Las ganancias eran escasas en las ciudades para los parásitos humanos que se aprovechaban de la debilidad y credulidad de otros; pero aquí la milicia era tan reducida y tan incompetente que podían ejercer sus artes sin interferencias. Y así, a medida que Índigo se sumergía entre la multitud, se encontró inmersa en un mar de ruido y color y excitada actividad. De todas partes surgían manos que le ofrecían fruta, baratijas o amuletos de la suerte, mientras voces desconocidas la exhortaban a comprar, comer, beber, descubrir su destino, e incluso a vender sus cabellos. Alertada por un subrepticio tirón a la correa de su mochila se volvió deprisa enfadada, pero el supuesto ladrón se escabullía ya entre el gentío.
Un reducido grupo de mujeres jóvenes, escasamente vestidas y llenas de rutilantes sartas de cuentas de cristal, se abrieron paso junto a ella con un aire de descarada seguridad, y el hombre de ojos pálidos, mentón prominente y suntuosas ropas que iba detrás de ellas se detuvo un instante para observar especulativo a Índigo; antes de que pudiera hablar, sin embargo, Grimya lanzó un gruñido y, al darse cuenta de la presencia de la loba, el alcahuete hizo gesto de disculpa y siguió adelante a toda prisa. No muy lejos de allí, acababa de estallar una disputa entre dos marineros y una arrugada y diminuta echadora de cartas: Índigo esbozó una sonrisa al reconocer a la musculosa y temperamental segundo piloto de Macee en medio de la refriega.
Todo aquel apiñamiento de gente empezó a aligerarse por fin cuando el puerto dio paso al menos frenético barrio comercial. Aquí se había establecido una cierta apariencia de orden; los comerciantes autorizados se esforzaban denodadamente por mantener a raya a la competencia de charlatanes y timadores, y era posible pasear con relativa tranquilidad, Índigo se alegró de dejar atrás todo aquel caos. Durante los últimos dos años, desde que se enrolara con Macee, apenas si había conocido otra cosa que no fuera el mundo cerrado y de camaradería del Kara-Karai, con el mar como único horizonte, y encontrarse en medio de tanto gentío y animación tras una larga ausencia de tierra firme le resultaba desconcertante.
Deseó no haber tenido que abandonar el barco. Durante aquellos largos viajes había estado cerca de hallar una liberación de la negra sombra que pesaba sobre su vida, pero siempre había sabido que el interludio no podía durar. En sus sueños, y aun despierta, en momentos de desmido, había sentido el acicate de una obligación que no podía rehuir ni discutir, y con la llegada del barco al este se había visto conminada a enfrentarse a su destino, a cortar los lazos y seguir su camino.
Índigo se llevó una mano al pecho de forma inconsciente y jugueteó con la pequeña bolsa de cuero que colgaba de una tira también de cuero atada alrededor de su cuello, y que llevaba bien escondida debajo de su camisa. Sus dedos se cerraron sobre el contorno duro e irregular de una pequeña piedra, y sintió cómo una familiar mezcla de agradecimiento y aversión penetraba en su mente. La piedra, con el diminuto punto de luz que siempre se movía en su interior, había sido su guía durante casi doce años: allí donde indicaba ella no tenía más remedio que ir. Y en el caos de Huon Parita sintió que su destino se cerraba en torno a ella, igual que lo hacía la ciudad, como un ataque sofocante y claustrofóbico sobre su mente.
Sus intranquilos pensamientos se vieron interrumpidos por una voz que habló silenciosa en su cabeza.
«¿Índigo? Estoy hambrienta. Y no creo que éste sea un buen lugar para que nos quedemos más de lo necesario.»
Índigo bajó la cabeza y vio que Grimya la contemplaba esperanzada. Mutante de nacimiento, la loba poseía una extraordinaria —quizás única— capacidad para comunicarse con la mente de los seres humanos y hablar en las diferentes lenguas de éstos. Ella e Índigo compartían un lazo de comunicación telepática desde su primer encuentro casual, ocurrido hacía casi trece años; era un secreto muy bien guardado, como el gran vínculo que existía entre ambas.
La muchacha sonrió, contenta de poder quitarse de encima aquellos negros pensamientos
y dedicarse a cuestiones más mundanas.
«Recuerda la recomendación de Macee, Grimya», fue su respuesta mental. «No es aconsejable que viajemos solas; y puede que tardemos algún tiempo en encontrar una caravana que se dirija al sur.»
«Lo sé, y el consejo de Macee es muy acertado. Ni siquiera yo podría protegerte de una flecha o de una saeta. Pero de todas formas preferiría que nos diéramos prisa, si podemos.» Grimya vaciló, luego añadió con cierta timidez: «Si te sientes... reacia a ponerte en marcha, lo comprendo».
«No, no me siento reacia.»
Pero a pesar de su tono tranquilizador, Índigo sintió como una aguda punzada de dolor en su interior. La verdad es que habría preferido casi cualquier otro destino en el mundo al que tenía ante ella; ya que aunque nunca antes había pisado aquellas costas, el continente oriental —y en particular la acaudalada ciudad de Khimiz— guardaba recuerdos que le desgarraban el alma. Su propia madre, Imogen, había sido khimizi de nacimiento: Imogen, esposa del rey Kalig de las Islas Meridionales, quien con su esposo y su hijo Kirra y tantos otros había muerto de una forma horrible en Carn Caille, cuando la Torre de los Pesares se derrumbó. Su hija, la princesa Anghara, debiera haber perecido junto con su familia en aquella misma carnicería ocurrida trece años atrás. Pero Anghara había sobrevivido, para adoptar el nuevo y amargo nombre de Índigo —el color del luto— y soportar la maldición que la había convertido en inmortal, en un ser eternamente joven e inmutable, hasta que reparara los horrores que había provocado.
Imogen, a quien indirectamente Índigo había asesinado. Los límites de la tierra natal de su madre estaban a lo mejor a doce días de viaje en dirección sur desde Huon Parita. E Índigo sabía con un instinto certero y terrible que la piedra-imán que llevaba la conducía de forma inexorable hacia Simhara, la primera y más importante ciudad de Khimiz.
Grimya, consciente de la naturaleza de sus pensamientos, la contemplaba llena de ansiedad, e Índigo aspiró con fuerza, paladeó los mezclados vestigios de polvo, agua salada y especias que flotaban en el aire, y arrastró sus pensamientos, con un gran esfuerzo, al momento presente. Forzó una sonrisa, esquivó el tema deliberadamente, y regresó a la primera protesta de Grimya.
«Yo también tengo hambre. Compremos algo para comer antes de decidir qué hay que hacer.»
En el extremo opuesto del mercado, los vendedores de fornida de Huon Parita anunciaban sus productos a voz de grito. La mayoría de los puestos estaban muy concurridos; la gente regateaba por frutas confitadas, porciones do pastel de azúcar, gruesas rebanadas de una pegajosa confitura que despedía un olor empalagoso. Varios mercaderos colocados ante una hoguera al aire libre cocinaban y vendían pedazos de carne picada envuelta en unos delgados y bien dorados círculos de pasta. Grimya olfateó apreciativa, e Índigo —que había aprendido de Macee lo suficiente del idioma local como para poder regatear— compró cuatro paquetes de carne, que el hombre del puesto envolvió con esmero en un fino papel blanco de una calidad que ella nunca había visto.