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Grimya aguardaba su regreso, y una vez Índigo se hubo bañado y cambiado sus vestidos de ceremonia por una amplia túnica, discutieron la proposición de Augon Hunnamek y lo que podía significar. Grimya estuvo enseguida de acuerdo con las sospechas de Índigo de que los acontecimientos de aquella noche eran más que una coincidencia, pero no era propio de ella ahondar demasiado en las cosas: prefería, simple y filosóficamente, aceptar los hechos y actuar de acuerdo con los dictados de su propio sentido común.

«No es una cuestión de "por qué” sino de "qué"», dijo, recurriendo al lenguaje telepático para expresarse con más claridad. «¿Qué es lo que te dice tu buen juicio? Escúchalo y te guiará mejor que cualquier otra cosa.»

Índigo jugueteó con las cuerdas de su arpa con una mano, sofocando las notas con la otra para evitar que el sonido del instrumento la distrajera.

—Tienes razón, Grimya. No puedo discutir tu lógica. Pero no me gusta esta situación. — Se levantó, y paseó por la habitación en dirección al ventanal y al balcón situado al otro lado—. No me gusta.

«Nadie te pide que te guste. Ya lo sabíamos. Pero se nos ha dado una oportunidad, y no creo que importe de qué lado ha venido esa oportunidad. Tenemos una tarea que realizar, y debemos hacer todo lo posible por llevarla a cabo. Eso es todo lo que cuenta.»

—¿Entonces crees que debería aceptar la oferta del usurpador?

Grimya hundió la cabeza indecisa.

«No tengo derecho a tomar tal decisión.»

—Pero necesito tu consejo, —Índigo regresó, se agachó, tomó el hocico de la loba entre sus manos y clavó la mirada en sus ojos dorados—. Algunas veces ves las cosas con mucha más claridad que yo. Ayúdame, Grimya, por favor.

Grimya lanzó un apagado gañido y lamió los dedos de Índigo.

«Entonces... creo que deberíamos quedarnos. Creo que es nuestra única oportunidad de enfrentarnos al demonio. Pero eres tú quién debe tomar la decisión final.»

Y la amarga verdad era, se dijo Índigo más tarde, mientras yacía en su lecho y contemplaba el techo en sombras de su habitación, que no podía decidirse a tomar esa decisión, para bien o para mal.

En el suelo, junto a ella, Grimya dormía. No había habido nada más que decirse después de su conversación; Índigo había decidido pensarlo de nuevo por la mañana, pero secretamente sabía que el dilema no se desvanecería con el alba. Lo cierto era —cosa que no había querido admitir ante Grimya— que sentía miedo. No miedo de comprometerse a llevar a cabo la tarea que la aguardaba, sino miedo de quedarse en Simhara y de esta forma verse obligada a vivir con los dolorosos recuerdos que la ciudad le traía. Se sentía terriblemente avergonzada de aquel sentimiento, pero la vergüenza no era suficiente para erradicarlo. Todo lo que deseaba era darle la espalda a Khimiz y a todo lo que significaba, y huir de regreso al mar donde, por un tiempo, había podido olvidar los horrores del pasado y sentirse en paz.

El ventilador crujía monótono; el sonido resultaba irritante pero era preferible al sofocante calor de una noche de verano en Simhara. A lo lejos escuchaba los débiles sones de la música, intermitentes en la perezosa brisa; intentó concentrarse en ella, con la esperanza de que calmara su inquietud y le permitiera, al fin, caer en el sueño. Cerró los ojos, pero le escocían los párpados y uno de los almohadones del lecho le presionaba de forma molesta en la espalda; abrió los ojos otra vez y volvió la cabeza.

Por un momento, la oscura habitación pareció adoptar una dimensión adicional. Era un síndrome que conocía bien; la última alucinación consciente de una mente agotada antes de hundirse en las pesadillas. Pero estaba despierta. Desde luego que tenía que estar despierta.

