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Índigo no pudo evitar sentirse fascinada por aquel instrumento, que parecía estar compuesto por una caja de cristal llena de carillones también de cristal operados por un sistema de pedales y poleas. El sonido que producía era etéreo y de tal belleza que provocaba escalofríos; pero su placer se veía ensombrecido por una creciente sensación de inquietud. Estaban cerca ya de la medianoche, y no se había pronunciado ni una palabra, ni se había dejado caer la más mínima insinuación, sobre el auténtico motivo de la velada. Al parecer no se trataba más que de una reunión social, y empezó a preguntarse si no habría malinterpretado el motivo que se ocultaba tras la invitación.

Pero entonces las campanas que anunciaban las mareas empezaron a sonar en el puerto, situado a los pies de la casa, y su sonido penetró con toda claridad por los ventanales. Como si se tratara de una señal, la esposa de Mylo dejó de tocar y cerró con mucho cuidado el delicado instrumento de cristal antes de ponerse en pie y anunciar su intención de retirarse. La matriarca también se levantó, y pareció como si la hermana de Leando y su esposo, junto con la otra joven pareja, hubieran estado a la espera de su señal, ya que también se despidieron. Se intercambiaron cumplidos y besos, e Índigo se encontró sólo en compañía de Leando, Mylo y Elsender.

Cuando los últimos pasos se desvanecieron detrás de la puerta cerrada, Mylo se volvió hacia Índigo con una sonrisa tirante.

—Mis disculpas por haberte retenido durante tanto tiempo, Índigo. Pero, como ya creo que sabes, todavía no ha concluido lo que nos ha reunido aquí. ¿Podemos persuadirte de que nos acompañes un poco más?

Leando la observaba atento, con el rostro tenso, Índigo le dirigió una rápida mirada; luego asintió.

—Sí. Ya había esperado esto.

Mylo se dirigió hacia las puertas del balcón y las cerró; luego corrió las pesadas cortinas. Leando entretanto bajaba la intensidad de las lámparas, para que desde el exterior la habitación pareciera a oscuras.

—No podíamos decir nada hasta que los demás se hubieran ido —continuó mientras se daba la vuelta—. Ningún otro miembro de la familia sabe de nuestra... ah... preocupación, y, como no dudo que reconocerás, es a la vez mas seguro y justo para ellos que permanezcan en la ignorancia. Elsender, ¿quizás ahora podrás ir a buscar a nuestro otro invitado, por favor?

El joven abandonó la habitación, y durante algunos minutos aguardaron en silencio, hasta que la puerta se abrió de nuevo y Elsender regresó. Con él venía un hombre que andaba un poco vacilante, palpando el camino con una mano mientras que con la otra sujetaba el brazo de Elsender. Índigo lo miró al rostro y contuvo la respiración de modo inconsciente al

reconocerlo. Era el buhonero ciego, el tallista de barquitos, a quien había comprado la red de bronce para ofrecerla en el Templo de los Marineros.

—Karim. —Mylo se adelantó para tomar la mano del buhonero y conducirlo a un diván—. Bienvenido a mi casa. Sólo lamento que hayamos tenido que recurrir a tal subterfugio para recibirte en esta casa. Por favor, siéntate, y toma una copa de vino.

El ciego sonrió.

—Hace mucho tiempo que ninguna familia de la nobleza khimizi puede darme la bienvenida abiertamente bajo su techo, Mylo —repuso—. Dudo que pudiera recordar el comportamiento a adoptar en un banquete, en estos días.

Elsender le colocó una copa en la mano y él tomó un sorbo, apreciativo; luego volvió la cabeza hasta quedar frente a Índigo. Ella lo había estado contemplando fijamente, y dio un respingo por sentirse culpable antes de recordar que era ciego.

—Percibo la presencia de un invitado desconocido, aunque no totalmente desconocido — dijo Karim—. ¿Está ella aquí?

—Así es. —Mylo hizo un gesto con la cabeza a Índigo, quien se acercó al diván muy despacio—. Amigo mío, ésta es la noble Índigo de las Islas Meridionales, dama de compañía de la Infanta, Índigo: te presento al mago-doctor Karim...

