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—Felicidad al Takhan y a la futura Takhina.

Índigo quedó paralizada. Sus ojos se clavaron en la sala, en el resplandor y la alegría y toda la energía que emanaba de ella, y sintió como si algo en su interior se congelara. En la excitación de su encuentro con Leando, había olvidado que el compromiso se anunciaría hoy.

A su garganta subió de súbito un sabor agrio a vino y comida, y junto con él vino un

sordo y fútil sentimiento de miseria que no podía precisar. Se oyeron de nuevo los sones de la música; mientras las parejas ocupaban el centro de la sala, un grupo de muchachas jóvenes salieron a la terraza riendo tontamente, Índigo las contempló mientras descendían los peldaños, revoloteando como brillantes y despreocupadas mariposas; luego, con un esfuerzo, se volvió hacia la entrada en forma de arco y pasó al otro lado. La saludó una alegre oleada de calor, luz y sonido; un sirviente se adelantó para ofrecerle una bandeja de copas de vino e Índigo tomó una, la vació de un trago, e hizo una señal para que le acercaran otra, antes de mezclarse entre la multitud.

CAPÍTULO 11

El mensaje estaba tan bien disfrazado como una invitación formal para cenar en casa de los Copperguild, que en un principio Índigo no comprendió su significado.

Ella y Hild estaban con Jessamin, animando sus primeros y decididos renqueantes esfuerzos para andar, cuando un servidor de palacio trajo el pequeño pergamino con su sello en forma de una moneda y un barco, el emblema de familia de los Copperguild, en una bandeja de cristal. Hild, que no tenía el menor sentido del pudor, tomó a la Infanta en su regazo y se inclinó descaradamente sobre el hombro de Índigo mientras ésta leía la invitación, murmurando acto seguido su disgusto por ser incapaz de comprender el khimizi escrito.

—¿Qué es? —preguntó—. Tener aspecto muy importante.

Índigo le sonrió.

—Es una invitación, Hild. Para cenar con la familia Copperguild esta noche al llegar la marea muerta.

—Copperguild, ¿eh? —Hild enarcó las cejas; de repente, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa—. ¡El papá del pequeño Luk! Ya sé qué es... él admira a ti, ¿verdad? ¡Ya sabía yo!

Índigo lanzó una carcajada.

—Tonterías, Hild. Es simplemente que... —y se detuvo a media frase al comprender exactamente lo que significaba la invitación.

Lo había olvidado. En los días siguientes al banquete —¿cuántos habían transcurrido? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¡El tiempo había pasado tan deprisa!— había apartado con deliberación de su cabeza el encuentro con Leando tanto como le había sido posible; prefirió dejarlo de lado hasta que los acontecimientos la obligaran a enfrentarse a él y a tomarlo en cuenta. Ahora, al parecer, ese momento había llegado.

—¡Tú estar roja! —la acusó muy divertida Hild.

Su rostro ardía, sentía un hormigueo por toda la piel, pero no por el motivo que suponía, Índigo enrolló el pergamino y lo guardó en un bolsillo del vestido.

—No he enrojecido, Hild, y tampoco Leando Copperguild «admira» a mí, como dices tú. Imagino que es un sencillo detalle, para darme las gracias por ocuparme de Luk.

Hild no se dejó impresionar.

¡A-na! —repuso—. Irás, ¿sí?

Recordó el rostro tenso de Leando antes de que se despidieran durante la fiesta, y la forma en que le había insistido —casi suplicado, aunque intentara disimularlo— para que asistiera a la planeada reunión. La invitación resultaba prácticamente inocente. Nada podía perder si aceptaba.

—Sí —concedió—. Creo que iré.

—Mi señora Índigo. —Mylo Copperguild, tío de Leando y cabeza de familia, se inclinó sobre su mano y levantó los ojos hacia ella sonriente—. Éste es un gran placer.

—Me siento muy honrada por la invitación, señor, —Índigo devolvió la reverencia, luego

se volvió hacia donde Leando aguardaba al lado del anciano.

