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—Gracias, Phereniq —contestó—. Será un gran placer.

—Índigo. —Augon Hunnamek le tendió una mano en un gesto cortés, y le dirigió una sonrisa de depredador—. Esta noche, tu belleza honraría la mesa del más importante de los reyes. Por favor, hazme el honor de sentarte aquí junto a mí.

Desde su lugar a pocos metros de distancia, Phereniq levantó los ojos, y bajo su orlada toca de malla de oro sus ojos brillaron con frío interés, Índigo inclinó la cabeza, no sabiendo cómo contestar a aquel desenvuelto cumplido, y dejó que el tirano la condujera al grupo central de sofás.

Se había dispuesto el banquete a la manera tradicional khimizi, sin una llamativa formalidad pero sin embargo siguiendo un orden estricto. Alrededor del estanque central del Patio Blanco se habían colocado a intervalos unas mesas bajas colmadas de manjares exquisitos, y también se habían sacado sofás y almohadones para que los invitados estuvieran cómodos; sofás para los rangos superiores, almohadones para los menos favorecidos. Brillaban las lámparas junto a la orilla del estanque y entre los arbustos, y el perfume entremezclado de la madreselva y el jazmín flotaba embriagador en el aire inmóvil. En el extremo opuesto del patio, separados de los invitados por un enrejado, tres músicos proporcionaban un melodioso pero discreto fondo musical.

Había unas veinte personas presentes, e Índigo se sorprendió al ver al menos a cuatro khimizi entre ellas, uno de los cuales era el joven de la cicatriz en el rostro. Al parecer, el traidor de Agnethe había progresado con rapidez al servicio de su nuevo amo; de mensajero a cortesano en el corto espacio de tres días. La mirada del joven se encontró con la de ella; su expresión mezclaba especulación con una sensación de sentirse perseguido que ella interpretó como culpabilidad, y, fría y deliberadamente, Índigo le dio la espalda.

Se sentó, extraña y limitada en el formal traje cortesano que Phereniq había insistido en prestarle para la ocasión. Augon le soltó los dedos con un último apretón, luego se volvió para extender ambas manos. Todos lo miraron.

—Ahora que todos mis amigos están reunidos —dijo en khimizi—, podemos dar comienzo a nuestra fiesta. Comed cuanto podáis, bebed lo que queráis, disfrutad de todo lo que os rodea y de la mutua compañía. Y demos gracias a la Madre de todos nosotros por los dones que ha concedido.

Índigo pensó que había sonreído a los reunidos con un toque de arrogante y secreta diversión, a pesar de que la luz de la lámpara era engañosa; luego repitió el parlamento en lo que ella dedujo debía de ser su lengua materna.

Los invitados, khimizi e invasores a la vez, agradecieron con inclinaciones de cabeza la prioridad de idioma. Cuando Augon se sentó, los músicos ocultos cambiaron su melodía por otra más alegre y el banquete dio comienzo.

Durante las siguientes cuatro horas se bebió y comió en cantidad: el primer plato fue seguido de bandejas de frutas y bizcochos traídas por criados que andaban sin producir ruido. Con gran alivio por parte de Índigo, Augon no hizo el menor intento de monopolizarla; sencillamente intercambió con ella algunas bromas intrascendentes antes de volverse hacia el resto de los invitados, y como nadie más reclamó su atención la muchacha

pudo concentrarse en sus impresiones personales de la celebración.

Se trataba, tuvo que admitirlo, de una reunión muy civilizada, que corroboraba la defensiva insistencia de Phereniq de que Augon Hunnamek no era ningún bárbaro. Quizá para el criterio de los más rancios aristócratas de Khimiz, la conversación de esta noche sería considerada banal y la vestimenta y protocolo de los invitados algo burdo; pero no había duda de que los invasores, inspirados por su señor, se adaptaban deprisa y con gracia a las costumbres del país que habían conquistado y adoptado.

