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Grimya no podía soportar verse encerrada entre cuatro paredes durante mucho tiempo, y se había acostumbrado a salir cada día antes del amanecer. Unirse a ella en tal excursión resultaría un buen tónico tanto físico como mental, pensó Índigo, y, con una sonrisa, estiró los brazos y echó a un lado la liviana colcha.

—Espérame —dijo—. No tardaré más de cinco minutos.

Los primeros rayos del sol caían sobre Simhara desde el este cuando Índigo y Grimya regresaron a palacio. Habían paseado por calles oscuras y desiertas hasta llegar al puerto, luego habían girado al sur en dirección a la playa donde la marea del golfo batía y retumbaba contra una franja de arena en forma de media luna, y donde Grimya pudo dar salida a la energía reprimida en una carrera por la orilla que a Índigo le trajo a la memoria los pocos días felices que habían pasado durante el viaje con la caravana de Vasi Elder.

Las lámparas empezaban a apagarse en la ciudad mientras emprendían el camino de regreso bajo la débil luz grisácea que anunciaba la salida del sol. En las puertas del palacio, los adormilados centinelas reconocieron a Índigo y las dejaron pasar con un gesto de cabeza y una sonrisa. Empezaron a cruzar los jardines, aspirando el húmedo perfume de las enredaderas y las flores, cuando de repente Grimya se detuvo en seco y alzó la cabeza con las orejas erguidas hacia adelante.

¿Grimya? —inquirió Índigo—. ¿Qué sucede?

«Allá... mucha, gente. Ha ocurrido algo.»

Índigo levantó los ojos. Frente a ellas, se recortaba contra la pared del jardín la pálida silueta de un minarete, y un frío hormigueo la recorrió al reconocer la torre que se alzaba junto a la prisión de Agnethe. Con una terrible premonición, abandonó el sendero y corrió hacia la enrejada puerta norte, con Grimya pisándole los talones.

El movimiento de gente y el murmullo de voces apagadas y nerviosas les dio la bienvenida al pasar al otro lado de la puerta, y vieron que unas quince o veinte personas, en su mayoría sirvientes pero también algunos milicianos, se agolpaban en la entrada del anexo. Al otro lado de las dobles puertas abiertas brillaban las lámparas, aunque su iluminación resultaba superflua bajo la luz cada vez más fuerte del sol, y justo cuando Índigo y Grimya se acercaban, salió un pequeño grupo de su interior. Dos mujeres cubiertas con velos eran escoltadas por más soldados, y parecían estar llorando; tras ellas salió un senescal con dos ministros de la corte, y con ellos iba Phereniq. Índigo pronunció su nombre; la astróloga levantó la cabeza, la vio, y habló brevemente con sus compañeros antes de acercarse a toda prisa al lugar dónde Índigo y Grimya aguardaban junto al pequeño grupo de curiosos.

Índigo contempló su expresión afligida, y se sintió invadida por un escalofrío de temor.

—Phereniq, ¿qué ha sucedido? —inquirió apremiante.

—Es la Takhina Viuda —la voz de Phereniq era inexpresiva—. Está... —Se cubrió el rostro con una mano, e Índigo se dio cuenta de que temblaba—. Un senescal la encontró hace media hora, en el patio trasero del anexo. Debió de escaparse durante la noche mientras sus criadas dormían, y pensamos que... saltó desde lo alto del minarete.

—Madre Todopoderosa... —musitó Índigo.

Los ojos de Phereniq estaban llenos de lágrimas.

—No creo que pueda olvidar jamás la visión de ese pobre cuerpo destrozado —dijo con voz temblorosa—. El Takhan está totalmente anonadado, y lleno de pesar. Está con ella ahora: quería orar junto a ella durante un rato antes de que la saquen... ¡Oh, Índigo, esto es toda una tragedia!

Índigo sintió un nudo en la garganta.

—¿No tenía centinelas? —preguntó en voz baja.

—Sí, así era. Y los hombres que se durmieron en sus puestos serán castigados con dureza por su negligencia. Pero ¿de qué sirve eso? Ningún castigo le devolverá la vida. —Sacudió la cabeza con impotencia.

