Выбрать главу

No sabía los componentes del cordial que ésta guardaba en una pequeña botella dentro de un ornado armarito de su habitación, pero había resultado ser la respuesta a sus fervientes oraciones. La astróloga había insistido en que debía tener su propia provisión: seis gotas en una taza de tisana cada noche, dijo, e Índigo podría descansar tranquila en la seguridad de que dormiría pacíficamente toda la noche. Su receta había funcionado; y ahora, sin pesadillas que la acosaran, Índigo podía volver sus pensamientos con más libertad a la tarea que había venido a realizar a Simhara.

Aquí, no obstante, estaba el problema. Cada noche antes de dormirse, Índigo sacaba la piedra-imán de su bolsa y contemplaba durante un rato el diminuto punto de luz que temblaba en su centro; y cada vez el silencioso mensaje de la piedra resultaba ser el mismo. Aquí, le decía. En Simhara. En el palacio. En su mente veía el rostro de Augon Hunnamek, y sentía de nuevo la escalofriante y aterradora sensación que había sentido en su primer encuentro, cuando se había encontrado por primera vez con la pálida mirada del usurpador.

Y pisándole los talones a esta sensación la envolvía un amargo sentimiento de fracaso; ya que todavía no había encontrado la menor pista, la más mínima indicación, que pudiera ayudarla a derribar las defensas del demonio. Adonde fuera que buscara, no importaba lo mucho que se esforzase, no había nada. Sólo el testimonio de la piedra, y su propia certeza interior. Y esto no era suficiente.

Cada mañana, de acuerdo a las instrucciones de Augon Hunnamek, Phereniq llevaba el horóscopo de Jessamin a la habitación de Índigo, para decir de qué manera podrían servir mejor a las necesidades de la Infanta. Aquello se había convertido en un agradable ritual diario, y en una de aquellas mañanas las dos mujeres compartían el desayuno mientras disfrutaban del breve respiro de frescor que ofrecía aquella temprana hora. Hild, la recién nombrada niñera de Jessamin, iba y venía en la habitación contigua, cantando alegre pero desatinadamente en su propia lengua, y a lo lejos las campanas del muelle habían empezado a repicar, señalando el cambio de la marea matutina, Índigo escuchó distraída las campanadas por unos minutos; luego, cuando empezó a sonar un nuevo repiqueteo, esta vez mucho más cerca del palacio, se sobresaltó.

—¿Qué es eso? —Arrugó la frente, y Phereniq sonrió.

—Hoy es el cumpleaños de la Takhina Viuda —replicó la astróloga—. El Takhan ordenó que se lanzara un himno en su honor... aunque lamento decir que lo más probable es que eso no la anime demasiado.

Índigo echó un vistazo por la ventana al otro lado del patio, donde, a cierta distancia en el extremo más alejado de los límites del palacio, se alzaba un solitario minarete que se recortaba en el cielo sin nubes. Al pie de esa torre, aunque oculto por el revoltijo de las paredes intermedias, se levantaba un anexo de dos pisos del ala norte del palacio, en el que se había instalado a Agnethe desde la caída del antiguo Takhan.

Sintió una punzada de remordimiento al darse cuenta de que, durante todo el mes que había transcurrido, apenas si había pensado en la mujer cuyo lugar en la vida de Jessamin había ocupado de forma tan efectiva. Se había beneficiado de la desgracia de Agnethe, y aunque no le debía ninguna lealtad directa a Khimiz, de pronto sintió el deseo de hacer algo para restablecer el equilibrio.

—¿No ha habido ningún cambio en la actitud de la Takhina Viuda? —preguntó con cierta timidez.

—Ninguno. —El rostro de Phereniq se ensombreció—. Hemos intentado razonar con ella, pero se niega a escuchar a nada de lo que tengamos que decir. No quiere aceptar que no le deseamos ningún mal, y que hay un lugar de honor en la corte reservado a ella. Y cuando intentamos hablarle de Jessamin, se limita a volver la cabeza y a decir que no quiere saber nada. Creo que piensa que si muestra algún interés lo tomaríamos como una admisión de derrota. —Se quedó mirando con atención los gráficos que tenía sobre la mesa frente a ella durante unos momentos, luego meneó la cabeza con tristeza—. No comprendo cómo una

mujer puede anteponer su orgullo al amor por su propio hijo. Parece antinatural.

