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El sol se acercaba a su cénit y el calor de principios de verano empezaba a ser demasiado intenso para soportarlo. Grimya ya había abandonado el patio por la comparativa frescura de uno de sus secretos oasis de sombra, e Índigo se puso en pie, estirando las piernas entumecidas de tanto estar sentada.

—Trae adentro a la Infanta ahora, por favor, Hild —dijo—. Ya regresará al estanque más tarde, cuando el día refresque un poco.

Hild empezó a ir y venir alrededor del estanque, e Índigo se dirigió al interior del palacio. Esperaba que hoy no hubiera rabietas ni problemas; cada vez resultaba más difícil convencer a la pequeña Jessamin de que había otras cosas en la vida, aparte de pasarse el día entero en el agua, pero la niña era aún muy pequeña para razonar con ella. Le faltaba un día para cumplir un año —demasiado pequeña incluso para andar— y sin embargo se había aficionado al agua como si hubiera nacido en el líquido elemento. Durante los últimos seis meses, desde que los sirvientes que la cuidaban informaran que había aprendido a nadar en su baño, Jessamin se había pasado todo el tiempo que se lo permitían dentro o cerca del estanque de su patio privado. Nadaba perfectamente, sabía flotar, e incluso empezaba a aprender a nadar por debajo como una nutria; y sus extraordinarias habilidades se estaban convirtiendo en legendarias en el palacio.

Al penetrar en el aposento exterior, Índigo se dejó caer en un diván. Sobre una mesita baja había una jarra de zumo de fruta helado, se llenó un vaso y empezó a sorberlo, mientras una parte de su mente permanecía atenta a los sonidos del chapoteo del agua y a las infantiles protestas de Jessamin en el patio.

Resultaba difícil de creer que ella y Grimya llevaran ya casi diez meses en Simhara. Para Índigo había resultado seductoramente fácil ajustarse a su papel en palacio; la vida cortesana poseía una sempiterna cualidad idílica, y los días transcurrían con tanta calma que apenas si se daba cuenta de su paso. Pero era una situación que, lo sabía muy bien, había durado demasiado.

En los turbulentos días que habían seguido a la muerte de Agnethe, toda la corte se había visto conmocionada. Se había celebrado una investigación, Índigo supuso que no sería nada más que una formalidad para acallar a los khimizi, pero resulto estar equivocada: Augon Hunnamek se había mostrado concienzudo y tenaz. Pero cuando se hubo recogido toda la información, el veredicto había sido claro y categórico: la Takhina Viuda se había quitado la vida, y no existía la menor posibilidad de que hubiera habido participación ni complicidad del exterior. Así pues, en una tarde dolorosamente perfecta, el gran trirreme real se hizo a la mar desde el puerto para confiar al mar el cuerpo de Agnethe según la antigua costumbre, y el asunto se dio por terminado.

Pero la declaración no había conseguido calmar las sospechas de Índigo. Agnethe había sido su primera y, de momento, única aliada potencial en su misión de desenmascarar al demonio instalado entre ellos, y ahora que había desaparecido, Índigo estaba tan lejos de alcanzar su meta como lo había estado el primer día que había puesto el pie en Simhara.

Y a medida que pasaba el tiempo, una nueva paradoja había hecho su aparición para oscurecer el panorama: ya que, aunque de muy mala gana, Índigo tenía que admitir que Augon Hunnamek había demostrado ser un hombre e honor. Tenía muy poco contacto directo con él (visitaba una vez por semana a Jessamin, pero eso era todo; y sus únicos otros encuentros eran en los infrecuentes banquetes oficiales de palacio) pero Augon se había hecho una reputación como hombre de escrupulosa justicia en cuestiones de estado, y, cuando aún no hacía un año de su subida al poder, estaba demostrando ser un gobernante más popular que su predecesor.

