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Índigo no iba a tomar parte en la procesión triunfal que llevaría al Takhan al Templo de los Marineros para su coronación y confirmación. En lugar de ello, contemplaría la salida de la procesión desde uno de los minaretes más altos del palacio, y esperaría entre los miles de invitados a que Augon Hunnamek regresara con la bendición de la Madre del Mar para presidir el mayor banquete que Simhara hubiera presenciado durante décadas y anunciar su compromiso oficial con la Infanta, Índigo contemplaba el banquete con sentimientos contradictorios: tenía lo bastante de sibarita como para saber que disfrutaría totalmente de la ocasión en sí, pero le preocupaban las implicaciones soterradas que conllevaba. Diez meses, pensaba, desde que Augon Hunnamek se había hecho con el poder. Diez meses, y todavía seguía igual de lejos de la verdad...

A Grimya no le interesaban las procesiones ni las multitudes vitoreantes, y tampoco le gustaba la vista antinatural que se contemplaba desde los elevados torreones, de modo que cuando llegó el momento de ponerse en marcha, Índigo la dejó en sus aposentos jugando con Luk Copperguild, y se unió a un grupo de dignatarios de palacio que tampoco tomaban parte en la ceremonia que iniciaba el largo ascenso a la parte alta del minarete para contemplar la salida del Takhan. Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido algunas horas antes, gracias en gran parte a una pequeña narguile que Phereniq le había dado hacía algún tiempo, junto con un frasco de un fino polvo cristalino que, al añadirse a una mezcla de tabaco de hierbas, producía un agradable aroma y una gratificante sensación de bienestar. No utilizaba aquel polvillo a menudo; pero hoy, especialmente después de otra noche intranquila, consideraba que era una ocasión especial. Y mientras subía las escaleras de la torre, se sintió agradecida a Phereniq por su amabilidad.

El itinerario de la procesión era una visión espectacular. Todo el camino se había decorado con flores y guirnaldas, y el verdor normalmente pálido de principios de verano se había convertido en un derroche de color. De los árboles colgaban enormes carillones de cristal, que unían sus brillantes voces a las de las campanas, y estandartes de brocado y seda bordados con sigilos de prosperidad y buena suerte ondeaban en el cálido viento. Las amplias avenidas estaban atestadas de gente; al salir al balcón del minarete y bajar la vista hacia ella, a Índigo le pareció casi imposible que una ciudad del tamaño de Simhara pudiera contener a tal multitud, y sabía perfectamente que esa muchedumbre no era nada comparada con el gentío que aguardaría en el muelle.

Una creciente oleada de sonido anunció la aparición de la comitiva, y la multitud se echó hacia adelante, apretándose contra la barrera humana de soldados dispuestos para mantener el orden. Primero aparecieron cuatro hileras de guerreros, hombres de Augon y soldados khimizi mezclados en igual número; luego, un gran carruaje abierto tirado por seis chímelos y que transportaba al Takhan en persona salió de las puertas del palacio a sus pies.

El clamor que saludó a Augon Hunnamek fue ensordecedor, y cuando el carruaje abandonó las puertas, varios millares de diminutas aves multicolores fueron soltados del interior de las hileras de jaulas situadas detrás de los muros. Se alzaron como una tormenta de arena y sus plumas iridiscentes reflejaban la luz del sol y centelleaban, de forma que la procesión se vio momentáneamente eclipsada por lo que parecía un surtidor de joyas. Varios de los acompañantes de Índigo contuvieron la respiración, asombrados, y el clamor de la multitud aumentó aún más. Miles de flores eran arrojadas también al carruaje; cuando la nube de pájaros se dispersó, Índigo vio a Augon extender la mano y coger con gran destreza una guirnalda a la vez que hacía un gesto de saludo a la mujer que la había arrojado. Resplandeciente en los ropajes de ceremonia azul verdosos que simbolizaban el mar, clave de la prosperidad de Khimiz, resultaba una figura magnífica, risueña, exuberante y exótica. Con su piel oscura y sus cabellos tan claros, incluso desde las lejanas alturas del minarete su carisma le proporcionaba una aureola que resultaba casi física. Era, se le ocurrió a Índigo, como si los ciudadanos de Simhara reconocieran y adularan a un semidiós que residiera entre ellos. Y junto al semidiós, diminuta y vulnerable en los brazos de uno de los criados de confianza de Augon, la Infanta Jessamin era sostenida en alto para recibir su parte de la adoración del pueblo.