Leando se limitó a tomar su mano y oprimir sus dedos por un instante.

—Gracias —dijo con suavidad.

—Nuestra familia está reunida arriba —le informó Mylo—. Resulta menos formal que nuestro comedor principal, y el aire del mar penetra con más facilidad. ¿Me permitís?

La tomó del brazo, y ascendieron por una escalera que describía una curva desde la sala de recibo con su techo abovedado cubierto de murales, en dirección al primer piso. Con gran alivio por su parte, Índigo descubrió que la sensación de malestar que había embotado sus sentidos durante la mayor parte del día había desaparecido durante el trayecto desde el palacio. Había pasado la noche anterior con Phereniq y había bebido un poco de vino de más, lo cual había hecho que a la mañana siguiente se sintiera desanimada y pesada. Consciente de que precisaría de una mente despierta esta noche, había rehusado el ofrecimiento de Leando de enviar una litera, o cualquier otra forma de escolta, y había andado los más o menos dos kilómetros que la separaban de su destino disfrutando de la temperatura relativamente fresca de primeras horas del atardecer.

La mayoría de las familias de los mercaderes más ricos de Simhara vivían en el lado de la ciudad que daba al mar, en un enclave de mansiones elegantes y recargadas, retirado del gran puerto y con una vista magnífica del golfo. La casa de los Copperguild era una de las más impresionantes, dándole a entender a la joven lo próspera —e influyente— que la familia había llegado a ser a través de los años. Sabía que Mylo no era tan sólo el propietario titular de los enormes intereses mercantiles de los Copperguild, sino que también había ostentado un puesto importante en el Consejo del anterior Takhan. Augon Hunnamek le había ofrecido un ascenso dentro del nuevo régimen, pero Mylo había solicitado que se le permitiera retirarse de la vida de la corte y concentrarse en sus intereses mercantiles, en los cuales, había dicho, estaba mejor situado para servir a la prosperidad de Khimiz.

Llegaron a la parte alta y penetraron en una enorme y aireada habitación con las puertas de la balconada bien abiertas para dejar entrar la brisa nocturna. Había ya otras siete personas presentes, y Mylo presentó primero a Índigo a una mujer de edad, con un perfil que recordaba a un halcón —su madre y abuela de Leando, matriarca de la familia—, luego a su esposa e hijo Elsender, que era quizás un año o dos mayor que Leando. Tras él le tocó el turno a la hermana casada de Leando y a su esposo, y otra joven pareja, primos lejanos cuyos nombres Índigo no pudo luego recordar.

Para cuando se sentaron a comer, Índigo había llegado ya a la conclusión de que Leando el cortesano y Leando el hombre de familia eran dos personas totalmente diferentes. Ésta era la primera vez que lo veía entre los suyos, y el contraste resultaba sorprendente. Aunque el hecho de pasar tanto tiempo en palacio lo había distanciado en cierta forma de su familia, existía una inconfundible cordialidad entre ellos, una sensación de camaradería compartida que revelaba un nuevo aspecto del carácter de Leando. Sus propios padres, según sabía Índigo, estaban muertos; quedaba muy claro, pues, que consideraba a Mylo como a un segundo padre, y Mylo, por su parte, le dedicaba el mismo tratamiento que a su propio hijo.

La conversación durante la cena fue ligera e informal. Se habló de barcos, de_ mareas y del tiempo: en su calidad de antiguo marinero, Índigo se vio muy solicitada, y relató muchas de sus experiencias en el Kara-Karai. Luego la conversación giró hacia cuestiones más sociales: acontecimientos en la corte, los progresos de la Infanta, el mecenazgo del Takhan sobre las nuevas inversiones y expansión de la ciudad y el puerto. La abuela de Leando interrogó a Índigo estrechamente sobre lo último en relación a las modas y costumbres de la corte, y cuando por fin se agotaron todos los temas de conversación, la esposa de Mylo se sentó frente a un recargado instrumento musical situado en el extremo opuesto de la habitación, e interpretó algunas melodías tradicionales que los reunidos corearon.