Pero el respeto no era lo mismo que la simpatía o la confianza, y aunque la carismática popularidad del Takhan resultaba seductora, Índigo sabía muy bien que no debía permitir que la sedujera. Si su decisión se tambaleaba, no tenía más que volver la cabeza y mirar al patio, donde una pequeña criatura desnuda gateaba ahora decidida sobre las losas, y dejaba tras ella un rastro húmedo.

Adoraba a la pequeña Infanta. Puesto que no tenía experiencia con criaturas, no había pensado que tales emociones podían aparecer en ella, pero durante aquellas semanas y meses la floreciente personalidad de Jessamin la había cautivado de tal forma que ahora la niña ocupaba un lugar muy importante en el corazón de Índigo.

Y dentro de once años, esa dulzura y esa inocencia, al llegar a la pubertad, serían sacrificadas a las maquinaciones de un demonio con apariencia humana. Allí estaba el meollo de todo, el acicate que le devolvía el sentido de la perspectiva en momentos de duda y le recordaba lo que debía conseguir. Por el bien de la Infanta, aunque sólo fuera por eso, debía descubrir el punto débil en la armadura de Augon Hunnamek que le permitiría destruirlo.

Oyó la voz admonitoria de Hild que se acercaba, y se incorporó en el diván en el instante en que la niñera penetraba en la habitación con Jessamin balbuciendo en sus brazos mientras intentaba tirarle de los negros cabellos. El niño de corta edad las seguía en silencio, e Índigo se detuvo para dedicarle una sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora. Luk tenía tres años: demasiado mayor para ser un compañero de juegos para Jessamin, pero a la vez demasiado joven para poderse distraer en la compañía de adultos, Índigo lo compadeció, consciente de que la vida del niño debía de ser de un aburrimiento anormal; no obstante, su simpatía estaba teñida de cautela, ya que Luk, cuya madre había muerto al darlo a luz, era el hijo del hombre del que tenía buenos motivos para desconfiar: Leando Copperguidl, el noble khimizi de la cicatriz en el rostro que había entregado a Agnethe a los invasores.

Había sido decisión de Augon colocar a Luk Copperguild en el papel de compañero de la Infanta, Índigo habría preferido cualquier otro niño del palacio, pero no se había atrevido a decirlo: Leando estaba firmemente establecido entre el séquito del Takhan y al parecer muy decidido a que su hijo estuviera a su vez bien situado, y Luk había sido una elección evidentemente política. Pero castigar a una criatura por las acciones de su padre habría sido terriblemente injusto, y así pues, mientras Hild empezaba a vestir a Jessamin, Índigo habló con el niño.

—¿Quieres un poco de zumo de fruta, Luk? Debes de tener sed.

Unos enormes ojos azul mar se levantaron hacia ella, y el niño ceceó:

—Zi, pod favod.

Le sirvió un vaso, y él lo bebió con cuidado, mirando por encima del borde. Cuando el vaso estaba medio vacío, se detuvo y preguntó vacilante:

—¿Eztá Grimya aquí?

Índigo sonrió. Luk había desarrollado una apasionada fascinación por Grimya, que la loba aceptaba de buena gana. Algunas veces, Índigo sospechaba incluso que los juegos a los que se dedicaban proporcionaban más placer a Grimya que cualquier otro aspecto de la vida de palacio.

—Me parece que duerme —dijo a Luk—. A menudo lo hace a esta hora del día. No le gusta el calor.

—¡Oh!

Su desilusión resultaba evidente, y ella intentó animarlo un poco:

—¿Has tomado tus clases de natación esta mañana, Luk?

—No. —La dorada cabeza realizó un categórico movimiento de negación—. No me guzta mucho el agua. Hild dice que debedía intentadlo, pero yo no quiedo. —Vaciló y luego admitió—: Tengo un poco de miedo.

Antes de que Índigo pudiera replicar, alguien llamó a la puerta. Hild sentó a Jessamin en el suelo y fue a abrir, y al levantar la vista, Índigo vio la familiar expresión acosada y el rostro marcado del padre de Luk.