Índigo se quedó mirando la puerta como paralizada. En el anexo había otras figuras que se movían y de repente la muchedumbre se dividió para formar un pasillo y salió Augon Hunnamek, acompañado por su senescal particular. No habló con nadie y se alejó rápidamente del edificio. Al llegar a donde estaban Índigo y Phereniq, se detuvo.

—Índigo. —Inclinó la cabeza—. Éste es un día muy desdichado para todos nosotros.

—Sí. —Dirigió los ojos al suelo, ya que no quería encontrarse con sus claros ojos o ver lo que había en ellos.

—Un final tan trágico para una vida tan triste. Y era tan joven...

Sus palabras sonaron artificiales a los oídos de Índigo, y un horrible pensamiento empezó a cobrar forma en su mente. Luego dio un brinco al sentir la mano de Augon sobre su hombro.

—¿Quieres verla, para rendirle tu último homenaje?

El horrible pensamiento cristalizó bruscamente y, anonadada, levantó los ojos hacia él al darse cuenta de lo que podía significar. La mirada de él era fría, ligeramente inquisitiva.

—N...no. Gracias, señor, prefiero... no hacerlo.

Augon sonrió.

—Desde luego, lo comprendo. Prefieres recordarla como era en vida, como lo haremos todos.

El rostro de Índigo estaba muy blanco.

—Sí —murmuró.

Augon le palmeó el brazo y añadió en voz muy baja:

—Debes estar doblemente alerta ahora, Índigo, en tu custodia de la pequeña Infanta. Desaparecida su madre, necesitará más que nunca una buena y leal amiga. Cuídala para mí.

Antes de que ella pudiera responder, siguió adelante, y ella se quedó mirando cómo se alejaba.

—¿Índigo? —preguntó Phereniq preocupada al ver que la muchacha empezaba a temblar—. ¿Estás bien?

—Sí, sólo... —Pero no lo estaba—. Es sólo un poco... de frío —repuso.

—Es la conmoción. A veces el efecto tarda en presentarse, pero puede resultar mucho peor entonces.

No era la conmoción: o al menos no en la forma en la que Phereniq se refería a ella. Justo el día anterior se había dado cuenta de que Agnethe podría ser el aliado que tan desesperadamente necesitaba, y ahora Agnethe estaba muerta. Era demasiada coincidencia.

Y cuando Augon había preguntado, con tanta amabilidad, si quería ver el cuerpo de la Takhina, sus palabras habían sonado como una sutil mofa...

Phereniq la tomó del brazo.

—Acompáñame a mi habitación. Tengo algo un poco más fuerte que el cordial, que nos animará. Me parece que lo necesitamos.

La mente de Índigo estaba demasiado paralizada para discutir. Con Grimya siguiéndolas desconsolada dejó que la astróloga se la llevara de allí, y atravesaron los jardines despacio en dirección al corazón del palacio. Augon iba un poco por delante de ellas, y en una ocasión volvió la cabeza. Por un instante su mirada y la de Índigo se encontraron, y ella sintió como si un quebradizo pedazo de hielo se clavara en su cerebro justo antes de que él le sonriera débilmente antes de volver la cabeza.

CAPÍTULO 9

¡A-na! ¡A-na! ¡Tiu, beba-mi... insa houro! ¿Ay?

Índigo levantó la cabeza cuando Hild se apartaba deprisa del borde del estanque de la piscina mientras se sacudía en vano el agua que salpicaba su falda.

—Khimizi por favor, Hild. ¿Cuántas veces se te ha de decir?

La niñera le dedicó su amplia e ingenua sonrisa.

—Perdonar a mí. Aprender.

Un gorjeo de satisfechas carcajadas atrajo de nuevo la atención de Índigo hacia el agua. Jessamin se había dado la vuelta y, agitando las gordezuelas extremidades, nadaba como una pequeña foca hacia el extremo opuesto del estanque, donde un chiquillo de cabellos rubios observaba cómo se acercaba con solemne interés.