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Abrió la boca para declarar que no había hecho nada parecido, pero vio la acerada determinación de su mirada y comprendió que estaba dispuesto a provocar una escena si se negaba.

—Muy bien.

Inclinó con frialdad la cabeza y, mientras el hombre del Tesoro los contemplaba desilusionado, permitió que Leando la condujera de nuevo a la pista de baile.

Durante quizás un minuto bailaron sin hablar. Luego Leando le dijo de repente:

—Estás muy bonita esta noche, Índigo.

La mirada de ella lo taladró.

—Supongo que no me has casi obligado a bailar contigo para intercambiar comentarios estúpidos. Si tienes algo importante que decir, dilo, por favor, y no me hagas perder el tiempo.

—Como quieras. —La hizo girar fuera del paso de una pareja cercana, y la muchacha advirtió que su rostro de pronto se había vuelto serio y rígido—. Soy muy consciente de la opinión que te merezco, y me gusta tanto este subterfugio como a ti. Pero tengo que hablar contigo. Tiene que ver con la Infanta.

—¿Jessamin? —Índigo arrugó la frente—. ¿Qué sucede con ella?

Leando dirigió una rápida mirada en dirección al estrado situado en el extremo opuesto de la sala.

—Hoy, nuestro nuevo Takhan, todo honor y gloria esté con él, como a los falorim les gusta tanto decir, ha sido entronizado como gobernante de Khimiz y fundador de su nueva dinastía. Y esta misma noche, con toda seguridad, anunciará su compromiso oficial con la Infanta Jessamin, el matrimonio se celebrará cuando ésta cumpla doce años.

—Gracias —repuso irónica Índigo—. Estoy en deuda contigo por la información.

Los ojos de él, llenos de resentimiento, se encontraron con los de ella, entonces su voz se convirtió en un susurro.

—¿Y estás dispuesta a quedarte ahí sentada y ver cómo esa criatura indefensa acude a su lecho y pierde todo derecho a lo que es suyo?

Índigo se detuvo y lo miró boquiabierta sin poder apenas creer que no había oído mal. Leando sonrió sin humor.

—Sí, eso ha sido lo que he dicho. Sigue bailando a menos que quieras llamar la atención. —Empezaron a moverse de nuevo, aunque en el caso de Índigo era por puro automatismo.

—Sientes cariño por la Infanta —continuó Leando—. Te he visto con ella, y he oído todo lo que Luk tiene que decir de ti. De hecho tengo una deuda con Luk, porque me ha abierto los ojos a la verdad. Cualquiera que sean nuestras diferencias, tenemos algo en común: la preocupación por el bienestar de la Infanta. Y su bienestar —por no mencionar el de todo Khimiz— estará gravemente en peligro si continúa gobernando Augon Hunnamek.

Índigo estaba demasiado anonadada para hablar. Sentía la boca seca, y la atmósfera de la sala de pronto le resultó opresiva. Una palabra centelleó en su mente. Trampa.

—¿Bien? —siseó Leando—. ¿No tienes nada que decir?

¡Cuidado! advirtió la vocecita interior. Aspiró con fuerza para calmarse.

—No. No cuando las palabras que escucho son traicioneras.

Lanzó una ahogada exclamación cuando Leando la apretó con fuerza contra él y juntó la boca contra su oído mientras la hacía girar, para susurrar con voz ronca:

—¡No existe traición contra un usurpador!

Algo se agrió en el interior de Índigo, produciéndole ganas de vomitar, y le espetó furiosa:

—¿Un usurpador? ¿Esto, de los labios del hombre que traicionó a la Takhina Agnethe? ¡Hipócrita!

El rostro de Leando se tornó blanco a excepción de dos ardientes manchas de color en sus mejillas.

—¡Maldita sea, no...!

Índigo iba a interrumpirlo con una furiosa réplica, pero en ese momento la música cesó, y se dio cuenta de que la danza había terminado. Se tragó rápidamente lo que había estado a punto de decir y lo miro colérica, liberándose de sus manos.

—No tengo nada que decirte.