Índigo murmuró su asentimiento, pero en privado pensó que sabía lo que en realidad motivaba a Agnethe. La clave era el odio. Convertida en viuda, arrojada fuera de su querido palacio, su hija arrebatada de su lado, el odio era todo lo que le quedaba a Agnethe; y se aferraría a él, lo alimentaría, sacrificaría cualquier cosa para mantener encendidas sus sombrías llamas. Y la llama más poderosa de todas debía de ser su deseo de vengarse del hombre que se había apoderado del trono de su esposo y ahora, indulgente en su triunfo, le ofrecía la mano abierta de la amistad.

La revelación la sacudió con tanta fuerza que Índigo tuvo que morderse la lengua para no lanzar una exclamación de sorpresa. Todo este tiempo, todos los días de búsqueda de una pista; y no lo había visto. Había sido una estúpida, ya que en todo Khimiz no podía encontrar mejor aliada para su misión que Agnethe...

Phereniq se fue casi enseguida, e Índigo se quedó mirando el gráfico que había dejado durante un rato: el horóscopo de Jessamin para aquel día. Para ella, el entramado de líneas, curvas y círculos de colores no eran más que una pintura; bellamente ejecutada pero sin significado. Sin embargo, para Phereniq, cuyas creencias religiosas y supersticiosas eran tan fuertes como las de cualquier khimizi, el gráfico era una parte vital de la vida, que presidía sobre cualquier otro aspecto de la actividad diaria.

¿Qué era?, se preguntó, lo que Phereniq veía cuando trazaba y leía la carta astral de Augon Hunnamek. Aunque afirmaba no ser clarividente, su dominio de la ciencia de las estrellas no admitía discusión. ¿Pero podía, incluso el mejor de los astrólogos, detectar los signos —si realmente tales signos eran visibles— de un demonio con la apariencia de un humano?

Dejó que el pensamiento se esfumara. La especulación no servía de nada: sin un nivel de comprensión adquirido tan sólo después de años de estudio, no podía responder a tal cuestión. Y además, tenía otras cuestiones más urgentes de las que ocuparse.

Pero, para su total frustración, Índigo no tuvo oportunidad de meditar más profundamente su embrionaria idea con respecto a Agnethe. Jessamin, con inocente perversidad, decidió comportarse de forma caprichosa durante la mayor parte del día, y a Índigo, su conciencia no le permitió dejar que Hild sola se encargara de calmar, acunar y cantar canciones de cuna a la díscola criatura. Al caer la noche se sentía agotada, y no pudo hacer otra cosa que derrumbarse en su lecho y rezar para que el sueño no se hiciera esperar. Jessamin, no obstante, no dejó de despertarse y llorar a intervalos durante toda la noche, e Índigo y Hild sólo consiguieron tranquilizarla cuando apenas faltaban dos horas para el amanecer. Hild, ojerosa y tambaleante, se fue agradecida a sus habitaciones, e Índigo pudo por fin tumbarse en su cama y cerrar los ojos.

Sin embargo, el sueño se negaba a acudir. Había ido más allá del cansancio para penetrar en un inquieto y vigil limbo, y por último se sentó en el lecho otro vez con un suspiro, dándose cuenta de que no tenía la menor posibilidad de descansar. A los pies de su cama una sombra se movió de repente, y Grimya, que había sido la única que había dormido sin que la molestaran los lloros de Jessamin, se agitó y levantó la cabeza. Al ver la silueta de Índigo la loba preguntó en voz baja:

—¿Índigo? ¿Estás despierta?

Índigo se incorporó mejor.

—No puedo dormir. Ya no creo que lo consiga ahora.

Grimya se puso en pie, se desperezó y luego se sacudió.

—Entonces acompáñame en mi recorrido. Es muy agradable con las primeras luces. Podemos ir a la playa situada más allá del puerto y contemplar cómo las olas bañan la orilla.