Índigo volvió la mirada cuando la procesión siguió adelante avenida abajo. Sus sentidos se habían exaltado a causa de la droga, y se sentía profundamente impresionada y excitada por el espectáculo y al mismo tiempo muy inquieta. La reacción de la multitud había desvanecido cualquier duda que le quedase sobre la aceptación del nuevo Takhan a los ojos de su pueblo. Y había mucho más en aquella aceptación que simple pragmatismo, ya que durante los diez meses de su gobierno, Augon Hunnamek no había ahorrado esfuerzos por restaurar la asolada ciudad y demostrar que era más que un generoso señor feudal. Había utilizado a los mejores arquitectos de la ciudad para reparar los edificios dañados; a los más expertos botánicos para restaurar los jardines y ornar las avenidas; los artistas y escultores de más renombre para reemplazar las estatuas y los murales destrozados por su ejército invasor; y todo ello pagado de las arcas privadas del Takhan, sin aumentar los impuestos. Había demostrado ser un hombre religioso al erigir cuatro nuevos altares a la Gran Madre en las puertas principales de Simhara, y había creado una institución benéfica para mantener a los hijos e hijas de los khimizi empobrecidos que desearan entrar al servicio del templo. En el gran puerto se realizaba ya un proyecto para reforzar y ampliar algunos de los muelles más viejos, permitiendo de esta forma que el comercio marítimo aumentara aún más. Y, como una flor perfecta en la vigorosa maraña comercial de la ciudad, el arte y la música y la educación y las conmemoraciones volvían a florecer bajo su generoso mecenazgo.

Con cada nueva innovación, que era recibida con entusiasmo por el pueblo, la misión de Índigo se volvía más ambigua e imposible. ¿Cómo podía destruir al demonio que era Augon Hunnamek, cuando ese demonio no exteriorizaba más que buenas acciones? Había esperado que se comportase como un déspota y un tirano, odiado como el deforme progenitor del culto de Charchad, su primer adversario, había sido odiado; pero en lugar de ello se enfrentaba con un hombre adorado por toda una nación, para la cual representaba la quintaesencia de la generosidad y la buena voluntad. Pero bajo aquella máscara se ocultaba un horror del que sólo ella y Grimya, de entre todos los habitantes de Khimiz, eran conscientes. Y si fracasaban en su búsqueda de un punto flaco en su armadura, un buen día la máscara se haría pedazos, y la brillante luz del nuevo amanecer de Khimiz se convertiría en sombría desesperación.

Una repentina explosión de voces agitadas a su alrededor rompió el hechizo. Su mente regresó bruscamente a la tierra y vio que la comitiva estaba ya casi fuera de la vista, y que sus compañeros, que charlaban muy animados, se preparaban para descender de la torre. Se volvió para ir con ellos, y escuchó una voz a su lado.

—¿Índigo?

Un hombrecillo regordete e inquisidor, cuya piel negra casi como el azabache lo señalaba como un noble de la misma raza que Augon, le dedicó una amplia sonrisa. Era un oficial del Tesoro, le pareció recordar, y un músico aficionado de cierto talento; no hacía mucho habían interpretado un dúo improvisado en una fiesta de cumpleaños celebrada en honor de otro miembro del servicio, pero no podía recordar su nombre.

—Un espléndido y propicio comienzo para un gran día, ¿no crees? —Había aprendido a hablar khimizi como un indígena del país.