Vio que una pareja cercana contemplaba su conversación con curioso interés, y susurró sus palabras con una sonrisa, como si diera las gracias a su pareja.

—Oh, pero yo sí tengo más que decirte. Y me escucharás.

Leando fingió una reverencia, luego la tomó con fuerza por el brazo, arrastrándola en dirección a un extremo de la sala. Ella habría podido liberarse de él con bastante facilidad, pero no se atrevió a llamar más la atención hacia ella, y así pues, jadeante de indignación, fue con él.

—Pasearemos por la terraza —dijo Leando, con ferocidad—, y admiraremos la iluminación de los jardines. No te resistas, Índigo. No creo que desees verte involucrada en una escena desagradable, ¿verdad?

Índigo intentó obligar a su palpitante corazón a tranquilizarse lo suficiente como para permitirle respirar libremente. Bajo su cólera una voz de razón empezaba a imponerse. ¿Qué perdería por escuchar lo que Leando tenía que decir? Si, tal como sospechaba, esto era parte de algún tortuoso plan para probar su lealtad, podía defenderse sin correr ningún riesgo.

Y si no lo era...

No tuvo oportunidad de dejar que aquella extravagante noción tomara cuerpo, pues Leando se la llevaba ya de allí. El sonido y la luz se desvanecieron cuando atravesaron uno de los elevados ventanales y salieron a la amplia terraza escalonada que bordeaba el jardín. Descendieron los peldaños, y Leando la condujo a uno de los senderos que discurría por entre los parterres de flores. El agua centelleaba no muy lejos, y se detuvo junto a un estanque cuya fuente central hacía el suficiente ruido como para evitar que alguien los oyera por casualidad y se volvió para mirarla. Lejos del resplandor artificial de las lámparas, su rostro aparecía angular y peligroso.

—Me llamas hipócrita —dijo—. Pero quizá deberías mirarte a tu propio espejo y considerar lo que ves en él. Dime, Índigo; ¿sabes cómo murió la Takhina? ¿O has cerrado los ojos a eso como pareces haberlos cerrado a tantas otras cosas?

La furia de Índigo estalló.

—La Takhina eludió a sus guardianes y saltó de una torre —replicó—. ¡Quizás eso resulte un buen epitafio para tu traición!

—¡Y quizá fue un asesinato! —La sujetó por el brazo de nuevo; entonces, de repente, sus ojos se entrecerraron—. Por la Madre, lo sabes, ¿no es así? ¡Sabes que no se mató! Índigo volvió la cabeza con el corazón martilleándole con fuerza.

—¡No sé nada parecido!

—¡Oh, pero yo creo que sí lo sabes! Está en tus ojos, Índigo, te has hecho la misma pregunta que yo me he hecho tan a menudo. —Un dedo señaló hacia arriba en la oscuridad—. ¿Cómo llegó la Takhina al minarete sin que la vieran? ¿Cómo escapo a sus guardianes? ¿Y cómo es que los centinelas dormían en sus puestos, de manera tan conveniente?

Índigo sintió como si el corazón fuera a estallarle en el pecho, pero no se atrevió a admitir sus sospechas. Resultaba demasiado arriesgado. Y había una evidente inconsistencia. Liberó su brazo de la tenaza de Leando, y dijo incisiva:

—Tu repentina preocupación por la Takhina es conmovedora, Leando. ¡Pero es una pena que no considerases tal posibilidad antes de conducir a los hombres de Augon Hunnamek por el desierto para devolverla a tal seguridad y bienestar!

Leando se quedó en silencio por un momento. Luego, con voz llena de amargura, repuso:

—Tienes toda la razón. Pero a lo mejor, si hubieran tenido a tu propio hijo como rehén para asegurar tu cooperación, también tú habrías encontrado la cuestión menos clara...

Ella lo miró fijo.

—Tu...

—A Luk lo encerraron en una de las habitaciones de palacio, vigilado por un hombre con orden de cortarle el cuello si yo no cumplía con mi compromiso. Tengo entendido que el niño estaba muy asustado y lloró muchísimo durante mi ausencia, pero supongo que no se puede esperar otra cosa de una criatura de dos años.