Estuvo a punto de pronunciar el apellido de Karim, pero el ciego alzó una mano anticipándosele.

—No, no, Mylo. Simplemente Karim. Recuerda, no tengo otro nombre estos días; ni tampoco ningún título. Saludos, mi señora. —Encontró los dedos de Índigo y los rozó ligeramente.

—Señor.

Estaba perpleja y convencida de que debía de haber cometido un error estúpido. Mago-doctor, había dicho Mylo. Tales hombres eran los más eminentes practicantes de la medicina de todo Khimiz; no sólo médicos muy expertos, sino también maestros en las artes arcanas y de adivinación. Este hombre y el vendedor del templo no podían ser la misma persona.

Karim hablo de nuevo.

—¿Así que eres de las Islas Meridionales? Un país hermoso, tengo entendido. —Una leve sonrisa traviesa iluminó su rostro—. Cuyos hijos tienen el aroma del mar en sus cabellos, y saben qué regalo adornará mejor la nave de la Madre del Mar.

Los ojos de Índigo se abrieron de par en par.

—Entonces vos sois el vendedor ambulante...

Las palabras surgieron antes de que pudiera controlar la lengua; pero lejos de sentirse ofendido, Karim lanzó una carcajada.

—Desde luego, mi señora, claro que soy yo. El buhonero Karim, fabricante y vendedor de ofrendas; ni más ni menos. —Dejó su copa, percibiendo al parecer la proximidad y altura de la mesa situada junto al diván, luego volvió la cabeza hacia Mylo.

—Creo que estábamos en lo cierto, Mylo. Pero me gustaría asegurarme, con tu permiso.

—Desde luego.

Mylo dirigió una rápida mirada a Índigo. Leando y Elsender también la observaban con atención, y Karim se inclinó hacia adelante y le indicó con la mano que se acercara.

—Extiende las manos hacia mí, mi señora. Mírame a los ojos, si es que su ceguera no te desconcierta, y contéstame con toda honradez.

Con una cierta vacilación extendió las manos hacia él. Él no tomó sus manos, sino que por el contrario sus dedos le rodearon las muñecas; sus manos eran firmes y fuertes. La muchacha clavó sus ojos en su mirada inerte, y él le dijo, sin una inflexión especiaclass="underline"

—Háblame de Augon Hunnamek.

Una imagen revoloteó de manera involuntaria por la mente de Índigo. Vio a Augon tal y como lo había visto por primera vez en la habitación llena de humo de incienso del palacio. De un tamaño superior al normal, carismático, arrollador... y repulsivo. Sintió cómo se le ponía la piel de gallina, como sucedía cada vez que Augon tocaba su mano o su hombro; percibió la intensidad de su pálida mirada y quiso cerrar los ojos, suprimir aquella mirada, no fuera a ser que se aferrara a su alma y la extrajera de su cuerpo para dejarla vacía y reseca. Demonio, dijo su mente. Demonio.

Pero no pudo pronunciarlo en voz alta.

—Augon Hunnamek es el Takhan de Khimiz. —Su propia voz parecía venir de muy lejos—. Es...

—No.

Karim la interrumpió, y el encanto se rompió de repente. Parpadeando, Índigo vio cómo la habitación volvía a aparecer claramente ante ella, y su total normalidad la desorientó. Karim le dedicó una sonrisa.

—No necesito palabras cuidadosas, mi señora. La palabra es pocas veces el reflejo de la pura verdad.

—Pero yo...

—Por favor. Ten paciencia conmigo durante un poco más. —Se quedó callado, pero siguió mirándola, y aunque Índigo quiso protestar, una fuerza interior la obligó a contener la lengua. Durante algunos minutos más Karim sostuvo sus muñecas, apretando la carne con suavidad algunas veces, presionando una vena o un hueso situados bajo la piel, otras. Su expresión no se alteró hasta que por fin, con un suspiro, la soltó y volvió a recostarse en su asiento.