La forma de efectuar una ofrenda en el Templo de los Marineros era muy hermosa en su simplicidad. Desde la creación del templo, todos los regalos ofrecidos a la Madre del Mar habían sido hechos en forma de algún adorno, grande o pequeño, para realzar el altar; así pues cada una de las partes del barco estaba cargada de ofrendas, desde fastuosas joyas cubriendo el casco, hasta faroles y cabos y gallardetes, e incluso insignias y clavos de madera tallados toscamente pero con mucho amor por los marineros más pobres. De pie sobre la cubierta, con las multitudes del templo como un mar sordo y móvil en la tenue luz a sus pies, Índigo levantó la mirada hacia las imponentes velas y sintió cómo una extraña y estimulante mezcla de respeto y familiaridad corría por su interior. A su lado, también Grimya levantó los ojos, y habló con suavidad a su mente:
«Hace que me sienta como si estuviera, de nuevo en el océano. Pero hay algo diferente aquí. Fuerza. Poder. No encuentro la palabra exacta... pero es una sensación agradable, como mando navegábamos con Macee pero aún más fuerte.»
Índigo había pensado en Macee, y recordó su promesa de decir una oración por la diminuta davakotiana y su tripulación. Sonrió a Grimya, y cruzó la cubierta hasta la barandilla de estribor, donde otro peregrino antes que ella había colocado una gruesa red de pesca de la que pendían unos flotadores de cristal verde. Phereniq, observó, estaba de pie junto al palo de trinquete, la cabeza inclinada sobre algo que sujetaba entre_ ambas manos mientras sus labios se movían en silencio; Índigo la contempló por un instante, luego se agachó sobre el suelo. Por un momento volvió a su mente el rostro del buhonero ciego, y escuchó de nuevo sus palabras: Una red para recoger el regalo del mar. ¿Y quién si no la Madre conoce qué otra cosa puede atrapar cuando llegue el momento?
Un soplo de aire frío pareció atravesarla, como si algo invisible hubiera arrojado su sombra sobre ella por un brevísimo instante. Una red para recoger el regalo del mar... y el ciego se había referido, de forma indirecta, a una leyenda que Índigo había aprendido en su infancia: los Tres Regalos de Khimiz. De todos los muchos tesoros de Khimiz, los principales y de más valor eran tres objetos de oro: una red, un tridente y un áncora. Se decía que la mismísima Madre del Mar en persona había entregado aquellos regalos a Khimiz como símbolos de Su bendición sobre el país; la red como señal de fecundidad, el tridente como señal de fuerza, y el áncora como señal de estabilidad: esas tres cosas eran los cimientos sobre los que descansaría para siempre la paz y la prosperidad de aquella tierra. Durante siglos los Tres Regalos se habían guardado y protegido celosamente en un santuario interior del Templo de los Marineros, del que eran sacados y exhibidos sólo para las ceremonias más solemnes. ¿Qué sería, se preguntó Índigo con un escalofrío interior, de aquellos dones ahora que Khimiz había caído en manos de un usurpador? Y las extrañas palabras del buhonero ¿habrían estado conectadas, de alguna forma sutil, con su propia misión?
«¿Índigo?», preguntó Grimya con suavidad en su cerebro. «¿Qué sucede?»
Ella sacudió la cabeza.
«No lo sé. A lo mejor nada; fue un pensamiento aislado, una sensación...» Pero no pudo expresarlo en palabras.
«.Haz la ofrenda», siguió la loba. «Es lo apropiado.»
«Si.»
Pasó los dedos por última vez sobre la red y sus brillantes peces de bronce; luego, con mucho cuidado, extendió su regalo sobre el cincelado costado del barco, al tiempo que intentaba quitarse de encima y olvidar su inquietud. Cerró los ojos, sintió cómo los pensamientos de Grimya se fundían con los suyos, y juntas permanecieron inmóviles por algunos minutos en silenciosa devoción. Poco a poco, la calma invadió a Índigo, las dudas dieron paso a un caleidoscopio de otras emociones: amor, tristeza, temor, esperanza... y por fin un fortalecimiento silencioso de la sensación de paz que había experimentado al entrar en el templo. Cuando por fin abrió los ojos de nuevo, por un momento se sintió como si se encontrara en algún lugar entre la tierra y otra mundo, menos tangible pero inefablemente hermoso; la sensación se desvaneció al instante, pero su imagen tino su visión cuando, muy despacio, se puso en pie y se dio la vuelta.
Phereniq también había terminado sus oraciones, y la esperaba de pie. El rostro de la astróloga mostraba una expresión de éxtasis como si también ella se hubiera sentido conmovida hasta lo más profundo de su ser por lo que había experimentado. Cuando Índigo irrumpió en su campo visual la mujer parpadeó con rapidez, como si saliera de un trance. Su rostro se iluminó con una sonrisa que era a la vez infantil y triste, y de repente Índigo sintió pena por ella. Pero no dijo nada, se limitó a tomar su mano mientras iniciaban el descenso hacia el suelo del templo.
Ninguna de las dos habló mientras abandonaban el templo.
Salieron a la luz del sol que las deslumbre, y se detuvieron por unos minutos en lo alto de la escalinata para permitir que sus ojos se adaptaran al resplandor. Por fin, Phereniq rompió el silencio.
—Bien, Índigo —dijo en voz baja—. ¿Qué haréis ahora?
Índigo flexionó los desnudos dedos de los pies sobre las «alientes losas, y miró en dirección al puerto y al mar que si extendía más allá.
—Lo que siempre tuve intención de hacer. Buscar otro barco.
Se produjo una larga pausa. Luego la mujer volvió a hablar:
—¿Tan pronto?
¿La estaba sondeando? ¿O era ésta una primera insinuación de la segunda intención que Índigo sospechaba se encontraba detrás de la excursión de aquella mañana? Adoptando una actitud despreocupada, Índigo se encogió de hombros.
—No tengo ningún motivo para permanecer en Simhara. A pesar de lo hermosa que es, Grimya y yo tenemos que comer.
—No obstante parece como si lo lamentarais.
Sonrió ligeramente y repuso:
—¿Y quién no lo haría?
Empezaron a bajar la escalinata. Discretamente, Índigo buscó al buhonero ciego; pero parecía que o bien había abandonado la plaza o se había trasladado a otro puesto. Entonces, cuando estaban casi al final de las escaleras, Phereniq dijo de repente:
—Índigo... esta noche va a celebrarse un pequeño banquete en el Patio Blanco del palacio. No se trata de ningún gran acontecimiento; simplemente una pequeña celebración y acción de gracias en honor del Takhan y sus Consejeros más íntimos. ¿Asistiréis como mi invitada?
Puede que se tratara de su imaginación, pero Índigo tuvo la impresión de que la piedra-imán empezaba a palpitar de repente bajo su corpiño. Miró a Phereniq, su expresión tranquila en total contraste con el pulso acelerado de su corazón.
Su instinto le decía que había más detrás de esta invitación al parecer casual de lo que saltaba a la vista, y una vez más percibió la mano de Augon Hunnamek revolviendo el caldero. Aquello podía conducirla, lo sabía, a aguas cenagosas y nada seguras; pero si sus sospechas eran ciertas, no tenía otra elección que nadar hacia donde la corriente quisiera
llevarla.