Entonces, de repente, todo rastro de color en la escena se desvaneció para volverse gris, y su madre apareció en medio de la habitación.

Índigo abrió la boca en un horrible grito, pero ningún sonido salió de su garganta. Intentó incorporarse en el lecho, pero se encontró con que no podía moverse, su mente separada del cuerpo e incapaz de controlarlo. La reina Imogen, gris como una estatua, gris como las cenizas, contempló la forma yacente de su hija, y le sonrió con dulzura. Sus labios se movieron, pero Índigo no logró oír absolutamente nada.

«¿Ma... madre?» Intentó susurrar la palabra pero también ella estaba muda.

Y entonces su sueño consciente se paralizó, al tiempo que los ojos de la reina y su lengua se volvían de un brillante tono plateado, y una risa inhumana, como pedazos de cristal que cayeran sobre un suelo de piedra, surgió de los labios del fantasma. Conocía aquella risa. Dormida y despierta la había escuchado, y era el sonido que mas odiaba por encima de todos.

Némesis.

—Afectuosos saludos, Índigo, hermana mía. —El rostro de Imogen era ahora el del demonio; la pequeña boca depravada de la criatura sonriente, los dientes de gato blancos e iguales en la penumbra, el pelo plateado como una aureola fantasmal en torno a su cabeza— De modo que por fin has encontrado el cubil de la serpiente.

Su voz —o un remedo de su voz; no era real, se dijo Índigo, no era real— había regresado, y siseó.

—¡Fuera de aquí, inmundicia! No tienes nada que hacer aquí!

—Donde tú estés es donde yo debo estar, porque somos una y la misma persona. Vigila la llegada del Devorador de la Serpiente, Índigo. ¿Recuerdas la advertencia? ¿O has caído ya bajo su influjo?

La echadora de cartas en Huon Parita... Aunque su cuerpo estaba muy lejos, sintió el sudor correr por su rostro y su pecho.

—¡Vete! —aulló de nuevo—. Déjame en paz. ¡Te destierro, te maldigo! ¡Déjame estar!

Némesis lanzó una ahogada risita.

—Te maldices a ti misma, hermana. La maldición caerá sobre ti, y toda la humanidad contigo. El Devorador de la Serpiente se alza, y no puedes interponerte en su camino.

La obscena mezcla de su madre y del demonio que tenía delante se contorsionó de repente, y otro rostro reemplazó al de Némesis: un rostro anciano, arrugado, marcado por los narcóticos, astuto. Las desdentadas encías se abrieron, y la voz de una vieja bruja chilló:

—¿Cartas de plata para mi señora y su hermoso perro gris?

E Índigo se despertó gritando.

CAPÍTULO 8

Si alguien, incluso Grimya, le hubiera preguntado, no habría podido explicar su razonamiento, ya que no tenía sentido. Pero la lógica no había tomado parte en esto: la pesadilla había sido el catalizador. Quizá, pensó Índigo con amargura, eso era exactamente lo que había pretendido Némesis: en cuyo caso era una loca por contestar a su desafío. Pero loca o no, creía firmemente que no le quedaba otra opción.

El sol apenas si se había elevado en el horizonte cuando buscó a un criado y le pidió que le indicara cómo llegar a las habitaciones de Phereniq. Entre la humedad de a noche y el abrasador calor del mediodía, las primeras horas de la mañana facilitaban un pequeño oasis de fresco alivio, pero que no servía de nada para aliviar la obsesiva —¿o sería mejor decir atosigante?— sensación de opresión que había sentido desde que despertara de su pesadilla.

Si Phereniq se sorprendió al verla a aquellas horas, no mostró la menor señal de ello, haciendo pasar con gran solemnidad a su visitante a una pequeña antecámara cuyas paredes estaban cubiertas de cartas astrales. La puerta se cerró tras ellas, y Phereniq estudió el rostro de Índigo durante un momento. No hizo el menor comentario sobre lo que vio, pero dijo con suavidad: