—Desde luego, —Índigo deseó que su sonrisa no resultara demasiado ridícula. El otro se aclaró la garganta.
—Tenemos varias horas antes del triunfal regreso del Takhan. Yo... ah... sería un gran placer para mí acompañarte en un paseo por los jardines de palacio. Y luego quizás un almuerzo ligero, si te apetece, antes de lanzarnos de nuevo a la refriega.
No era ni mucho menos la primera proposición que recibía desde que se instalara en palacio, pero, inesperadamente, aquello cristalizó los sombríos pensamientos que acechaban en su mente. De forma espontánea, tuvo una nítida imagen mental de un rostro blanco y rígido, unos ojos grises atormentados por el dolor, y unos oscuros cabellos empapados de sudor.
Fenran. Su torturado y perdido amor. Y él estaba en el fondo de todo aquello. Él era el acicate, la esperanza, la razón por la que nunca podía darse por vencida, por la que jamás podía abandonar su compromiso, jamás admitir la derrota...
Índigo escuchó su propia voz, y le sonó como la voz de un extraño.
—Gracias —dijo con frialdad—, pero no.
El hombre del Tesoro se encogió de hombros filosóficamente para ocultar su desilusión. La realidad se materializó de nuevo ante los ojos de Índigo y sintió pena por él. Se obligó a relajarse e intentó dulcificar la negativa.
—La Infanta ha pasado muy mala noche y apenas si pudimos dormir. Siento la necesidad de descansar un rato antes del banquete.
El rostro del hombre se iluminó.
—Desde luego. Entonces, quizá, ¿puedo pedirte que me reserves un baile esta noche?
Índigo se sintió como si de repente la hubiesen sumergido en agua helada. Volvió la cabeza sobre el hombro mientras empezaban a descender las escaleras, y escuchó cómo la multitud seguía vitoreando al Takhan.
—Será un placer —repuso.
Al menos eso sí podía concedérselo a su aspirante a pretendiente, ya que le debía algo, aunque él jamás lo sabría. Por tan sólo un instante le había devuelto los agridulces recuerdos que eran todo lo que le quedaba de Fenran. Y ello le había facilitado el
catalizador. Era suficiente. Era suficiente.
CAPÍTULO 10
—¡Ha sido maravilloso! —Los ojos de Phereniq centelleaban bajo la luz de los faroles que habían convertido la enorme sala en una reluciente fantasía, y sus manos se movían animadas en un vano intento de expresar sus sentimientos—, ¡Índigo, debieras haber visto el gentío! Cantaron, ¿sabes?, cantaron en honor del Takhan y de la Infanta. Un coro como jamás había oído, y todo de forma improvisada. Te habría conmovido.
Índigo dirigió una rápida mirada en dirección al estrado donde el Takhan estaba sentado en su trono. Augon se recostaba en el enorme sillón para tomar una nueva copa de vino que le tendía un criado. Su sonrisa parecía abarcar a todos los que lo rodeaban, y la diadema de su cabeza brillaba deslumbrante bajo la luz de una enorme esfera de cristal llena de velas encendidas que colgaba sobre el trono. El banquete había terminado; la fiesta estaba ahora en pleno apogeo, y el baile y las diversiones continuarían hasta bien entrada la noche. Bastante antes, Índigo había salido al gran patio para contemplar el espectáculo de todo el palacio alumbrado por hilera tras hilera de lámparas multicolores que iluminaban los torreones, los muros, los jardines y las fuentes, y su terrible y ensoñadora belleza la había dejado anonadada. Hacia el oeste, las estrellas del cielo nocturno se veían eclipsadas por el llameante resplandor anaranjado de las hogueras encendidas en el puerto a modo de faros, y la celebración continuaba por toda la ciudad con músicos, bailarines, acróbatas y oradores que salían a las calles.
Phereniq había descrito las ceremonias del Templo de los Marineros, donde Augon, postrado ante el gran altar, había recibido la bendición de la Madre del Mar en manos de Sus acólitos. Para aquella ocasión excepcional se habían sacado de su santuario dos de los Tres Regalos de Khimiz: el Tridente, secular símbolo de la autoridad del Takhan, había sido colocado ceremoniosa y solemnemente en manos de Augon, lo cual significaba que el país quedaba bajo su custodia; mientras que se había puesto la Red de oro, el símbolo de la Takhina, sobre la diminuta cabeza de Jessamin, a quien se le concedía a su vez la bendición de la Diosa. Cuando su recién entronizado señor salió a la escalinata de mármol, había dicho Phereniq, la multitud había aullado aclamándolo, y cuando se dirigió al puerto para arrojar guirnaldas de flores desde los muelles antes de su inmersión ritual en el mar, había prorrumpido en un improvisado himno de alabanza, no sólo a la Diosa sino también al hombre que era, para los khimizi, su mejor campeón.
—Incluso los falorim estaban emocionados —añadió Phereniq, con un gran suspiro—. Vi su delegación, y cantaban junto con los demás. ¡Fue un gran homenaje!
Había habido unos quince o veinte miembros de las tribus falorim en el banquete. Al pasear la mirada por la sala, Índigo los vio de nuevo, en un pequeño y relativamente austero enclave, conspicuos en sus severas ropas del desierto. Por un momento, al recordar al grupo que había visitado la caravana de Vasi Elder cuando la invasión, se sintió más que un poco escéptica sobre su pretendida lealtad; pero luego razonó que los falorim no eran más pragmáticos que las doce o más naciones extranjeras cuyos embajadores habían venido también a amontonar regalos y felicitaciones para Augon y a jurarle su amistad.
Se disponía a llenar la copa de vino, mientras escuchaba lo que Phereniq continuaba
contándole sobre la investidura, cuando una mano tocó su brazo. Se dio la vuelta, y se encontró cara a cara con el oficial del Tesoro.
—Índigo. Los músicos han descansado y están listos para empezar de nuevo, y has prometido que serías mi pareja.
Se iniciaban los primeros acordes de una danza tradicional; las parejas empezaban a colocarse en el centro de la sala, Índigo se puso en pie.
—Phereniq, ¿me perdonarás...?
La astróloga le dedicó una cariñosa sonrisa.
—Claro que sí.
La danza se inició e Índigo, concentrada sólo parcialmente en la charla de su pareja, se dedicó a contemplar a las otras parejas de la habitación. Según pudo observar, un rostro en particular parecía aparecer en su campo de visión más a menudo que cualquier otro. Era la pareja de una mujer menuda de cabellos oscuros, pero a cada momento el giro de la danza los acercaba. Sin duda no era más que casualidad, pero cuando sus miradas se encontraron brevemente por quinta vez, Índigo se dio cuenta de que él la observaba.
Leando Copperguild. Su pensamiento regresó al breve pero extraordinario encuentro del día anterior, y empezó a sentirse claramente inquieta. Resultaba imposible imaginar qué había impulsado a Leando a hablarle de la forma en que lo había hecho después de diez meses de tácita hostilidad. Aunque era consciente del peligro de buscar esquemas donde podía no haber ninguno, parecía una coincidencia muy sospechosa: Leando gozaba de la confianza de Augon Hunnamek, y parecía ansioso por dar prueba de sus aptitudes al servicio de su nuevo señor. Y ahora, este repentino esfuerzo por atraer su interés.
El baile tocaba a su fin. Una educada ovación recibió el acorde final de los músicos, y mientras el oficial del Tesoro la acompañaba fuera de la pista, Índigo vio que Leando, al parecer conversando tranquilamente con su pareja, la observaba de nuevo, y mientras le daba la espalda rápidamente tuvo la desagradable premonición de lo que iba a suceder.
Se inició una nueva pieza de baile el oficial se aclaró la garganta nervioso y se giró hacia Índigo, con la intención de aprovechar su ventaja y pedirle que fuera su pareja otra vez. Pero antes de que pudiera hablar, Leando se cruzó en su camino.
—Índigo. —Leando sonreía—. Me prometiste la segunda pieza de la segunda serie, ¿recuerdas?