Se preguntó sobre el país del que procedería Augon. Todo lo que hasta ahora hacía podido averiguar de sus orígenes era que había nacido en una región escarpada y montañosa situada muy al este del desierto del Palor, y que había iniciado su carrera militar como soldado mercenario en el ejército privado de un señor de gran fortuna. Los conocimientos de geografía de Índigo eran limitados, pero siempre había considerado a las zonas más alejadas del continente oriental como lugares atrasados y desorganizados, una región de agitadores mezquinos y autoproclamados principios hinchados de orgullo. Si eso era así, entonces había dado origen a un caso curioso en Augon Hunnamek; un personaje cuyas ambiciones —por no mencionar habilidades— habían sobrepasado en mucho a las de sus antiguos señores, e ido más allá de lo que su país podía ofrecerle.

Y un anfitrión ideal para un poder diabólico cuyo único propósito era traer el caos al mundo...

La gente empezaba a dar vueltas, observó de repente; parecía como si según una especie de protocolo tácito las formalidades del banquete hubieran finalizado y los invitados empezaran a relajarse. Phereniq se había levantado de su asiento, y mientras los sirvientes avanzaban para llevarse los últimos platos de comida dio un paseo por la terraza para ir a reunirse con Índigo.

—Bien —sonrió Phereniq— ¿Os gusta vuestra primera experiencia de la vida cortesana en Simhara?

Índigo le devolvió la sonrisa.

—¿La nueva vida cortesana, queréis decir?

—¡Oh! No es tan diferente de la anterior, según tengo entendido. En cuanto a mí, desafío a cualquiera a que no se sienta seducido por tan elegante opulencia.

Índigo se echó a reír.

—Estoy de acuerdo.

—¿Lo estáis? —Los ojos de Phereniq se avivaron con renovado interés—. ¿Entonces esta vida podría tener algún atractivo para vos?

Índigo vaciló.

—Ésa es una pregunta muy extraña.

—Es posible. Pero mucho depende de la respuesta.

Sin embargo, antes de que Phereniq pudiera decir nada mus, Augon Hunnamek se puso en pie y dio unas palmadas para solicitar la atención de los reunidos. Los músicos se detuvieron a mitad de la melodía, y en medio del silencio que siguió, Augon tomó la palabra.

—Amigos míos. —De nuevo se dirigió a ellos en khimizi—. En este punto de nuestra celebración, deseo presentaros a un invitado especialmente honrado y querido.

Hizo un gesto hacia la arcada que daba acceso a la terraza, y, siguiendo su indicación al igual que los otros, Índigo vio salir a alguien de entre las sombras de la puerta en forma de arco. Una mujer, vestida con elegancia pero sin ninguna joya, el rostro cubierto por un velo: la manera khimizi de indicar que era la criada, pero de alto rango; llevaba algo en los brazos, e Índigo vislumbró un chal con un reborde dorado, vio un casi imperceptible movimiento y escuchó un gorjeo infantil.

Volvió la cabeza con rapidez hacia Phereniq, y aunque su voz fue un murmullo dejó escapar un agudo tono de sorpresa.

—¿La hija de la Takhina?

Phereniq inclinó la cabeza.

—La Infanta Jessamin, hija de la Takhina Viuda.

El énfasis podría haber sido un reproche o una advertencia, Índigo no pudo decidirlo. Contempló cómo Augon se adelantaba y tomaba a una criatura de los brazos de la nodriza. Los invitados se reunieron a su alrededor, y cuando a cada uno de ellos por turno se le permitió contemplar a la niña, Índigo vio que todos habían traído algún pequeño regalo: un suave chal, un diminuto peine de carey, una pelota con pequeñas campanillas en su interior. Se trataba de una pequeña y peculiar ceremonia, informal y sin embargo indefiniblemente cargada de significado; pero Jessamin permaneció impasible hasta el final, para por fin regresar de nuevo a los brazos de su nodriza sin la menor protesta. La mujer hizo una reverencia ante Augon, luego se retiró, y Phereniq la contempló hasta que ella y Jessamin desaparecieron en el interior del palacio.

—Es una criatura de tan buen carácter... —Una débil mueca de tristeza apareció en los labios de Phereniq cuando ésta sonrió—. Ella ha puesto, por así decirlo, el sello definitivo a nuestro triunfo.