta torpeza y entregó al buhonero ciego una zoza entera; cuatro veces el valor del pequeño juguete de madera—. Ahí tienes, artesano. Y ahora, amiga mía, debemos seguir. —Y se apresuró escaleras arriba.

Índigo hizo intención de seguirla, pero de pronto el ciego le habló:

—Un regalo para vos, señora.

Su voz era débil, a pesar de que no era viejo; y sus palabras eran una afirmación, no una pregunta, Índigo se volvió, y vio que le tendía lo que parecía una tela de araña delicadamente trabajada en la que relucían diminutas figuras de bronce.

—Huelo el mar en vuestros cabellos, señora, y ¿qué mejor regalo podría darle un marinero a la Madre del Mar que una red con la que adornar su nave?

La tela de araña estaba hecha de delicado hilo metálico, y las diminutas figuras de bronce eran peces, cada escama cuidadosamente modelada, y con pedacitos de zircón brillando en sus ojos, Índigo la contempló con admiración, y el ciego sonrió.

—Una red para recoger el regalo del mar, señora. Uno de los Tres Regalos que venera la leyenda. ¿Y quién si no la Madre conoce qué otra cosa puede atrapar cuando llegue el momento?

Índigo sintió una extraña opresión, como una mano inhumana y gélida que se aferrara a su columna desde dentro. Una insinuación, nada más. Pero...

«Cómprala.» Grimya levantó los ojos hacia ella, y el mensaje de la loba era categórico y apremiante. «No sé por qué. Pero debes hacerlo.»

Rebuscó en sus ropas en busca de la bolsa de las monedas, sintiendo de pronto que era más bien ella y no el buhonero el que estaba ciego.

—¿Cuánto es? —Su voz tembló.

—Lo que queráis, señora. Lo que la Madre desee a través de vos.

Sus dedos se cerraron sobre una moneda; no sabía su valor ni le importaba. Cambió de manos, y la muchacha sintió el contacto metálico y sedoso de la red mientras el buhonero la colocaba alrededor de su brazo.

—Que la Madre nos dé su bendición —dijo el hombre—. O estamos perdidos.

La piel de Índigo se quedó helada bajo el deslumbrante calor del sol, y giró sobre sus talones para correr tras Phereniq.

CAPÍTULO 7

—He oído que por la noche, cuando sale la luna, la cúpula refleja su luz como un faro para llamar a los barcos que están en el mar. —Phereniq hablaba con gran respeto y su voz resonaba en una ahogada cascada de murmullos a través de la elevada cúpula del templo.

Índigo no contestó. Estaba de pie, inmóvil sobre el suelo de mármol, con los ojos levantados hacia el santuario, y se había quedado sin palabras. Había encontrado a Phereniq aguardándola junto a las puertas del templo, y juntas se habían sacado los zapatos y atravesado el estanque poco profundo y salpicado de flores que se extendía ante la entrada, para salir al fresco interior iluminado por una luz verdosa y encontrarse por fin ante ese increíble símbolo de la generosidad de la Madre del Mar.

El altar tenía la forma de un barco gigante. Lo sostenían unos pilones de mármol, y su casco estaba hecho de nueve clases diferentes de maderas nobles, que ahora, cientos de años después, eran casi invisibles bajo una capa de joyas y metales preciosos. Tres mástiles se elevaban hacia la cúpula del templo, adornados con toda una red de aparejos, y unas velas blancas de seda brillaban con misteriosa belleza en la penumbra. Junto al barco descansaba una enorme áncora apoyada en el suelo, tallada en madera y pulimentada hasta hacerla relucir, y sujeta al casco por una cadena pesada y exquisitamente forjada. Y en la proa un mascarón en forma de una mujer de mirada furiosa, brazos extendidos hacia adelante, cabellos ondeantes, y boca abierta como si entonara una canción interminable a las tempestades; sus devotos la habían adornado con guirnaldas de flores, colgado brazaletes de sus brazos extendidos, coronado y envuelto con cintas de seda. A la vista de aquella serena figura que volaba delante del barco, Índigo había olvidado la extraña alusión del buhonero ciego, y olvidado también las enigmáticas palabras de Phereniq y sus propias dudas y temores, y sintió algo parecido a la paz que había ansiado fluyendo en su interior. No podía durar —sabía que no podía ser así—, pero mientras el hechizo se mantuviera sobre ella, no quería más que sumergirse en él.

El templo estaba atestado de gente; una multitud mucho mayor, supuso Índigo, de lo que era normal, y una clara indicación de que bajo la tranquila superficie de Simhara aún acechaba una gran cantidad de temor e inseguridad a pesar de haberse restaurado el orden. Los servidores del templo —en su mayoría, según había oído decir, marinos retirados— se movían silenciosos entre la multitud, pasando por aquí y por allá para sonreír y contestar a una pregunta o guiar a alguna persona a la que fallaban las fuerzas hasta el altar, Índigo y Phereniq se vieron arrastradas por la multitud, hasta que llegaron a la escalera que las conduciría a la cubierta del barco.